Llama la atención la insistencia al comienzo de Lluvia fina en la desconfianza con que deben recibirse los relatos, que no son fiables ni inocuos. Las historias y las palabras "no son nunca inocentes", los relatos "no son inofensivos", se enfatiza. Y como Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) no es de los escritores que hablen por hablar, ha de tomarse tal reiteración como el núcleo de pensamiento que espolea la dramática acción de la novela. Que semejante principio constituye su leitmotiv lo corrobora la repetición de ideas ya expresadas con idénticas palabras en el último capítulo: "los relatos no son inocentes".
En Lluvia fina tenemos, en consecuencia, un carrusel de historias entrecruzadas que se desmienten entre sí. A la enrevesada madeja de relatos da pie un hecho convencional. A Gabriel se le ocurre celebrar el 80 cumpleaños de su madre invitando a cenar a las dos hermanas, Sonia y Andrea, con sus respectivas parejas. Persigue con ello recomponer las enquistadas relaciones familiares, amasadas con odios radicales. A Gabriel le advierte su mujer, Aurora, del riesgo de que ese plan revuelva más las aguas emponzoñadas de los viejos rencores, pero lo pone en marcha. Aunque un hilo de suspense galvaniza el argumento de la novela, el narrador adelanta enseguida el desenlace: una historia "que empezó siendo trivial y hasta festiva y que ha acabado en ruina".
Una hábil estrategia narrativa prepara el terreno que desemboca en un tremendo final. Landero va presentando datos a propósito dispersos y un tanto confusos que contienen las piezas de un complicado mosaico familiar. Sin tardar, la trama se hace trasparente. El clan toma por confidente a la discreta Aurora y la hace depositaria de sus miserias. Todos tienen una necesidad compulsiva de contar. Cada cual tiene su versión, o mejor, su verdad de los hechos, y entre unas y otras existe una contradicción absoluta.
Nada queda aquí de la mirada compasiva, cervantina, del autor. Lluvia fina es un libro amargo, durísimo. Muy oscuro
A esta abismal diferencia se llega a través de un múltiple perspectivismo del que surge una novela psicologista tradicional. Landero crea un espacioso fresco de etopeyas en las que suma rasgos individuales llamativos y marcas simbólicas: la madre, actualización del arquetipo de una terrible intransigente, una Bernarda Alba de la baja clase media urbana; Aurora, especie de mujer fuerte bíblica; las hijas, recomidas por el odio, evocación del mito cainita; el yerno, Horacio, dostoievskiana mente trastornada y alegoría luciferina; el otro yerno, Gabriel, contrafigura del Julien Sorel stendhaliano, hipócrita ensimismado en la indolencia; y en ausencia el "Gran Pentapolín", el padre, fantasma que recupera un paradigma básico del propio Landero, Faroni, el aventurero ilusorio que persigue la alegría movido por un extraño "afán".
La gavilla de personajes va incorporando el índice abultado de enfermedades del alma de un manual de psicopatología, de las leves a las graves. Y estas dolencias las estruja Landero para dibujar el mapamundi de las frustraciones de nuestra especie. Al hilo de las grandes verdades ocultas bajo maliciosos relatos que empapan a Aurora con la lluvia fina -de ahí el título del libro- del embuste, la novela mete felicidad, frustración, piedad, saña, pesadumbres o la condena de vivir en la turmix.
En realidad, estos ítems no suponen algo novedoso en Landero porque todos ellos están en su particular universo literario, un mundo moral bastante cálido que se interroga sobre la afanosa conquista de las ilusiones. Pero en Lluvia fina se produce un cambio muy notable. En la forma, sorprende la irrupción de un violento naturalismo, con cotas de crudo fisiologismo en las aberraciones de Horacio. En el fondo, nada queda de la mirada compasiva, cervantina, característica del escritor. La novela está polarizada por las ideas de desdicha, desgracia, desaliento, degradación... El final, para mí un punto excesivo, resulta despiadado. Lluvia fina es un libro amargo, durísimo, desolador, implacable. Muy oscuro.