Estados Unidos libra una batalla secular contra una división urbano-rural que se remonta a la época de su Independencia, aunque esta división nunca ha causado tanta turbación como hoy en día. Actualmente, el crecimiento económico está concentrado de manera tan palmaria en determinadas áreas urbanas que ha vuelto a abrir el viejo debate entre quedarse o marcharse. ¿Se debe animar a los jóvenes ambiciosos de los pueblos y ciudades pequeñas en dificultades a buscar fortuna en los hervideros de dinamismo, o lo único que se consigue con ello es romper los lazos familiares y precipitar el desplome del interior? Este fue el dilema que contribuyó a hacer de Hillbilly, una elegía rural, de J. D. Vance, un arrollador éxito de ventas en 2016. Sin embargo, su historia resulta anodina comparada con Una educación, de Tara Westover (Idaho, 1986). Donde Vance hacía una emotiva referencia a la llegada a la Escuela de Derecho de Yale con la limitada preparación que le habían brindado sus mediocres colegios en Ohio, Westover describe el aterrizaje en la universidad sin haber sido escolarizada jamás. A lo largo del relato va emergiendo hasta qué punto fue extrema la educación de la protagonista, lo cual lo hace aún más fascinante y desgarrador. Las líneas básicas son las siguientes: la autora era la menor de los siete hermanos de una familia supervivencialista instalada a la sombra de una montaña en un reducto mormón del sureste de Idaho. Su padre, Gene (un seudónimo), se crió al pie de la montaña y se mudó ladera arriba con su esposa. Gene mantenía a su familia cada vez más numerosa construyendo graneros y pajares y desguazando metal en su chatarrería. Su mujer, Faye (también un seudónimo), contribuía con los ingresos que obtenía preparando remedios de hierbas y trabajando como ayudante de una partera sin licencia, y luego como partera ella misma.
Cuando Gene cumple los veinte años, su intensidad inquieta y no exenta de carisma muta en una paranoia con carga política, alimentada por un caso severo de desorden bipolar. Cuando ronda los 30 saca a sus hijos mayores del colegio: en teoría, los niños recibían enseñanza en casa pero no se puede decir que recibiesen ninguna formación académica. Aprendieron a leer con la Biblia, el Libro de Mormón y los sermones de Joseph Smith. El único libro sobre ciencia que había en la casa era un libro infantil ilustrado. La mayor parte del tiempo ayudaban a sus padres en el trabajo. Apenas entrada en la adolescencia, Westover fue ascendida de ayudar a su madre a mezclar hierbas y a clasificar chatarra con su padre, que tenía la irritante costumbre de golpearla sin querer con las piezas que lanzaba. Que un cilindro de metal te diese en pleno estómago era el menor de los peligros en el hogar de los Westover. El libro es, entre otras cosas, un catálogo de horrores laborales: dedos perdidos, horribles quemaduras. Para empeorar las cosas, Gene se negaba a permitir que ninguno de los lesionados y heridos (él incluido) recurriese a otra asistencia médica que no fuesen las tinturas de su esposa -“la farmacia de Dios”-, negativa que también agravó considerablemente las consecuencias de dos accidentes de tráfico. Con el tiempo, entre padre e hija crece el conflicto. El fervor y la paranoia de Gene no disminuyen por el hecho de que el mundo no se acabe a consecuencia del Efecto 2000. Entretanto, ella ha empezado a poner a prueba los límites de una educación más estrictamente limitada de lo que siquiera puede imaginar. Animada por un hermano mayor que empezó a estudiar a escondidas y acabó marchándose a la universidad, intenta hacer lo mismo y se sumerge en la lectura de los libros de los profetas mormones del siglo XIX que tiene su padre. “La capacidad que estaba adquiriendo era crucial, la paciencia para leer textos que todavía no podía entender”, cuenta. Por si la tiranía de su padre fuese poco, Westover tiene que vérselas con las agresiones físicas llenas de sadismo de otro hermano cuya inestabilidad empeoró al caerse de cabeza desde más de tres metros de altura sobre una malla de acero corrugado en otro de los accidentes laborales de la familia. Sorprendentemente, la hija pequeña da su primer gran paso hacia la liberación sacando una nota lo bastante alta como para ser admitida en la Universidad Bringham Young. Allí, a Westover le escandalizan las costumbres mundanas de sus compañeros de clase. A su vez, ella los escandaliza con su ignorancia. El asombro llega al colmo cuando en clase de Historia del Arte pregunta tranquilamente qué fue el Holocausto. (Otros de sus descubrimientos fueron Napoleón, Martin Luther King, o el hecho de que Europa no es un país). Estos vergonzosos episodios no impiden que sus profesores reconozcan su talento y su apetito voraz de aprender. Muy pronto, la joven se marcha a la Universidad de Cambridge con una beca. Allí, un prestigioso profesor no puede evitar exclamar al conocerla: “Qué maravilla. Es como entrar en el Pigmalión de Shaw”). Al final, Westover logra acceder a Harvard con otra beca y regresa después a Cambridge para hacer un doctorado en Historia. Ni siquiera a esas alturas ha florecido del todo, de lo arraigados que están en ella los enmarañados postulados familiares de lealtad, culpa, vergüenza y amor. Hasta que no llega la dolorosa ruptura final con la mayor parte de su familia no nos damos cuenta de lo valiente que es este testimonio. Sus revelaciones van a tener un alto coste para ella. Sin embargo, al lector le queda la convicción de que ha valido la pena. Al final, se las ha arreglado no solo para retratar una educación de una excepcionalidad insuperable, sino también para hacer que su situación actual no parezca excepcional en absoluto y encuentre eco en muchas otras personas. Westover es tan solo una joven más que se fue de casa para recibir educación, que ahora ve a la familia de la que se separó al otro extremo de un desfiladero ideológico desconcertante, y que no va a regresar. © The New York Times Book ReviewWestover retrata un aprendizaje de una excepcionalidad insuperable, y también su alto coste personal