Cinco segundos
Eloísa Carrero escucha con resignación la conferencia de una colega. Las palabras le entran por una oreja y le salen por la otra. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Max Weber o Weber Max. Beber más, siempre. Siempre más. Los chascarrillos de estudiante de sociología se le vienen a la cabeza mientras se harta de Comte, Durham, Marx, filosofía de la miseria y miseria de la filosofía, jaula del lenguaje y realidad, Saussure, las estructuras, Bourdieu, Hobbes, el hombre es un lobo para el hombre y para la mujer también, Sansón y Dalila, la Madre de Dios... Eloísa Carrero finge tomar notas. Le produce placer físico deslizar la punta de su rotulador sobre el papel. Escribe un nombre de cinco letras repasando refitoleramente la C y sacándole rabitos y volutas al trazo final de la e. El nombre de Comte, padre del positivismo, se asemeja al logo de una pastelería célebre por la calidad mantequillosa de sus pastitas. No transcurren ni cinco minutos desde que la conferenciante comienza su intervención y la doctora Carrero ya siente la grasa y urticaria de los relojes blandos. Pero en un, dos, tres, cuatro, cinco, llega la magia del prestidigitador: la doctora retira el raso de la masa del discurso de su compañera y percibe un punto negro. “La estructuralista estructura”, dice Macarena Pérez, y en menos de cinco segundos -un, dos, tres, cuatro, cinco...- el errorcito provoca que Carrero retire las incopelusas que protegen sus oídos de infecciones e inarmonías, para detectar abominaciones y moscas que rompen el decoro académico.
"Un, dos, tres, cuatro y cinco, la doctora se aburre porque ningún pez-gazapo nuevo se queda prendido a la red de miedo e intolerancia"
En un, dos, tres, cuatro y cinco segundos no más, la corrección rutinaria de la charla se desliza hacia una zona de inseguridades y conceptos cogidos con alfileres. Eloísa pone entre exclamaciones los titubeos de su colega. Muletillas. “Ehhh”. Atronadoras inspiraciones y espiraciones salivadas. Nombres alemanes pronunciados con una fonética poco ortodoxa. Carrero establece un juicio -malo- en mitad de la conferencia de su colega, que le pide árnica, mientras ella sonríe y, desde esa funda de pelo interior que no se ve pero que está ahí agudizando su naturaleza carnívora, se complace: “No llega ni al cinco”. Un, dos, tres, cuatro y cinco, la doctora se aburre porque ningún pez-gazapo nuevo se queda prendido a la red de miedo e intolerancia, que hace menos de cinco minutos le producía su rival en la cátedra. Bla, bla, bla y bla.
Puerilidades sobre el rango científico de las ciencias sociales. Kuhn, pronunciado cinco veces delante del espejo, y los paradigmas se alzan como tabiques. “¿Kuhn? ¡Kuhn soy yo!”, anda pensando Eloísa cuando la voz de Macarena Pérez la sorprende: “Sin la inteligencia de mi colega Eloísa Carrero, sin sus aportaciones sobre el concepto de intersticio, no habría podido desarrollar estas ideas que comparto con ustedes”. La luz roja de Eloísa Carrero se enciende y en un, dos, tres, cuatro y cinco, en solo cinco segundos, la conferenciante se perfila como candidata prometedora. Carrero restituye el respeto perdido por Pérez, aunque en un, dos, tres, cuatro y cinco, se da cuenta -porque es doctora- de que el resucitado respeto descansa en el halago de la conferenciante y puede que no importen tanto los elogios de una individua a la que le habías perdido el respeto previamente. “La estructuralista estructura”. Eloísa Carrero tapona con fibras dulces sus tímpanos. Cinco segundos no le bastan para saber si ha sido demasiado blanda. O cruel. Dentro de su veleidad, se sonroja cuando Macarena Pérez acaba su conferencia pidiendo un aplauso para Eloísa Carrero, doctora en Sociología.