Mi primo Bernardo
Mi primo Bernardo decía “regio”, “bárbaro”, “único”. Éramos chicos de barrio. A nuestro alrededor nadie decía cosas como esas. “Regio”, susurraba mirando por el miserable microscopio que le había comprado su padre. Observaba la gota de semen que había sacado de su última masturbación y hablaba del número uno. Según él, allí había una profusión de seres tan grande como en una acera de Nueva York. Cuando me dejaba mirar, yo solo veía un borrón, un cristal sucio. Trataba yo de decir Único, o Regio, pero apenas balbuceaba, “Ya”. Él seguía con lo suyo: “Fui el primero en llegar a la meta, el número uno entre un millón”. La meta, según él, era el agujero de su madre. Los demás parecíamos ser los terceros o los novenos en nuestra particular carrera ovárica. Él había sido el primero, el 1.
Le gustaba jugar con venenos. Desmenuzaba las pastillas de la abuela, se las daba a las lagartijas. Les cortaba un ala a las moscas y les hacía saltar la comba con un hilo. Mi primo miraba tan fijamente que parecía bizquear. Pero nunca bizqueó tanto como cuando vio aquel abrigo color berenjena en un escaparate de los almacenes Félix Sáenz. Era un maxiabrigo. Así llamaban entonces a aquella cosa que solo los osados o los descerebrados se atrevían a usar. “Regio” dijo, bizco y pasmado. En el reflejo del cristal su imagen se fundía con la del engendro textil. Sus ojos hicieron un larguísimo recorrido desde las aparatosas solapas hasta la cartulina del precio. 1.111 pesetas. “Bárbaro”, murmuró con la boca abierta, reproduciendo vagamente el sonido de las gárgaras de nuestra abuela.
Por aquel entonces habíamos visto en el Capitol La noche de los muertos vivientes. Cuando mi primo consiguió separarse del escaparate lo hizo con los movimientos de los protagonistas de la película. Recorrió en trance la distancia que nos separaba de la parada del autobús. No andaba con los brazos extendidos, pero su mirada era la de un muerto viviente.
"Murió dos días después. Mi primo acudió al funeral con su maxiabrigo. Era el primer muerto que veíamos"
Me dispuse a ayudarle a subir los tres peldaños del autobús, tal como entre sopapos y gritos me había enseñado doña Carmen a hacer con las ancianas y los incapacitados. Pero cuando cogí su brazo, mi primo se soltó con brusquedad. “No, autobús no. Tengo que ahorrar. El abrigo. Mi abrigo. Es maxi, es regio. Único”.
“Cuesta mucho, con ese precio raro, siempre ponen 1.099, 999, pero eso…”, iba diciéndole cuando consideré que ya podía captar las palabras que le llegaban del mundo exterior. “No te enteras, Willy. No sé si me gusta más el abrigo o el precio”. A saber por qué mi primo me llamaba siempre Willy. “Uno. Hasta la etiqueta lo dice, cuatro veces. Uno, uno, uno, uno”.
Le hice los cálculos. 556 trayectos desde la academia a su casa, y le sobraba una peseta. Me miró con recelo. 278 días. Casi un año. Medio año si dejaba de ir al Capitol. Se acercaba la Navidad. Cuando llegase la primavera el abrigo no estaría en el escaparate, ni en ninguna parte.
Fue una Navidad triste. A nuestra abuela la asaltó un encapuchado cuando salía de cobrar la pensión. Al caer, la abuela se dio un golpe en la sien. Apenas nada, dijo. Un mareo, un dolor de cabeza leve. Murió dos días después. Mi primo acudió al funeral con su maxiabrigo. Era el primer muerto que veíamos. Mi primo y yo nos quedamos a los pies de nuestra abuela. Me la señaló con un gesto. “¿Sabes, Willy?, de ese agujero salió mi madre, y yo del agujero de mi madre. Mi madre fue la número uno, y yo el número uno de la número uno”. Lo miré. Y entonces sí fui capaz de decirlo. “Regio”.