Lo leí en alguna parte, me lo comentó alguien, o quizá lo haya soñado, simplemente. Cuesta, a veces, discernir de dónde viene una idea. Tampoco sé si tiene algún rigor científico, más bien sospecho que
no es precisamente el caso. Y sin embargo, mi propia biografía la atestigua. La idea en cuestión es que cada siete años nos convertimos en otra persona, y nuestra vida, por culpa de esa transformación, cambia de manera inexorable.
Hasta los siete años mi vida fue luminosa y feliz. Era yo un niño dicharachero y siempre sonriente, de ingenio desbordante y verbo pródigo. Ese primer yo, que fue el que entre otras cosas aprendió destrezas tan fundamentales como leer, jugar o inventar historias, pereció hacia mi séptimo aniversario, coincidiendo con la llegada del uso de razón, que decían los de entonces. Se vio reemplazado por otro yo más pudoroso, menos locuaz y más precavido. Como inquilino de ese pellejo hice otros aprendizajes sustanciosos y sustanciales: las matemáticas, la gramática, la historia, el turbio y lacerante encanto de las muchachas.
Allá por los catorce ese chaval taciturno abandonó el mundo y mi domicilio, y su lugar vino a ocuparlo un tipo confuso y algo radical, en cuya piel tomé conciencia de oscuridades vitales varias y accedí a algunas experiencias extremas. Destaco entre ellas el uso de armas -cortesía del servicio militar-, el abismo del sexo, la decepción profunda de la universidad o, quizá la más estrafalaria de todas, la entrega febril a la escritura. Con los veintiuno llegó a mi cuerpo un nuevo habitante, de cuya mano vinieron cierta claridad y las primeras seguridades. Ese nuevo yo aprendió a conducir, y también, cosa sorprendente e inesperada, a disfrutar de veras de la conducción. Encontró un trabajo fijo, se compró una casa y fundó un hogar. Hasta tuvo éxito en su profesión. Todavía joven, mostraba un aplomo envidiable.
"La idea en cuestión es que cada siete años nos convertimos en otra persona"
Quizá por suerte, aquel tipo contento de haberse conocido se disolvió en la nada con los veintiocho, edad en que afloraron zozobras profundas, vinculadas a sus logros en algo que no era lo que ansiaba mi corazón. Esa incomodidad forzó una recaída obsesiva en la escritura, de donde habría de extraer, contra todo pronóstico, una recompensa verdadera, a diferencia del éxito postizo anterior. Coincidiendo con ella, la paternidad se deshizo sin contemplaciones de este hombre cargado de dudas y puso en su sitio a otro que se dispuso a aprovechar tanta plenitud.
Pero la plenitud, tocada hacia la mitad de la tercera década, no fue lo que parecía. De ella y sus excesos, mal digeridos por quien nunca los esperó, murió aquel individuo eufórico, no sin antes resbalar hacia la versión más indigente y confundida que jamás llevara mi nombre. Hubo, con todo, belleza en la caída, y conocimiento, tanto como nunca antes hubiera. Y de ahí, a los cuarenta y dos, emergió aquel que dijo Píndaro; aquel que ahora, al filo del medio siglo, sostengo trémulo entre los dedos. Porque es ahora cuando siento que, tal y como aconsejaba aquel griego, al fin me hice el que soy, y si la regla fatídica se cumple tengo que convertirme en otro. Otro que no sé quién será y que acaso no sepa ser el mejor de los que he sido. Ayudadme, espíritus de los hermanos que quedasteis por el camino, de todos los que ya habéis muerto dentro de mí, a no cagarla a estas alturas.