Retrato del general Baldomero Espartero vestido como Duque de la Victoria
Baldomero Espartero (Granátula de Calatrava, 1793-Logroño, 1879), príncipe de Vergara, duque de la Victoria y de Morella, conde de Luchana y vizconde de Banderas, fue regente y presidente del Consejo de Ministros, y fue propuesto para ser rey de España y presidente de la República. Ante todo, fue un soldado, que combatió primero en la Guerra de la Independencia, en América contra las fuerzas independentistas y, por fin, contra los carlistas. En este último conflicto consagró su prestigio como líder, tanto por sus temerarias acciones en combate como por haber sido el artífice del Convenio de Vergara con el general Maroto. Por el abrazo que se dio con este para poner fin a la cruel primera guerra civil moderna, se ganó el sobrenombre de Pacificador. Ahí comenzó su carrera política, elevado a los cargos por el entusiasmo general, seguido por fracasos estrepitosos y largas fases de ostracismo, siempre en la esfera del progresismo, con cuyos líderes mantuvo una tensa relación de amor y odio. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que Espartero se hizo acreedor del fervor de la opinión pública desde su triunfo contra el carlismo, y este amor de la población no le abandonó. Tanto es así que podemos hablar de un "culto a Espartero", alojado en la mentalidad colectiva de los españoles del siglo XIX, por encima de adscripciones partidistas.Este es el Espartero que nos pinta el hispanista canadiense Adrian Shubert (1953). Es curioso que en buena medida la renovación de los estudios de historia política sobre el siglo XIX español se esté produciendo a través de biografías de los grandes protagonistas, como sucedió con la Isabel II de Isabel Burdiel (2010), y más recientemente el Fernando VII de Emilio La Parra (2018). Todos, incluido el libro de Shubert, nos invitan a repensar una compleja etapa de la historia de España, la decimonónica, fase convulsa llena de frenazos y avances, constantes enfrentamientos bélicos y dominada por la intervención pertinaz de la fuerza militar en la vida civil. Narváez, Serrano, Prim y Espartero son ejemplos de todo lo dicho, espadones que desde el ejército generan los problemas y al mismo tiempo se presentan como las soluciones, mientras mantienen difíciles relaciones con los líderes civiles de los grandes partidos, el moderado y el progresista, a su vez divididos internamente.
Pero Espartero destaca sobre todos, porque ninguno como él tuvo una carrera militar tan intensa y exitosa en todos los grandes conflictos del siglo y, sobre todo, porque su nombre quedó ligado al fenómeno más determinante de la vida española, que fue la guerra civil provocada por el carlismo, y a su solución (a pesar de que esta fuese provisional). Espartero ganó entonces un capital político y simbólico que le abocó al poder, primero como regente de Isabel II en sustitución de la reina madre María Cristina (1841-1843) y después como presidente del Gobierno entre 1854 y 1856, llamado para salvar la monarquía.Espartero es una figura polémica que refleja la conflictividad de la tradición liberal española
Ambas cortas experiencias terminaron de mala manera, porque Espartero evidenció que ni era un dúctil cortesano ni hábil en los despachos. Pero de forma increíble una y otra vez recuperaba su prestigio popular. En cada crisis política, durante el reinado de Isabel II, el Sexenio y hasta al comienzo de la Restauración, recurrir a Espartero fue una constante, como habitual fue que rehusase cargos. Así se forjó el mito en vida del gran prócer del liberalismo constitucionalista y patriota. Sin embargo, hay que señalar su incapacidad para la maniobra tactista y su falta de profundidad ideológica más allá de algunos principios generales, en realidad ambiguos eslóganes, como ese tan suyo "¡Cúmplase la voluntad nacional!", que repitió en muchas oportunidades con significados diferentes. En el libro aparece también el Espartero más personal, ligado durante toda su trayectoria a Jacinta, su compañera inseparable, gracias a la jugosa correspondencia que los esposos cultivaron a lo largo de los años.
Shubert dedica la última parte del libro a trazar una interesante historia de la memoria de Espartero, desde su desaparición hasta hoy. Es llamativo que la Restauración lo olvidase poco a poco, después de que Alfonso XII corriese a ganarse su bendición nada más ser proclamado rey, de los funerales de Estado que se le brindaron a su muerte y de las iniciativas en un primer momento de elogiarlo con calles y estatuas en toda España. Su recuerdo recupera fuerza en la Segunda República, como referente del liberalismo progresista y símbolo de la reconciliación nacional. Por eso mismo, durante la Guerra Civil ambos bandos lo cuestionan. Para los rebeldes, es evidente que un liberal, bestia negra del tradicionalismo carlista, no podía ser ensalzado; tampoco en el lado republicano se le miraba con afecto, por motivos ideológicos y porque al fin y al cabo fue un militar proclive al golpe. Y en lo que coincidía la propaganda de ambos contendientes era en anatemizar precisamente el Espartero Pacificador, el del Abrazo de Vergara, el que había alcanzado el acuerdo con el enemigo acérrimo para terminar con una guerra civil. Luego, es obvio que el antiliberalismo de Franco siguió mirando con distancia la figura de Espartero, aun cuando no hubiese una política deliberada de silencio y se mantuvieran las estatuas en su honor. No mejoraron mucho las cosas durante la Transición quizá, en opinión de Shubert, porque los políticos que la pilotaron no mostraron mucho respeto por la tradición liberal española y su gran logro, que había sido la construcción nacional. Han venido, desde entonces, curiosos ajustes de cuentas con la memoria de Espartero. Por ejemplo, en Bilbao, le quitaron la calle a él dedicada, mientras se ha mantenido la de Zumalacárregui (aun cuando hubiese sido el régimen franquista quien le otorgase este honor al general carlista). O en Barcelona, donde más recientemente ha ocurrido algo semejante para censurar retrospectivamente el bombardeo de la ciudad en 1842, olvidando que Cataluña fue uno de los territorios donde el culto a Espartero fue más intenso.
Como concluye Shubert, Espartero es una figura polémica y sobre todo huérfana, cuyas vicisitudes historiográficas y en su pervivencia en la memoria colectiva reflejan la conflictividad y orfandad que ha experimentado históricamente la tradición liberal española.