Einstein tocando el violín en un barco de pasajeros alemán en 1933
Un libro titulado La música y los números interesará de primeras a mucha gente. En su día, el tocho Gödel, Escher, Bach -varios kilos de papel que incluían el análisis en profundidad del Teorema de incompletitud de Kurt Gödel- se vendió como rosquillas. El tema interesa porque la música está hecha, efectivamente, de números. La altura de un sonido no es más que una frecuencia: el número de veces por segundo que nuestro tímpano oscila cuando le alcanza ese sonido. El propio color de cada sonido, lo que nos permite distinguir el de una flauta del de una trompeta o la voz de una persona de la de otra, no consiste más que en frecuencias. Lo paradójico está en que, siendo puro número, la música tenga la capacidad de revolver nuestras emociones como ninguna otra cosa. Este libro es un paseo amable por las diversas encarnaciones de esa paradoja. Es breve, fácil de leer y, pese a contener algunas fórmulas matemáticas y algunos pentagramas, accesible a todo lector interesado.Eli Maor dedica el libro a su abuelo, "que le inculcó el interés por la ciencia y el amor por la música". No entiendo bien la distinción: interés por la una, amor por la otra. A Maor, en todo caso, parece quedarle un poco más cerca la física que la música, sobre todo en lo que se refiera a los siglos XX y XXI. Como su subtítulo indica, el libro abarca tres milenios, desde los estudios sobre la vibración de las cuerdas de Pitágoras en el siglo VI antes de Cristo hasta el sistema dodecafónico de Schönberg y sus consecuencias en la música contemporánea.
El lector va pasando por muchos de los puntos de contacto (a veces, de fricción) que existen entre la música y la ciencia. Nos encontramos con los armónicos, esos misteriosos acompañantes de todo sonido que son los que terminan explicándolo todo. Vemos nacer artefactos como el diapasón y el metrónomo. Asistimos perplejos a la bronca en torno al problema músico-científico por excelencia: el debate de las cuerdas. ¿Qué hace un guitarrista para pulsar una cuerda? Primero la deforma tirando de ella levemente con el dedo hasta darle forma de triángulo y, después, la suelta de golpe dejándola vibrar con la forma sinusoide propia de las ondulaciones. Y ahí viene el lío: ¿cómo explicamos geométricamente que un triángulo, hecho de segmentos rectos y puntos definidísimos, se transforme en una curva tan suave como una sinusoide? En esa disputa se enzarzaron, a veces con violencia tabernaria, los principales físicos de la Ilustración: Daniel Bernoulli, Leonhard Euler, Jean Le Rond D'Alembert y Joseph Louis de Lagrange. La solución la aportó, medio siglo después, Joseph Fourier, al describir la trastienda continua de los objetos geométricos discontinuos. Hay luego un capítulo dedicado a la cóclea, el asombroso caracolillo que tenemos en el oído interno. Al parecer, ejecuta un análisis de Fourier con cada sonido que le llega, descomponiéndolo en sus sonidos constitutivos. Actúa como esos prismas transparentes que despliegan en colores la luz blanca.Muchos protagonistas de la revolución cuántica (Einstein, Planck, Ehrenfest) fueron músicos además de físicos
El debate sobre el paso de la cuerda discreta a la continua anticipa la revolución que tendría lugar siglo y medio más tarde a propósito de la naturaleza continua o discreta -cuántica- de la materia. Maor señala que algunos de los protagonistas de esa revolución (Max Planck, Paul Ehrenfest, Werner Heisenberg, Albert Einstein) eran músicos además de físicos.
Sin la relación entre matemáticas y música nos hubiéramos perdido a Bach, Mahler, Bruckner, Chopin, Debussy o Messiaen
El libro tiene a veces forma de desfile. Van pasando ante nosotros, mostrándonos sus trabajos, los grandes maestros de la matemática y de la física que se interesaron por la música: además de los ya citados, Galileo Galilei y Vincenzo, su padre músico, Johannes Kepler, el fraile Marin Mersenne y muchos otros. Maor se mete en el follón de la escala temperada, la célebre afinación igual que divide la octava en doce intervalos musicalmente equivalentes. Así están afinados los pianos de hoy, pero costó mucho llegar a ello y, además, la música europea perdió unas cuantas plumas en el empeño. Estos doce semitonos, "igualmente imperfectos", constituyen para Maor "el mayor regalo de las matemáticas a la música". Lo es, porque, sin él, hubieran sido imposibles catedrales sonoras como El clave bien temperado de Bach (compuesto, precisamente, para demostrar la viabilidad del sistema) o las monumentales sinfonías de Mahler o de Bruckner. Nos hubiéramos perdido también la gracia de las modulaciones de Chopin o de los juegos paratonales de Debussy o Messiaen. Pero ningún regalo es gratis. Maor no entra apenas en esto, pero, a cambio del temperamento igual, la música europea renunció a la naturalidad y a muchas sutilezas. Pero los grandes protagonistas del desfile son Albert Einstein y Arnold Schönberg, con René Descartes como tercero en discordia. Música relativa se titula el capítulo que protagonizan. Maor identifica lo que las revoluciones de Einstein y Schönberg tienen en común para el ciudadano medio: desasosiego. Ambas atacan el sistema de referencia (las célebres coordenadas cartesianas), que es lo que nos da un sentido de pertenencia y de seguridad. La diferencia está en que la relatividad de Einstein es general y definitiva: el mundo, a fin de cuentas, está hecho así, es relativista y, en él, ningún observador tiene una posición de privilegio. Sin embargo, el ataque por parte de Schönberg a la tonalidad como sistema de referencia no es general sino particular. Schönberg optó por explorar un universo sonoro en el que los sonidos no estuvieran jerarquizados. Escribió obras maestras y tuvo seguidores igualmente magistrales. El sistema dodecafónico derribó barreras y abrió mentes, pero no alcanzó nunca la universalidad. Lo de Einstein es otra cosa. Mientras no aparezcan resultados que le contradigan (que aparecerán), ningún físico en sus cabales se declara no einsteiniano.
Cinco piezas sueltas -Maor las llama acotaciones- interrumpen y aligeran el discurso. La primera se dedica a la notación musical. La segunda, al slinky, ese juguete americano con forma de muelle capaz de bajar escaleras. La tercera, a los más: la obra musical más larga, la más antigua, la más duradera y el sonido más grave conocido, que resulta ser el si bemol cincuenta y siete octavas por debajo del do central que correspondería a las ondas concéntricas (¿acústicas?) del gas caliente que rodea al cúmulo de galaxias de Perseo. La cuarta se dedica a las jerarquías entre sonidos y, la última, al bernoulli. La forma de esta bonita arpa (una espiral logarítmica) hace realidad corporal la relación matemática que existe entre una nota temperada y la siguiente: la raíz duodécima de dos.