Paul Beatty. Foto: Archivo
Paul Beatty (Los Ángeles, 1962) es autor de cuatro novelas y dos volúmenes de poesía, todos ellos dignos de elogio, pero, de sus libros, al que regreso con más frecuencia es uno editado por él. Se llama Hokum: An Anthology of African-American Humor [Tonterías: Una antología del humor afroamericano], y se publicó en 2006.En su introducción a Hokum, Beatty cuenta que de joven leía a los escritores negros canónicos, y que "aplaudía su retórica, pero acababa echando de menos el comentario agudo, la irreverencia" que nacen de una rabia justificada y hacen que la libertad levante el vuelo. "Parecía que los escritores negros que yo leía", sentenciaba, "no tuviesen amigos". Beatty terminaba haciendo una especie de promesa que su antología cumplía: "Espero que Hokum los derribe como a un boxeador de segunda", decía. "Que cada golpe les emplaste la cara con esa sonrisa de boxeador derrotado; con esa mueca de oreja a oreja que muestra fugazmente a la multitud para convencerla de que, si se está riendo, es que no le han hecho daño".
Esa introducción era audaz en muchos aspectos. Uno de ellos es que el propio autor también escribe con humor. En parte no se puede evitar leer las declaraciones que hace en Hokum igual que cuando Babe Ruth apuntaba a las gradas antes de aporrear la bola. Las leemos con la sensación de que son la declaraciones de un hombre decidido a aguantar, reírse entre dientes y cumplir. Cumplir, ha cumplido.
Las primeras cien páginas de El vendido, novela ganadora del último premio Man Booker, son las cien páginas más cáusticas y más tremendamente buenas entre todas las novelas estadounidenses que he leído como mínimo en la última década. Tanto es así que dejé de subrayar las partes más geniales porque empezó a dolerme el brazo.
Beatty recubre cada línea de su texto con concentraciones cambiantes de sentido racial y político, utilizando una técnica que recuerda a escritores como Ishmael Reed. Las bromas aparecen de pronto a través de la bilis del lector.
En la novela pasan tantas cosas que describirla es como intentar meter a presión un limonero en un vaso para chupitos. También es difícil hacerlo sin citar textualmente los recursos tan ágiles que utiliza Beatty para repartir la palabra que empieza por "n" ["negrata"]. Los mejores fragmentos de la novela, los que se te clavan en el corazón o te lo dejan tatuado, en su mayoría no se pueden citar aquí. Limitándonos a lo más básico, El vendido trata de un joven negro nacido en el "gueto agrario" de Dickens, un barrio de la periferia sur de Los Ángeles, que se convierte en proveedor artesanal de sandías y marihuana. Una de las variedades de hierba de más calidad que ha desarrollado lleva el nombre de Anglofobia.
El joven acaba ante el Tribunal Supremo porque se dedica -ojo al dato- a reinstaurar la esclavitud, como mínimo en su propia casa, y a introducir la segregación en el colegio del barrio excluyendo a los blancos a puñetazos. Su compinche y exesclavo es un viejo llamado Hominy, el último superviviente del grupo que protagonizaba Una pandilla de pillos. Hominy dice cosas como esta: "Pues eso, amo, Bugs Bunny no era más que el Hermano Conejo ["Brother Rabbit"] con un agente mejor".
Para un novelista, las amplias panorámicas satíricas no son una tarea demasiado difícil. Lo difícil son los primeros planos, el encarrilamiento meticuloso de los pensamientos y la sensibilidad del lector. Aquí es donde brilla Beatty. "Como la mayoría de los hombres que se han criado en Los Ángeles, soy bilingüe solo en la medida en que puedo acosar sexualmente a mujeres de todas las etnias en sus lenguas maternas", declara el narrador. La mayoría de las veces está vacilando.
Es un alma sensible, en sintonía con la manera en que el sol baña a su novia "convirtiendo el contorno de su cabello crespo y despeinado en una corona llameante de vergüenza y puntas abiertas". Su color favorito es "el suave azul pálido de una piscina iluminada por la noche".
Hijo de un padre soltero especialista maniático en ciencias sociales (la madre ausente fue en su momento "belleza de la semana" de la revista Jet), tuvo una infancia anormal. Su asignación recibía el nombre de indemnización. El chico fue objeto de extraños experimentos.
"Cuanto tenía siete meses", nos cuenta, "mi viejo me metía en la cuna objetos como coches de policía de juguete, latas frías de cerveza Pabst Blue Ribbon, chapas de la campaña de Richard Nixon y un ejemplar de The Economist, pero, en vez de condicionarme con un estampido ensordecedor, aprendí a tener miedo a los estímulos que me presentaba porque venían acompañados por él sacando el revólver calibre 38 familiar y disparando al techo varias tandas de disparos que hacían temblar los cristales mientras gritaba ‘¡Negros, volved a África!' lo bastante alto como para hacerse oír por encima del equipo cuadrafónico que reproducía ‘Sweet Home Alabama' a todo volumen en el cuarto de estar".
Su padre lo lleva a las reuniones periódicas de los Intelectuales Dum Dum Donut que se celebran en una tienda de donuts del barrio, reuniones que son un regalo para un autor bien preparado para parodiar las pretensiones de algunos intelectuales negros. Su padre nunca llega a escribir las memorias de éxito que espera y que está pensando titular Yo soy guay; tu eres guay.
Si se pincha la sátira que hay en El vendido, emerge la verdadera sangre. El padre del narrador es abatido a tiros por la policía de Los Ángeles, básicamente por conducir siendo negro. Hay una escena surrealista pero dolorosa en la que el narrador carga el cuerpo de su padre sobre el caballo que tiene en su granja urbana y marcha por las calles acompañado por el sonido de los cascos en una procesión que me gustaría ver filmada por Charles Burnett.
La cultura y los estereotipos estadounidenses negros son diseccionados en su práctica totalidad bajo el microscopio de la novela. Allí están Tiger Woods, Clarence Thomas (a quien se dedica un fragmento memorable), las galletas Oreo, los cuentos de hadas ("Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu trenza"), Bill Cosby, la cosecha del algodón, el tamaño del pene, los dibujos animados de los domingos por la mañana, George Washington Carver, los jockeys de jardín y Mike Tyson. La "condescendencia farisea" de Dave Eggers desempeña un papel en una novatada. El programa liberal estadounidense se pliega para formar figuras de origami.
Una versión censurada de Middelmarch para estudiantes negros se retitula Middelmarch a mediados de abril, me voy a quedar con tu dinero, lo juro. Un equipo de televisión pregunta al participante en unos disturbios si el saqueo y la locura cambiarán algo. Esta es su respuesta, cuando llega: "Vaya, estoy saliendo en televisión, ¿no? La zorra". En esta novela, cómica, emblemática y profundamente consciente, aparecen riffs todo el rato. De Stevie Wonder el narrador dice que su lema en latín debería ser Cogito, ero boogieum: "pienso, luego improviso". Lo mismo se puede afirmar del libro.
Siento decir que, en sus últimas dos terceras partes, El vendido cae en un compás de espera. Paul Beatty sigue escribiendo con viveza, y uno ya está a 10.000 metros de altitud, pero la sensación de que te están impulsando hacia arriba falta casi por completo.
Con todo, esta fulminante novela te deposita en un punto a kilómetros de distancia de donde te recogió, lo cual hace pensar que, como el padre del narrador, medio borracho de whisky escocés, le dice una noche a este, "la verdadera cuestión no es de dónde salen las ideas, sino a dónde van". Y eso, claro, no es ni mucho menos una tontería.