Derek Walcott, el poeta de los seis sentidos
Dereck Walcott. Foto: Chema Tejeda
Toda la obra de Derek Walcott (Santa Lucía, 1930-2017) es un intento de discernir cómo se puede a la vez ser caribeño y heredero de una cultura europea a la que no se quiere, ni mucho menos, renunciar, pero por la que no se quiere ser aplastado. Omeros, su obra maestra, publicada en 1980, que es a la vez una Ilíada y una Divina Comedia caribeña, es el mejor ejemplo de esa lucha interna entre dos herencias, una natural y otra impuesta pero asumida y enriquecedora. El poema, que se desarrolla en Santa Lucía, lugar de nacimiento del propio Walcott, toma prestados los nombres de sus protagonistas de la Ilíada: Aquiles, Hector... son aquí pescadores locales que conviven con un oficial inglés retirado y su familia, y hay incluso un Homero, un hombre ciego llamado Siete Mares. El poema tiene mucho del cosmpolitismo de otros compañeros suyos de generación (Brodsky, Heaney...) y nos lleva también a Roma, Lisboa o Toronto.Y es que, medio caribeño, medio europeo, Walcott fue sobre todo un miembro de esa generación de poetas de distinto origen pero preocupación común: la de convertir cada poema en una reflexión sobre nuestro lugar en el mundo que aunase análisis autobiográfico y conciencia de nuestro lugar en la historia. Lo que distingue a poetas como los mencionados Joseph Brodsky, Seamus Heaney, y otros como Czeslaw Milosz o Yehuda Amijai, y el propio Walcott, es su punto de enunciación: cada uno ha vivido el siglo XX de una manera distinta, sometido a presiones diferentes. Pero todos ellos convierten el poema en el lugar en el que reflexionar sobre ello, aprovechándose para ello de técnicas que antes eran patrimonio de la crónica viajera, del aforismo o del ensayo. Si en sus poemas viajan no es para darnos apuntes turísticos, sino para tomar perspectiva sobre su propia experiencia, para aprender de lo que la historia ha hecho en otros lugares. Son los poetas del tiempo en que el poeta dejó de ser cantor de los logros de una patria cualquiera para dar testimonio de la derrota diaria del ser humano, y también de su capacidad para encontrar la dicha en las cosas cotidianas. Poetas del tiempo en que nació el documental, un hecho que algo nos dice también sobre la forma en que componen sus versos.
Si algo distinguió a Walcott de esos compañeros de generación, incluso en los poemas en los que podía estarles más cercanos (pienso por ejemplo en los de uno de sus últimos libros, Garcetas blancas (del que hay edición española de Luis Ingelmo para Bartleby) es su fraseo, inconteniblemente épico, que transforma cualquier experiencia, por banal que sea, en un arrebato de intensidad que envuelve al lector, atrapado en una poesía que apela a los cinco sentidos como pocos autores han sido capaces antes. A los seis sentidos, habría que decir en realidad, pues a la sensualidad pluriforme de su verso hay que añadir su capacidad para apelar a nuestro sentido de la historia.
Walcott, que también era pintor, acababa de publicar el libro Morning, Paramin en colaboración con el artista Peter Doig, un libro que ahora será un testamento que sumar a su monumental autobiografía en verso, Another Life, de 1973. Nos deja un poeta enorme, torrencial, de otro tiempo. El último de su especie en muchos sentidos. Dejo como despedida mi versión de uno de los poemas de su última etapa, "En Italia". Adiós, Derek Walcott, qué poema no escribirás de tu odisea de ahora.
En Italia
ILa carretera apoya el hombro contra un muro de piedra,
caminos de adoquines, ciudades en sus colinas con plazas
del tamaño de un sello y un mar añorado por la flecha
del horizonte tembloroso, con nombres que no marchitan
los siglos y sombras que son la esfera del tiempo. La luz
es más antigua que el vino y las nubes son como un mantel
extendido para almorzar bajo las ramas. Muy tarde
he llegado a Italia, y mejor que haya sido así,
mejor ahora que en esa juventud que nunca está satisfecha,
cuyas alegrías son traicioneras, mejor ahora que mi cabello rima
con esas lejanas crestas, ahora que las campanas en sus torres
sobre las colinas hacen recuento de mis errores,
porque no estamos nunca donde estamos, sino en otro lugar,
aunque estemos en Italia. Esa es la soportable verdad
de la edad madura; tú haz recuento de tus bendiciones -estos
campos de girasoles, la rota luz de las colinas, la neblina
del invisible Adriático- mientras el día espera aún
su oportunidad, la sombra de una nube que se desliza colina abajo.
II
Las ventanas azules, la colcha de color limón,
la certeza de que el mar espera tras la avenida
con balcones y bicicletas, el gélido tráfico
y su humo que se mezcla con el café: interiores pasajeros,
sábanas pasajeras, y la pasajera visión
de hoteles con palmeras altivas comidos por la sal del mar,
a pesar de que el verano es serio
y se ha producido un inevitable adiós a las armas,
un adiós a la belleza que desaparece con su cabello atormentado.
De nuevo perdido el eje, el amor
cojea en el centro de tu cuerpo por la sacudida
del coche mientras va dejando atrás tejados y playas
de la costa ligur. Las cosas pierden también el equilibrio
y se tambalean por muy débilmente que la memoria las golpee.
Tú esperas revelaciones, delfines saltarines,
ruiseñores dispuestos a romper sus gargantas,
esperas la campana en la torre que absuelva tus pecados
como las recogidas redes de los barcos que por fin regresan.