Por último, el corazón
Al principio, el mundo de Por último, el corazón parece familiarmente postapocalíptico: Charmaine y Stan, un matrimonio sin recursos, vagan a la deriva por un paisaje desolado sin otra opción que dormir en el coche, mientras los bandidos errantes amenazan con asaltarlos cada noche. A medida que la historia avanza, nos damos cuenta de que la realidad de la novela es aún más inquietante: no es otro universo; es solo una versión ligeramente exagerada del nuestro. Un mundo en el que la clase trabajadora ha sido empujada al borde del abismo económico, y el sueño de la clase media ya solo sobrevive en forma de pesadilla viviente. Uno de los últimos sectores sostenibles es el sistema penitenciario. “Antes, el sentido de las cárceles era el castigo; luego fue la rehabilitación y la penitencia, y más tarde, tener encerrados dentro a los delincuente peligrosos.
Después, durante unas cuantas décadas se usaron para controlar a la multitud. Se enjaulaba a los jóvenes agresivos y marginados para tenerlos lejos de las calles. Y luego, cuando se empezaron a gestionar como negocio privado, su sentido fue el margen de beneficio de los proveedores de comida prefabricada para las prisiones, los guardas contratados y todo eso”.
El Proyecto Positrón es un intento de remediar esta situación, una solución utópica para un mundo distópico. Si las cárceles son un medio infalible de ganar dinero, ¿por qué no fundar una ciudad que prospere gracias a que sus habitantes sean sus prisioneros? “Dado que no era realista esperar que se certificase que el 50% de la población tenía antecedentes penales, lo más justo era que todo el mundo tuviese que hacer turnos: un mes dentro y un mes fuera. ¡Imagínense lo que se ahorraría si cada vivienda la utilizasen dos grupos de residentes! La multipropiedad lleva a su conclusión lógica”.
Los residentes, viviendo en estrechas celdas subvencionadas por el Estado y su propia mano de obra gratuita, pueden por fin permitirse algo del estilo de vida que han aprendido a desear: casas seguras y singulares, pleno empleo, y radios y televisores que solo emiten programas de la década de 1950, con su aprecio por el orden tranquilo propio de la posguerra.
Charmaine y Stan, que no tienen más posibilidades, al menos de prosperar, se apuntan con entusiasmo antes de saber siquiera cuál es el delirante objetivo del plan Positrón. Para Stan, el atractivo reside en la posibilidad de tener un empleo, de volver a ser el cabeza de familia del matrimonio en vez de la persona dependiente en la que se ha convertido. Para Charmaine, es el canto de sirena de una vida provinciana al estilo de Disneylandia, y la seguridad que eso supone. Acceden a participar, y ese es el primero de los diversos errores de la pareja en su guerra contra el deseo. De hecho, pronto están encarcelados, pero de una manera más personal y traumática de lo que habían imaginado.
Es difícil leer esta clase de obra, -“ficción especulativa”, un género a cuya definición Atwood ha contribuido sin duda más que cualquier escritor contemporáneo- y no ver metáforas y alegorías en las figuras de su paisaje literario. En este caso, la dualidad sueño/pesadilla de la ciudad de Consilience ofrece un símbolo bifurcado. Están las implicaciones económicas de una existencia de clase media que solo se puede sostener mediante la opresión económica. En vez de un estilo de vida acomodado hecho posible gracias a los talleres clandestinos y los salarios esclavistas en tierras lejanas, la innovación del Proyecto Positron consiste en que, ahora, los explotados y los que se benefician de la explotación son los mismos.
La metáfora de Positrón también ofrece otra interpretación más íntima: las represiones limitadoras de la fantasía pequeñoburguesa, a la que Charmaine tiene un apego especial, conllevan la inhibición sexual de la monogamia. Charmaine no tarda en rebelarse contra esta represión, y se deja enredar en una aventura que los arrastra a ella y a Stan a un juego de lujuria en el que ambos son simples peones. Poder y sexo, sexo y poder: el deseo mutuo se convierte en intercambiable, los límites se difuminan, el uno contamina al otro. A medida que el relato avanza y las parejas intentan reconquistar su libertad, la misión es a veces estremecedora, otras, cómica, y a menudo, absurda y totalmente absorbente, un torbellino que arrastra los pecados al territorio de las chicas de compañía a lo Elvis, de la carnalidad de los animales disecados y de los robots sexuales personalizados.
La batalla entre la monogamia y la realidad del deseo humano, el cruce entre el sexo y la dominación, entre el amor y el libre albedrío, todos han sido temas recurrentes a lo largo de la prolífica carrera de Margaret Atwood. Tanto si se trataba de la hipocresía sexual del Gobierno en El cuento de la criada, de los secretos y las mentiras conyugales en El asesino ciego, o de la tribu genéticamente modificada y polilujuriosa de los Cracker de MaddAddam, Atwood ha vuelto una y otra vez a esta exploración. Lo que mantiene la frescura en Por último, el corazón, al igual que en el resto de la obra reciente de la autora, es que, si bien regresa a los temas tempranos de su obra, nunca los reproduce. Antes bien, sus libros se leen como una indagación continua, con nuevas sorpresas, tanto narrativas como temáticas, por descubrir.
Suele ocurrir que un autor tiene un puñado de ideas, ya sea sobre el mundo o sobre el propio arte de la literatura. Una vez que esas ideas se han difundido ampliamente, desde el punto de vista artístico el escritor se puede convertir en un globo desinflado, o peor aún, en una canción en bucle que se repite con utilidad decreciente. La última de las dos suertes es una trampa en la que pueden caer escritores como Atwood, que han cambiado significativamente nuestra manera de ver la literatura, y para los que la redundancia ha sido un efecto colateral del hecho de que la propia rebelión se haya convertido en la norma.
Margaret Atwood, no obstante, ha llegado a ser algo casi tan fabuloso como uno de los temas de su narrativa, una leyenda viva que en la página sigue fresca e innovadora.
Por último, el corazón es un salto fascinante al absurdo de la dominación y el deseo, el amor y la independencia, todas ellas fuerzas opuestas que nunca llegan a su resolución. Como le dice Charmaine a una de sus principales torturadoras hacia el final de la novela, después de que esta le haya dado otra información que desdice lo acordado: “No es justo. Todo estaba establecido”.
“Nada está establecido definitivamente”, replica la mujer. “Cada día es diferente. ¿No es mejor hacer algo porque lo has decidido, y no porque tienes que hacerlo?”.
“No, no lo es”, insiste Charmaine. “El amor no es así. En el amor no puedes ponerte freno a ti mismo”. Y Atwood añade: “Ella quiere la indefensión, quiere...”.