Cela, para rato
Cela en el jardín de su casa de Iria Flavia en 1939
Si se admite que la admiración que uno profesa a un escritor puede tener una dimensión heroica, entonces mi recalcitrante admiración por Cela constituye, con toda certeza, mi más grande heroísmo como lector. Ustedes no saben lo que es soportar durante décadas los desdenes, los bufidos, las arremetidas contra Cela de tantos escritores a los que uno también admira, sin duda con más consenso, acaso con más deliberación, hasta puede que con más fundamento. -¿Y con más convicción? -No, con más convicción no. Sostener cosas como que Cela es, sin lugar a dudas, uno de los grandes escritores del siglo XX, o aplaudir que se le concediera un merecidísimo premio Nobel ha producido, en siempre ocasionales conversaciones literarias, el pasmo de no pocos de mis interlocutores, que enseguida han cambiado de tema, convencidos de que había sucumbido a un arrebato de esnobismo o que me animaba el espíritu de la provocación. Y qué podía yo hacerle. Ni siquiera mis propias manifestaciones públicas avalaban esa querencia. Dedicándome al reseñismo crítico, me correspondió ocuparme de Cela en varias ocasiones, y en casi ninguna pude ejercer otra cosa que una reticente indulgencia. Fue con motivo de reseñar Memorias, entendimientos y voluntades (1993) -un desganado libro de recuerdos, continuador de La rosa (1959)- y luego La cruz de San Andrés (1994), la novela con la que Cela obtuvo, a toda prisa, el premio Planeta. Mucho después, en 2001, me correspondió meter la cuchara en el penoso y demencial asunto del plagio por el que fue denunciado Cela a causa de esa novela. Y, por si fuera poco, semanas después de su muerte, hube de reseñar el infame libro que Francisco Umbral dedicó a su venerado maestro: Cela: un cadáver exquisito (2002). Por esas fechas me pidieron que escribiera un perfil de él. Llamé entonces la atención sobre el hecho de que, al filo del cambio de milenio -Cela aún vivo y recién publicada Madera de boj, su última obra maestra-, la inmensa mayoría de los españoles -los mismos que compraban rutinariamente sus libros para regalarlos o para almacenarlos, sin apenas abrirlos, en los anaqueles de sus casas- lo conocían ya de la escuela, donde seguramente les impusieron la lectura de La familia de Pascual Duarte (1942) o Viaje a la Alcarria (1948). Así sigue siendo entre lectores que cuentan ahora más de sesenta, setenta años. Cela parecía haber estado siempre ahí, como el retrato de la reina en la Inglaterra isabelina o el de Francisco José en el viejo imperio austrohúngaro. Como los crucifijos y los retratos de Franco y José Antonio en las aulas de la postguerra. Siempre ahí. Y no como una figura remota o venerablemente recogida, sino infestando los medios con todo tipo de apariciones, ocupando las páginas de la prensa del corazón, dando entrevistas en los magazines televisivos, algunas tan sonadas como esa de Mercedes Milá, en 1982, en la que se jactaba de poder absorber hasta litro y medio de agua por vía rectal, de una sola succión. Eso sí, el agua debía estar templada. Cómo podía convencer yo a mis aprensivos interlocutores de que ese “tentetieso de barraca de feria”, de que esa encarnación de lo más soez, brutal, escatológico y machista de la España carpetovetónica era, al mismo tiempo, un escritor asombroso y audacísimo, dueño de un proyecto narrativo desarrollado a lo largo de seis décadas con una constancia, un rigor, una exigencia sin casi parangón en la tradición española. A pulso se ganó Cela ser ignorado, cuando no execrado, por tantos de sus contemporáneos. Como dice Sándor Márai en sus memorias, “los que avanzan juntos en el tiempo en una misma dirección, de alguna manera nunca se conocen: un contemporáneo no tiene rostro histórico”. Lo malo es que Cela sí lo tenía, un rostro de caballo desabrido que se prodigaba por doquier, ávido de reconocimientos, desinhibido, socarrón, muy dado a escandalizar con boutades proferidas con lacónica e intimidante contundencia, la voz profunda, severa. Pero dejemos de lado al figurón y centrémonos de una vez en los alcances de una obra que en absoluto ensombrecen los claroscuros de su autor. Apenas catorce novelas de mediana extensión en sesenta años: el dato es elocuente de la parsimonia, de la seriedad, de la fruición y la paciente tejeduría con que Cela, tan prolífico en otros terrenos, enfrentó el arte novelístico, sobre todo a partir de La colmena (1951), novela decisiva para los derroteros de la narrativa española. Este título inicia una prodigiosa secuencia que se prolonga con San Camilo, 1936 (1969), Mazurca para dos muertos (1983) y Cristo versus Arizona (1988), y a la que sirve de colofón Madera de boj (1999). En una especie de vía muerta quedaría Oficio de tinieblas, 5 (1973). Y, aparte el inaugural Pascual Duarte, seis novelas más que ni cuestionan ni acrecientan la reputación de Cela, dueño entretanto de un estilo peculiarísimo, increíblemente abigarrado y dúctil, transido de humor, de vulgaridad, de sexo, de violencia, de disparate, por encima de todo lo cual destellan relámpagos de intenso, desconcertante lirismo. Una prosa de naturaleza colmenar, extraordinariamente afinada para la captación de los registros del habla, que encubre una amplísima cultura y un gran refinamiento, y en la que se disuelven todas las categorías de la novela tradicional: narrador, argumento, personajes... Como sugerí en su día, el correlato plástico de una escritura así serían las abarrotadas escenas populares de Brueghel el Viejo, minuciosas y sensuales, en las que, distrayendo la anécdota principal, centenares de personajes reclaman para sí la atención del espectador. Sólo un complicado y sutil entramado, casi inapreciable de lejos, permite a Cela atrapar con maestría creciente, como en una tela de araña, la concurrida fauna de sus criaturas, organizándolas en su muy particular visión de la condición humana, a un tiempo cordial y fatalista. Pues, como él mismo dijo, “hay una ley de la nostalgia geométrica, la verdad es que no es demasiado conocida, que gobierna el caos; su clave es muy difícil pero existe, ¡vaya si existe!”. Y Cela poseía esa clave, vaya si la poseía. Se me ocurren pocos paralelos de una operación tan laboriosa y delicada como la que acomete Cela en sus novelas. Sin nada que ver con él, pienso en el cubismo lírico de Antonio Lobo Antunes, en los impasibles inventarios de David Markson, en algunas telas de Jackson Pollock. Referencias que apuntan a sugerir que, lejos de lo que tantos piensan, la narrativa de Cela se sitúa en un frente de experimentalismo y de vanguardia en el que muy pocos han perseverado como él ni han llegado tan lejos. Una perspectiva ésta que, por cierto, obliga a reconsiderar a fondo el fosilizado relato acerca de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX. En el marco de ésta, el muy conspicuo Cela -un escritor muchísimo menos accesible que, por ejemplo, Miguel Delibes- genera un campo de influencias y de tensiones muy difícil de dibujar, cuyo polo antagónico probablemente sea Juan Benet, con quien coincide, significativamente, en su determinación de abordar el asunto de la Guerra Civil, cuyo tratamiento por parte de uno y otro desvelaría, confrontados en profundidad, aleccionadoras afinidades. Como sea, de la complejidad y del magnetismo de ese campo de tensiones a que aludo sería testimonio elocuente la atracción que Cela ha ejercido entre algunos “raros” de la literatura española, y el ascendente que ha venido ganando entre los novelistas de las últimas generaciones, de todas las tendencias. En estas páginas se han reunido para homenajear a Cela cuatro autores de calibre -tres españoles y un chileno- que no comparten otro rasgo que el de estar libres como pocos de toda sospecha de tradicionalismo y de espíritu garbancero. Tanto más contundente es el efecto de sus respectivos testimonios, que demuestran el alcance de un magisterio tan amplio como difuso y, por eso mismo, más que probablemente duradero.