Monika Zgustova.
En su última novela, Las rosas de Stalin, Monika Zgustova sigue los pasos de Svetlana Allilúyeva, la única hija de Stalin, que, en determinado momento de su vida, harta del control y la falta de libertad, se exilió a Estados Unidos y se convirtió en un símbolo del triunfo del capitalismo frente al comunismo en la época más dura de la Guerra Fría.
Svetlana perdió a su madre a los seis años, lidió con su padre, para quien nunca fue más que una niña torpe, hasta los 27, y cuando se enamoró, hizo pedazos la vida de sus amantes. A los 16, se enamoró de un cineasta judío y su padre lo envió a un gulag. A los 34, tuvo serios problemas para que la dejaran salir de Moscú cuando su cuarto marido, un intelectual hindú, enfermó y decidió que prefería morir en la India. Pese a todo, fue ella quien llevó sus cenizas al Ganges, y una vez en la India, pidió asilo político a través de la embajada de Estados Unidos. Lo consiguió gracias al manuscrito que había llevado oculto en un maletín, el de sus memorias. Instalarse en Estados Unidos la convirtió en una "traidora" a ojos de sus compatriotas, y en un símbolo de la victoria del capitalismo, una victoria, por lo tanto, sistémica, a ojos de los estadounidenses. No hay que olvidar que cuando Svetlana llegó a Nueva York era 1967. La Guerra Fría atravesaba uno de sus momentos más delicados. "Recuerdo que vivíamos como algo muy real el que pudiese estallar una bomba atómica en cualquier momento. El riesgo de que hubiera una guerra entre ambas potencias era muy alto", dice Zgustova. De todo ello habla, en profundidad, en Las rosas de Stalin (Galaxia Gutenberg), la novela que sigue los pasos de Svetlana Allilúyeva desde que en 1963 conoció en un balneario al que sería su cuarto marido, Brayesh Singh.
Pregunta.- ¿Cuándo empezó a interesarse por la figura de Svetlana Allilúyeva?
Respuesta.- Estaba en Nueva York, a punto de coger un vuelo hacia algún lugar, y recuerdo que vi a un librero de viejo en la calle, y me acerqué a echar un vistazo pensando en lo maravilloso que sería encontrar un libro estupendo para el viaje. Y me topé con los dos volúmenes de memorias de Svetlana Allilúyeva. ¡No tenía ni idea de que había escrito sus memorias! Los compré y me pasé el viaje leyendo. Toda la noche despierta. Y una vez llegué a mi destino, pasé otra noche en vela acabando de leerlos. Al poco, sentí una necesidad imperiosa de releerlos. Lo que encontré en ellos, además de la fuerza del personaje, fue cierto paralelismo con la historia de mis padres y su exilio. Mis padres hicieron el mismo viaje que ella. Nosotros, todos, porque mis padres viajaron con nosotros, sus hijos. Pasamos por Nueva Delhi, como ella. Fue un placer leer la historia de alguien que había tomado la misma decisión que tomaron mis padres, que fue una decisión muy dura. Pero nos benefició. Praga hoy en día es una ciudad muy bonita, pero también es una ciudad muy provinciana. Yo me siento muy a gusto viviendo en la Europa Occidental. Como Svetlana, me siento muy occidental.
P.- Svetlana tuvo que abandonar a sus hijos cuando se fue y cuando regresó, 18 años después, su hija no quiso saber de ella.
R.- Sí, cuando volvió, el país ya no le decía nada. No sentía nada por Rusia. Su hija se negaba a hablar con ella, y su hijo estaba muy cambiado. Todo el mundo había cambiado mucho. Y ella también, por supuesto. Ya era una mujer absolutamente occidental, así que tuvo que volver a Occidente. Cuando leyó la novela, mi hermano dijo que puede que el libro sea una novela sobre la hija de Stalin, pero también hay mucho de mí. Lo que ella siente es algo que yo he sentido también. La novela es, en cierto sentido, una declaración de amor a Occidente.
P.- Y la historia de una mujer que fue utilizada por unos y otros.
R.- Exacto. Era un símbolo, y unos y otros la utilizaron. Los americanos la veían como la prueba de que el capitalismo era un sistema superior, ¡si hasta la hija de Stalin lo prefería! Y en la Unión Soviética se la vio como una traidora. Ella lo único que ansiaba era la libertad. Durante mucho tiempo había sido una especie de joya que alguien atesora en una cajita, y a la que le dicen exactamente qué debe decir y cuándo. Ella no sabía lo que era la libertad, pero quería ser libre. Era una gran rebelde, una gran insumisa.
P.- ¿Por qué su novela arranca en 1963 en concreto?
R.- Porque fue cuando conoció a Brayesh Singh, su cuarto marido, un intelectual hindú de izquierdas. Era la clase de hombre con el que había estado soñando todo el tiempo sin saberlo. Había llevado la clase de vida que a ella le hubiera gustado llevar. Había viajado por medio mundo. Y era un hombre muy abierto. Fue él quien abrió puertas y ventanas en su vida y quien la animó a seguir su propio camino. A su muerte, Svetlana reclamó el asilo político en Estados Unidos, asilo que le fue concedido. No dudó ni un instante en irse, aunque nunca se entendió su decisión de dejar atrás a sus hijos. También hay que entender que ella no veía nada malo en eso, su propia madre la había abandonado.
P.- Sí, en un momento determinado de la novela se apunta la idea de que, puesto que su madre se suicidó cuando ella sólo tenía seis años, Svetlana sintió que la había abandonado, y durante toda su vida estuvo buscando una figura materna.
R.- Exactamente. Svetlana nunca se sintió querida del todo. Se sintió traicionada por su madre, y asfixiada por su padre, que empezó a controlar su vida cuando tenía diez años, y a ponerle todo tipo de obstáculos. Quizá por eso acabó en una secta, en Arizona. Buscaba una figura materna.
P.- ¿Acabó en una secta?
R.- Sí. Lo curioso de lo que ocurrió cuando llegó a Estados Unidos es que nunca pasó más de dos años en el mismo lugar. Era como si estuviera huyendo de algo. Puede que de la figura de su padre, que la perseguía allá donde iba. En Estados Unidos descubrió que la libertad también tiene sus cosas negativas. Por ejemplo, la prensa puede publicar cosas que no son ciertas, y tienes que aguantarte. Así que lo que pasó fue que, una vez consiguió la libertad, quiso ponerle ciertas barreras. Y ahí que acabara en una secta. Ella sabía dónde se metía, pero en el fondo, deseaba algún tipo de control. Era una mujer tremendamente contradictoria.
P.- ¿Qué imagen se tiene de ella hoy en Rusia?
R.- Entre los intelectuales se la respeta. Se la considera una mujer inteligente que se rebeló contra su triste destino. Pero para la gente de la calle sigue siendo una traidora, porque para la gente de la calle Stalin fue un gran estadista, no un dictador sanguinario. En aquella época, en la época en que se publicaron sus memorias (Veinte cartas a un amigo), en la Unión Soviética se lanzó una campaña horrible contra ella. Básicamente, calumnias y tergiversaciones de los hechos. Se la tildaba de loca. Se llegó incluso a reescribir sus memorias, completamente manipuladas, y se enviaron a editoriales occidentales, que las publicaron. Llegaron incluso a la prensa. Pero no consiguieron acallar su verdadera voz.
@laura_fernandez