Winston Churchill. Foto: Popperfoto
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Johnson, quien probablemente no se considere carente de algunas de las virtudes de su personaje (que fue él mismo un buen historiador y un excelente narrador) aúna un gran conocimiento histórico, una notable capacidad de análisis y un estilo brillante, muy personal y divertido, que sin embargo puede alcanzar tonos épicos cuando es necesario. La escena en que el joven Winston, que a los veinticinco años es ya un veterano corresponsal de guerra, un escritor de éxito y un político con mucho futuro, sentado junto a su amada en un templete neoclásico de la fastuosa mansión familiar de Blenheim, alarga la conversación sin llegar a declarársele, es un ejemplo de la vena cómica del libro. En un momento, ella fijó sus ojos en un escarabajo y, según contaría luego, pensó que si el lento insecto llegaba a alcanzar una rendija, Winston no se declararía. Más de uno habría apostado por el escarabajo, observa Boris Johnson, pero Winston se declaró y juntos fueron felices durante décadas, sin que la historia haya esclarecido si hubo alguna infidelidad episódica.
Vayamos a la épica, al momento culminante de la vida de Churchill con el que comienza el libro. Estamos en mayo de 1940, Francia acaba de ser derrotada por los ejércitos de Hitler, ha llegado a Londres una propuesta de mediación italiana y prominentes ministros conservadores son partidarios de aceptarla. Churchill convoca entonces al gobierno en pleno, un gobierno de unidad nacional, y pronuncia un discurso digno de Shakespeare, "una llamada primigenia y tribal" en palabras de Johnson, que concluye así: "Si la larga historia de esta isla ha de terminar un día, que sea cuando cada uno de nosotros yazga en el suelo atragantado con su propia sangre". Los ministros le vitorean emocionados, el debate ha concluido y Gran Bretaña continuará sola la guerra contra la Alemania nazi. Es un momento épico pero no sólo, es un momento crucial en la historia contemporánea, en el que el hombre adecuado en la posición adecuada cambia el destino de la humanidad: el factor Churchill.
¿Exagera Boris Johnson? En mi opinión no. Gran Bretaña podría haber negociado con Hitler, cediéndole el control del continente europeo a cambio de conservar sus territorios, reducida al status de una vieja potencia desprestigiada que sería incapaz de conservar su imperio y en la que quizá los admiradores del nazismo habrían cobrado influencia como en la Francia de Vichy. Bastantes políticos conservadores estaban dispuestos a abandonar la lucha y no es fácil imaginar a otro líder que hubiera podido galvanizar la resistencia británica en esos meses decisivos. Y sin resistencia británica habría sido inimaginable la intervención de los Estados Unidos en un continente europeo que se habrían disputado Hitler y Stalin. Habría comenzado una larga noche de barbarie que nadie sabe cuántas generaciones de europeos habrían tenido que soportar. Una "Unión Europea nazi", como escribe Johnson con un toque de sarcasmo euroescéptico.
Churchill contaba sesenta y cinco años cuando se convirtió en primer ministro de un país en guerra y durante los cinco años siguientes desempeñó una actividad incansable que resultó crucial para el resultado de la contienda. Pronto se vio que los recursos de Gran Bretaña sólo podían consentirle un papel secundario, que la guerra la iban a ganar Estados Unidos y la Unión Soviética, pero él fue, por derecho propio, uno de los tres grandes, junto a Roosevelt y Stalin. Su gran hazaña fue la de dirigir la resistencia británica en los meses cruciales que trascurrieron desde la derrota de Francia hasta que Alemania atacó a la Unión Soviética y Japón atacó a Estados Unidos. Y en esos meses realizó un gran esfuerzo de seducción para lograr que los Estados Unidos, que estaban dispuestos a permanecer en un feliz aislamiento mientras Hitler consolidaba su dominio sobre Europa, se avinieran a apoyar a los británicos con sus inmensos recursos económicos.
Su encanto personal y sus dotes de persuasión fueron cruciales para la gradual implicación de los Estados Unidos en el apoyo a los británicos, a quienes por entonces muchos norteamericanos consideraban, en palabras de Johnson, "una pandilla de imperialistas arrogantes, que habían quemado la Casa Blanca en 1814 y que poseían un especial talento para conseguir que otros lucharan por ellos". De hecho, la ley de Préstamo y Arriendo, que permitió a los británicos financiar su esfuerzo bélico, fue aprobada en el Senado de los Estados Unidos con 165 votos en contra. Unos meses después Churchill fue vitoreado por los congresistas cuando pronunció un brillante discurso ante una sesión de ambas cámaras, pero para entonces los japoneses ya habían atacado Pearl Harbour.
Cuando la guerra terminaba, los electores británicos prefirieron a los laboristas y le mandaron a casa. En palabras de Johnson, fue un triunfo de la democracia: sus conciudadanos le admiraban, pero optaron por el programa laborista y la voluntad de la gente es lo decisivo en la democracia. Los laboristas ofrecían un Estado del bienestar avanzado a un pueblo que había sufrido muchas privaciones en los años de guerra. Churchill les había conducido a la victoria sobre la peor tiranía de la historia, pero para el futuro sólo ofrecía su desconfianza hacia todo lo que oliera a socialismo. Tras la aplastante derrota electoral podría haberse retirado de la política, pero no iba con su carácter. Una vez más, como había ocurrido con su temprana percepción de la ineluctable amenaza hitlerana, fue de los primeros en advertir el peligro que suponía la sumisión de media Europa a la tiranía de Stalin. En marzo de 1946, meses después de concluida la guerra, denunció el nuevo peligro en su discurso de Fulton, en el que empleó una imagen que se haría célebre: la del telón de acero que había partido Europa en dos.
En nuestros días, cuando los herederos de Churchill parecen encaminar al Reino Unido hacia la salida de la Unión Europea, cabe preguntarse qué habría pensado el gran líder británico acerca de ello. Johnson expone en el libro lo que de hecho Churchill opinó cuando la integración europea daba sus primeros pasos. Puede resumirse en que la Europa continental debía avanzar hacia una federación y que Gran Bretaña debía asociarse a ella, sin convertirse en un miembro ordinario de la misma. Quizá tuviera razón y es posible que una salida del Reino Unido diera su oportunidad a una Europa federal.