Rafael Morales

No soy hábil a la hora de situar recuerdos en el tiempo, pero sé que conocí al poeta Rafael Morales el 27 de marzo de 1978. Aquel día, en la sala de su domicilio, me dedicó un ejemplar de La rueda y el viento. Junto a la firma figura la fecha. ¿Qué hacía yo con mi melena y mis diecinueve años en Madrid, llamando al timbre del portal de Rafael Morales?



No sé ahora, pero entonces resultaba bastante fácil viajar a dedo. Sin apenas equipaje, salí por la mañana de mi casa, en un arrabal de San Sebastián; me coloqué en el borde de la carretera; por la tarde ya estaba en Madrid. Llevaba conmigo tres direcciones postales de poetas más o menos consagrados. A ninguno de ellos lo conocía personalmente. Supongo que cumplía el viejo rito del escritor español periférico que acude a Madrid en busca de contactos.



Pasé la noche en una pensión, detrás de la plaza Mayor, donde compartí cuarto con un desconocido. Llegó a las tantas, me hice el dormido. Madrugué. Allí se quedó, fuera quien fuese. Y sin pérdida de tiempo y con el estómago vacío me dirigí a la primera de las tres casas de poetas que yo me había propuesto visitar, se entiende que sin anuncio previo. En la primera, el buzón atestado de correspondencia y prospectos delataba la ausencia del poeta. El segundo, en un barrio de las afueras, no me abrió. Es probable que tampoco se hallara en casa. El tercero, ya por la tarde, sí me recibió. Era Rafael Morales, de quien yo conocía algún que otro soneto de sus Poemas del toro (1943), impreso en los libros escolares de mi infancia.



Recuerdo su rápida hospitalidad. El queso y el jamón que me sirvió fueron para mí a un tiempo el desayuno y almuerzo que no había tenido y la cena adelantada. Él no me conocía. Me vio, eso sí, no mal versado en la poesía de Vicente Aleixandre, a quien él llamaba, con una ostensible vibración de afecto, simplemente Vicente. Quizá esa fuera aquella tarde mi carta de presentación.



Luego he sabido que fue muy amigo de Miguel Hernández, cuyos tonos a veces grandilocuentes, sobre todo en los sonetos (y Morales fue, como tantos poetas de posguerra, un consumado sonetista), asumió. Sólo que Morales vivió lo suficiente para completar un amplio ciclo poético, lo que le permitió poner en práctica una fórmula fructífera en la combinación de las nobles formas métricas, de antigua raigambre, y los asuntos humildes y cotidianos. Esta parte de su obra es, a mi juicio, la que mejor ha resistido el paso despiadado de los años. Y sonetos como el dedicado al cubo de la basura o a su chaqueta triste que seguirá en el colgador, vacía de su dueño cuando este haya muerto, merecen perdurar en la memoria colectiva, al menos mientras persista entre los ciudadanos el gusto por la actividad cultural.



Me dijo aquel día una cosa con la que íntimamente disentí. Por razones que no especificó, Morales llevaba una larga temporada sin escribir versos. Añadió que tal cosa no le importaba por cuanto él "se sabía poeta". Pensé entonces (diecinueve años) que uno es lo que es cuando ejerce de lo que es; por tanto, que uno es poeta cuando está inclinado sobre el poema o, en todo caso, cuando se afana en los preparativos del poema, traduce o estudia poesía o, en fin, anda entretenido en el trajín poético.



Hoy creo que Rafael Morales tenía razón, que la poesía tiene la facultad de operar una transformación personal en los hombres que la frecuentan. Hay, pues, una manera digamos poética (o espiritual, según la fórmula de Luis Cernuda) de estar en la existencia, de observar la realidad y relacionarnos con nuestros semejantes. Si a quien tiene un trato estrecho con los libros de poemas, bien como escritor, bien como lector, no le quedara al final de su esfuerzo un poso que confiriese cierta calidad a su persona, entonces la poesía apenas representaría una actividad epidérmica, algo así como rellenar crucigramas, ocupación tan honorable como inocua que distrae al hombre sin dejarle huella ni mejorarlo.



Nunca más volví a encontrarme con Rafael Morales y bien que lo siento. Durante un tiempo, él continuó obsequiándome con su generosidad desde la distancia. Al revés que otros poetas de su época, su obra completa es de fácil acceso. Hay una edición estupenda en la colección Letras Hispánicas de Cátedra. Rafael Morales murió un 29 de junio de hace diez años. Inducido por el número redondo, escribo este recuerdo que es una manera de dar las gracias al poeta por sus excelentes poemas, por su gran corazón.



@FernandoArambur