En el primer capítulo de esta prometedora ópera prima de María Belmonte —el que dedica al arqueólogo e historiador del arte alemán Johann Winckelmann— la autora relata un bonito episodio con un profesor de Historia del arte pequeño y frágil —pero particularmente apasionado— al que vio describir casi en “estado de trance” durante una hora la composición del muslo (en el que estaban superpuestas innumerables capas de pintura) de la Dánae de Tiziano.
“Desde entonces, -asegura Belmonte- no he vuelto a mirar un muslo de la misma manera”. La belleza del mundo grecolatino ha sido para muchas personas —algunas de ellas muy célebres como las recogidas en este libro— el encuentro con una realidad parecida a la de la autora con ese muslo de Dánae: algo que hasta cierto punto supuso el fin de la ingenuidad y también el comienzo de la fascinación, el fin de la infancia y el comienzo de la conciencia y la madurez.
A partir del siglo XVIII se estableció la tradición del Gran Tour por Italia y por Grecia. La cuna de la civilización europea pasó a ser el viaje iniciático obligado de todos los aristócratas jóvenes y sobre todo para todos los “cachorros de artista”. No es extraño que la autora haya elegido precisamente a Winckelmann para comenzar su galería de hombres ilustres fascinados por Grecia e Italia. El propio Winckelmann quiso que en su tumba se pusiera, como año de nacimiento, no la fecha de su nacimiento biológico sino el año en el que puso por primera vez un pie en Roma.
En esa nómina de apasionados por Italia Belmonte recoge también las vidas del lúbrico fotógrafo Wilhelm von Gloeden, del novelista y médico Axel Munthe, del pornófilo y enfermizo D.H.Lawrence, y el novelista, escritor de diarios y libros de viajes Norman Lewis, que presenció en primera persona la liberación de Nápoles por las tropas aliadas y que aseguraba ser la única persona capaz de entrar en una habitación llena de gente sin que nadie se percatara de su presencia.
La elección de la nómina ya da una idea aproximada de cuál es la perspectiva de Belmonte a la hora de presentar sus breves biografías: personajes célebres pero —salvo excepciones— que o bien se mantuvieron en una segunda fila, casi siempre eruditos y “raros” entre sus propios contemporáneos, o bien acabaron teniendo una celebridad que no ha resistido el paso de los años (como en el caso de Munthe o von Gloeden). Las vidas redactadas por Belmonte tienen casi siempre algo de ese “estado de trance” con el que su profesor relataba la pintura del muslo de la Dánae Tiziano: están llenas de apasionamiento, de un romanticismo no sé si siempre realista, pero desde luego sí contagioso a pesar de que en no pocas ocasiones la autora se deje llevar más de la cuenta por el sencillo chisme, interesante sólo porque el protagonista fue alguien ilustre.
En la sección griega los nombres son estrictamente literarios y a diferencia de la sección italiana pertenecen todos al siglo XX: Henry Miller, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews y Lawrence Durrell, todos —menos en el caso de Andrews— de sobras conocidos por cualquier lector. Las más reseñables son la biografía de Durrell y la de Leigh Fermor en las que la propia autora está sensiblemente más presente como protagonista. La deficiencias del libro de Belmonte: ese exceso de “chisme” erudito (y la inexplicable ausencia de mujeres en todo el libro) queda perfectamente compensado por una cualidad mucho más extraordinaria y difícil de encontrar: un apasionamiento legítimo y la seguridad de años de lecturas voraces.
Peregrinos de la belleza se podría definir, más que como una suma concatenada de biografías, como una minuciosa descripción de un paisaje eterno por el que transcurren de una manera accidentada, romántica y muchas veces trágica la vida de unos hombres cuyo encuentro con ese paisaje condicionó -cuando no provocó directamente- su condición de artistas.