La casona de los Baroja en Vera de Bidasoa, ahora Bera a secas, está maravillosa en esos días de otoño extraño a finales de octubre. Entra el sol y el viento sur por toda la balconada de Itzea. Relucen los magnolios y el verde del jardín, donde pastan dos caballitos enanos. Brillan los suelos, las mesas, los bargueños... Los cuadros y los libros, unos cuarenta mil, viven allí en la gloria, o eso parece. Pío Caro Baroja está sentado frente a la lumbre, en la gran chimenea del comedor de Itzea, donde ha pasado tantas horas escuchando historias familiares. Tantas, que a ese rincón oscuro y cálido le llama su universidad. “Todo lo que sé lo aprendí aquí, escuchando a mis tíos Pio y Ricardo y sus amigos, a mi hermano Julio... Eran tiempos maravillosos”. Ahora es él quien recuerda las historias familiares, especialmente las de Julio, al que hemos hecho protagonista de nuestra conversación, y va saltando Pío de un recuerdo a otro, de lo sentimental a lo cotidiano, de lo serio a lo anecdótico. Un ejemplo: “A Julio le encantaba el champán. Solía comprarse una botellita, atravesaba el Retiro con ella bajo el brazo y se la bebía por la noche, y eso que era diabético. Pero es que el champán le volvía loco. A veces, para disimular, ponía la botella vacía en el balde de basura de su vecina, que era Beatriz de Orleans. También le encantaban los dulces, y su corte de aduladoras de aquí, del norte, le venía a buscar para llevarle a comer y meredar en los mejores sitios del País Vasco. Sí, Isabelita le venía mucho a buscar. Isabelita Irazusta, que fue medio novia de Miguel Pérez Ferrero y que se portó con él maravillosamente. Y es que, al final de su vida, tenía mucho éxito con las señoras, no creas, mucho más que de joven”, remata pícaro Pío. En los años setenta -comenta ahora, mirando a su alrededor- Julio le dió un empujón enorme a la casa, arregló el tejado y todos los balcones de roble, trajo muebles, organizó la biblioteca, hizo el desván... se ocupó mucho de la casa, porque la vivió mucho. Pasó aquí la guerra civil (no se alistó por estrecho de pecho) y durante esos años no salió de casa y lo leyó todo. Y escribió muchísimo. Aquí era feliz. Aquí pasó los últimos meses de su vida, aquí está enterrado”. El diario de cuatro mil páginas Todos los mundos reales e imaginados de Julio Caro Baroja están aquí, sí, ahora en perfecto estado de revista. Pero lo mejor está arriba, en el desván, entre ese bosque de vigas. Caro lo guardaba todo, lo importante y el papelito de la última factura. Así que, junto a los miles de libros dispuestos sobre la viguería que hace de contrapeso del alero de la casa, conviven multitud de cosas: un enorme nacimiento poblado de casitas con tejados de cartón ondulado que delatan su afición al champán; su biblioteca de brujería con alguna diabla danzando por ahí; la soberbia colección de viajeros románticos por España; el violonchelo de su abuelo Serafín, sus colecciones de revistas vascas de siglos pasados, centenares de dibujos suyos, cuadros de su tío Ricardo y otros pintores... ...Y un par de grandes armarios provenzales repletos de manuscritos, la joya de la corona para estudiosos de su obra ingente. En uno de ellos, las 73 carpetas fechadas en orden cronológico que contienen sus memorias. Un diario de más de cuatro mil páginas inéditas escritas a mano, como siempre, que el 23 de junio de 1976 decidió empezar a escribir: “He pensado en escribir un diario”, leemos en la primera línea de ese día. Escribió todos los días hasta 1993, dos años antes de su muerte, y las carpetas nunca han salido de ese armario. Hoy ven la luz por vez primera en estas páginas dos días en la vida de Julio Caro: el aniversario de su tío Pio Baroja y el día de su 62 cumpleaños, un día propicio para recapitular y ajustar cuentas. Porque en su diario es combativo. Está poblado de nombres propios y ya sabemos lo poco dado que era a los cumplidos. “Julio era un hombre muy muy trabajador. Solitario también, sí. Hasta huraño, a veces. Y de pocas palabras. Y rebelde y libre hasta más no poder. No sabía decir que no, así que la casa estaba siempre invadida de curiosos”, dice hoy Pío con emoción. Agnóstico, solitario, escéptico Julio Caro Baroja dejó escrito que cuando llegó su familia a Vera, en 1912, “hubo un poco de revuelo. Los curas y las monjas de alli sabían que mi tío Pío era un escritor anticlerical. En el libro del padre Ladrón de Guevara, de gran influencia entonces, le calificaban de ‘impío y deshonesto'. Y causó estupor entre entre las señoritas de allí, que luego fueron amigas de mi madre”. ¿Cómo era Julio en este aspecto? “Pues nunca ejerció el anticlericarismo de sus tíos y su abuelo Serafín, que es el que compró la casa de Vera en 1912, porque era de carácter complaciente. Pero era agnóstico, sí. Y lo primero que hizo cuando estaba muriendo nuestro tío Pío fue protegerle de los curas y hacer de pantalla para que no le dieran la comunión y esas cosas. ‘Miren ustedes, este hombre nunca ha creído en nada y no vamos a hacer ahora una pantomima', y sí, lo comprendieron. Le enterramos en el cementerio civil de Madrid, fue el primer entierro de la posguerra”, recuerda Pío con nitidez y claro orgullo. ¿Y cuando murió Julio? “Cuando murió Julio aquí, en casa, en pleno verano, (el 18 de agosto del 95) se me planteó la papeleta de qué hacer, y entre todos acordamos que era mejor resolverlo aquí, no llevarlo a Madrid. Así que llegó un cura, hizo la pantomima y lo enterramos en el cementerio de aquí al lado”. Fue a raíz de una caída en su finca de Churriana, en Málaga, un día de verano de 1994, cuando Pío comprendió que su hermano no iba a recuperarse nunca y decidió llevárselo a Itzea. “Los últimos once meses de su vida los pasamos aquí los dos, él con la cabeza ya perdida y yo paseándole por la casa en su butaca con ruedas, para que reconociera su biblioteca, sus cosas, la linea de montes que nos separa de Francia que vemos desde la ventana... Fue el invierno más benigno de nuestra vida”. Ha dicho Pío que Julio era de carácter complaciente, pero quiere matizarlo. “Sí, porque a la vez tenía mucho carácter. Un carácter a veces terrible, hasta violento podía llegar a ser con las cosas y las ideas que consideraba fundamentales”. Las cosas que consideraba fundamentales tenían que ver casi siempre con la política y la universidad, dos lugares por los que pasó de puntillas y que le hicieron muy infeliz. Porque a finales de los años setenta, Caro Baroja creyó que el PNV, después de tantos años de ostracismo debía participar de la vida pública del País Vasco. Así lo expresó públicamente, y lo escribió. “Pero muy pronto se arrepintió. Le hicieron consejero de Euskaltelebista y duró en el puesto una semana. Porque era lo más vasco y lo más español que puedes imaginar. Y nada obediente, por cierto”. La cantinela de que había que marcharse de España. Siempre hizo lo que quiso, eso está claro. “En eso era como los tios Pío y Ricardo”, añade su hermano. “Aunque Julio era mucho más parecido a Pío, en su forma de pensar y de vivir, receloso como él. Ricardo en cambio era un hombre mundano, un triunfador, amigo de Valle-Inclán (Pío no se llevaba bien con Valle), elegante y disfrutador de la vida. Le hablaba a Julio de sus amores y a Julio no le gustaba: ‘Tu lo que tienes que hacer es casarte', y a Julio le ponía frenético. Era un hombre arrollador. Nada que ver con Pío, que era más cariñoso y entrañable con nosotros”. Hay que irse de España, este es un país en el que no hay nada que hacer, es un país aburrido. Con esta cantinela han vivido y crecido Pío y Julio Caro Baroja. Han vivido y crecido también con penurias económicas y, pese a ello, su madre, Carmen Baroja, autora de Recuerdos de una mujer de la generación del 98, “un libro tristísimo” para sus hijos, “ luchó para que nos didicáramos en la vida a lo que realmente nos gustara. ‘Nada de hacer oposiciones, escribid, investigad'”. Y así lo hizo el gran Julio Caro Baroja, un hombre necesario, como lo definió Félix Maraña, en un país tal vez demasiado fogoso para él, que nunca sido, como me dijo en una ocasión, “lo que se dice un hombre inflamable”.