Adolfo Bioy Casares
A Bioy Casares no le hizo falta crecer entre cosmódromos y laboratorios de alta tecnología para soñar a la altura de los visionarios del Norte. Supo dar personalidad propia a una narrativa que ha salido airosa del cotejo con sus referentes.
No en vano el escritor argentino comenzó su andadura al abrigo de los cánones de la ciencia ficción. La Invención de Morel (1940), su primer novela, recreó con originalidad un modelo puesto en circulación por Wells en La Isla del Dr. Moreau: la isla que acoge temerarios experimentos científicos; un modelo visible además en Plan de Evasión (1945), emplazada en un presidio cercado por el Caribe. Ambientadas en islas remotas y solitarias y con personajes cuyos nombres evocan la literatura europea (Morel, Faustine, Stoever, Castel, Nevers...), la primera prefigura la realidad virtual y la segunda describe una revolución sensorial por medios quirúrgicos. Ambas fantasías se despliegan en una tierra de nadie de la ensoñación, distante de las metrópolis de Europa y del continente americano desde donde escribía su autor. La singularidad espacial delata la vacilación de Bioy, que aún no se animaba a radicar sus tramas en su entorno más próximo.
Esa frontera la franqueó en sus cuentos posteriores. En La Trama celeste(1948) se sirvió del tópico de los universos paralelos para anclar su creatividad en un ámbito porteño, aunque todavía los nombres de sus héroes, el capitán Morris y el médico Servian, remiten al Viejo Mundo. En lo sucesivo los escenarios y los protagonistas se tornarán más y más rioplatenses. La aclimatación es total en El calamar opta por su tinta (1962), la parodia de la obsesión con los Ovnis localizada en un pueblito de la Pampa. Igual ocurre en Los Afanes (1967) con el inventor de una máquina capaz de preservar el alma de su perro; en la novela Dormir al Sol (1973), donde el Dr. Moreau retorna a través del cirujano Samaniego, viviseccionador de la conciencia; o en Máscaras venecianas (1986), una peripecia de amor y clonación humana. A lo largo de esos textos se va plasmando un verosímil eficaz que vuelve creíbles las aventuras de científicos medio locos y artefactos fabulosos en la cotidianidad de barrios humildes con aroma tanguero.
Pese a su dominio de las convenciones de la ciencia ficción, Bioy rehuyó ese rótulo, prefiriendo el más vago de "fantástico". Subyacía al rechazo una estrategia compartida con su compinche Borges, otro deudor del género fatigado por sus admirados Wells, Stapledon y Bradbury. A los dos les movía un objetivo preciso: fundar una literatura original y sin complejos; de cara a ese propósito el marchamo "fantástico" les otorgaba gran libertad de maniobra. Alcanzarlo entrañaba un doble combate: por un lado con los imitadores de las modas en los cenáculos parisinos; por el otro, contra los nacionalistas que, a la voz de "¡Que imaginen ellos!", renunciaban a fantasear más allá de un horizonte de gauchos y caballos. Con su poética de la sobriedad -solo un prodigio por relato, era su prescripción-, Bioy logró algo que parecía imposible: la apropiación creativa de fórmulas foráneas. El resultado es conocido: la ampliación de los límites de lo decible en lengua española, fuente de ingentes posibilidades expresivas a sus escritores y de deleites a los lectores.
Nacido en la patria del ganado y de las mieses, Bioy -él mismo un miembro de la clase terrateniente- demostró que no hacía falta crecer entre cosmódromos y laboratorios de alta tecnología para soñar a la altura de los visionarios del Norte. Con todo, el contexto argentino no le fue adverso: la incipiente industrialización, la apertura cultural a los imaginarios extranjeros y una industria editorial favorable a los autores autóctonos le aportaron los elementos con los que, sumados a su talento e irreverencia estética, concibió su artilugio más portentoso: una máquina literaria capaz de deslumbrarnos sin pistolas de rayos, naves espaciales y demás tramoya futurista.