Image: Richard Dawkins. Una curiosidad insaciable

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Letras

Richard Dawkins. Una curiosidad insaciable

Tusquets publicará en septiembre, en su colección Tiempo de Memoria, la autobiografía del autor de El gen egoísta. Adelantamos un extracto.

11 agosto, 2014 02:00

Las memorias de Richard Dawkins llegan a España. Nacido en Nairobi, en 1941, Dawkins se remonta en Una curiosidad insaciable (Tusquets) hasta sus años de aprendizaje en África, desde donde regresaba, cada cierto tiempo, a Inglaterra, país que siempre consideró su hogar. Estas memorias reconstruyen el carácter de un niño tímido y apocado. Un niño con problemas de tartamudez, que apenas habla y a quien le cuesta, incluso, aprender a atarse los cordones.

Fue la suya una infancia indisociable del continente africano, que aparece idealizado pese al contexto -tan notable en las colonias- de la Segunda Guerra Mundial. El té, los bollos escoceses, los regalos navideños... la infancia de Dawkins fue normal, nos dice, y se dio en él un interés prematuro por la ciencia y la naturaleza, una avidez por conocer todo cuanto le rodeaba.

El libro repasa luego su desempeño profesional y su militancia como teórico evolutivo en contra de teorías como el creacionismo u otras creencias más o menos religiosas, frente a las que él, ateo convencido, se ha situado siempre. El salto a Europa fue clave para Dawkins, y así lo reconoce, pues le puso en la senda de su futura excelencia científica. En Oxford, en 1959, despertó definitivamente a la ciencia, y en 1976 publicó el que sería su libro más popular: El gen egoísta. Antes había comenzado a estudiar zoología y en ese contexto universitario conoció a algunos de sus mentores. El sistema de tutorías, dice Dawkins en el libro, fue importante en la medida en que le mantenía encendida la llama de esa curiosidad insaciable tan decisiva en su trayectoria científica.

A continuación, ofrecemos un fragmento del capítulo titulado "La tierra del lago" (págs. 57-66)l.


Sin electricidad, nos iluminábamos con lámparas de queroseno. Primero había que calentar la camisa y luego bombear vapor de queroseno, después de lo cual se mantenían confortablemente encendidas por la noche. Durante la mayor parte del tiempo que pasamos en Nyasalandia, tampoco tuvimos retrete, y teníamos que usar una fosa séptica, a veces en una caseta. No obstante, en otros aspectos teníamos grandes lujos. Siempre tuvimos cocinero, jardinero y otros sirvientes (conocidos, lamento decirlo, como "chicos") encabezados por Alí, quien se convirtió en mi compañía constante y en mi amigo. El té se servía en el jardín, en bonitas tazas de plata, igual que la tetera y la jarra de leche, bajo un grácil palio de muselina lastrado con conchas de caracolas cosidas a lo largo de los márgenes. Y teníamos bollos escoceses, que hasta el día de hoy son mi equivalente de la magdalena de Proust.

También pasábamos vacaciones de cubo y pala en las orillas arenosas del lago Nyasa, que es lo bastante grande para parecer un mar, sin tierra visible en el horizonte. Nos alojábamos en un bonito hotel cuyas habitaciones eran chozas con techo de paja. También estuvimos en una casa de campo alquilada en lo alto de la montaña de Zomba. Una anécdota de este viaje demuestra mi falta de sentido crítico (y quizá contradice otra que ya he citado, cuando antes de cumplir dos años desenmascaré a Sam vestido de Papá Noel). Estaba jugando al escondite con un amigable africano, y tras buscarlo en una choza concreta resolví que no estaba allí. Luego volví a mirar en la misma choza y allí estaba, en un sitio donde yo estaba seguro de haber mirado bien antes. Me juró que había estado allí todo el tiempo, pero que se había vuelto invisible. Yo acepté esta explicación como más plausible que la alternativa, ahora obvia, de que estaba mintiendo. No puedo evitar preguntarme si una dieta de cuentos de hadas repletos de encantamientos y milagros, hombres invisibles incluidos, es dañina desde el punto de vista educativo. Pero siempre que planteo esta cuestión me echan a patadas de los sitios por querer interferir en la magia de la infancia. No recuerdo que les contara a mis padres la historia del hombre invisible en la montaña de Zomba, pero no puedo evitar la impresión de que me habría complacido mucho que me hubieran ofrecido una interpretación escéptica del suceso más a lo Hume. ¿Cuál crees que sería un milagro mayor: que un hombre dijera una mentira para divertir a un niño ingenuo, o que en verdad se volviera invisible? Pues ahora, pequeño Richard, ¿qué crees que ocurrió realmente en aquella choza en lo alto de la montaña de Zomba que se erige sobre la llanura?

Otro ejemplo de credulidad infantil: alguien había intentado aliviar mi tristeza por la muerte de alguna mascota diciéndome que los animales, cuando mueren, van a su propio cielo, llamado el Territorio de Caza Feliz. Me lo creí a pies juntillas, sin ni siquiera preguntarme si también había un "cielo" para las presas que cazaban allí. Una vez, ya en Mullion Cove, vi un perro y pregunté de quién era. Entendí equivocadamente que era "el perro de Mrs. Ladner, que ha vuelto". Yo sabía que mi abuela había tenido un perro llamado Saffron, que había muerto mucho antes de que yo naciera. Pues bien, supuse, sin más motivo que una crédula curiosidad demasiado leve para merecer satisfacción, que aquel perro no era otro que Saffron, que había vuelto del Territorio de Caza Feliz para hacernos una visita.

¿Por qué los adultos promueven la credulidad de los niños? ¿Es realmente un error tan descabellado plantearles a los niños que creen en Papá Noel un pequeño y simple juego de preguntas y respuestas que les haga pensar? ¿Cuántas chimeneas tendría que visitar en una noche para dejar juguetes a todos los niños del mundo? ¿Cuán deprisa deberían volar sus renos para completar su tarea antes de que salga el sol? No se trata de decirles que Papá Noel no existe, sino simplemente de fomentar el intachable hábito del cuestionamiento escéptico.

Los regalos navideños y de cumpleaños en tiempo de guerra, a miles de kilómetros de los parientes y de la producción industrial, estaban inevitablemente restringidos, pero mis padres salían del paso a base de ingenio. Mi madre me hizo un magnífico osito de peluche, tan grande como yo. Y mi padre me construyó unos cuantos artilugios ingeniosos, como un camión que escondía una bujía auténtica (incongruente pero deliciosamente fuera de escala) bajo el capó. Yo tendría unos cuatro años, y aquel camión me llenó de orgullo y alegría. Las notas de mis padres indican que yo jugaba a que se "averiaba" cada dos por tres:

Arreglar el pinchazo. Secar el agua del distribuidor. Fijar la batería. Llenar de agua el radiador. Rascar el carburador. Tirar del estárter. Probar el cambio. Fijar las bujías. Poner bien las baterías de repuesto. Echarle aceite al motor. Comprobar que el volante funcione bien. Llenar el depósito. Dejar que el motor se enfríe. Darle la vuelta y echar un vistazo a los bajos. Probar las detonaciones acortando los terminales [esto no lo entiendo]. Cambiar un muelle. Fijar los frenos. Etcétera. Cada operación va acompañada de movimientos y ruidos apropiados, y seguida de un Ger er er er er Ger er er er er del estárter, que puede, o no, arrancar el motor.

En 1946, un año después del final de la guerra, pudimos ir a "casa" de permiso (Inglaterra siempre fue nuestra "casa", aunque yo nunca hubiera estado allí; he conocido neozelandeses de segunda generación que se adhieren a la misma convención nostálgica). Íbamos en tren hacia Ciudad del Cabo, donde nos embarcaríamos en el Empress of Scotland, rumbo a Liverpool. Los trenes sudafricanos tenían un pasillo abierto entre vagones, con barandas como las de los barcos sobre las que uno podía apoyarse para ver pasar el mundo y recoger las cenizas del horriblemente contaminante motor de vapor. Pero, a diferencia de los barcos, las barandas debían ser telescópicas para poder alargarse o acortarse cuando el tren trazaba una curva. Era un peligro y, en efecto, hubo un accidente. Yo había rodeado la baranda con mi brazo izquierdo y no me di cuenta de que el tren iba a tomar una curva. La baranda me pellizcó el brazo al plegarse, y mis atribulados padres no pudieron hacer nada para liberarme hasta que la larga curva llegó a su fin y el tren volvió a circular en línea recta. En la siguiente estación, Makefing, el tren hizo una pausa mientras me llevaban al hospital para que me cosieran la herida. Espero que los otros pasajeros no se molestaran por el retraso. Aún tengo la cicatriz.

Cuando por fin llegamos a Ciudad del Cabo, el Empress of Scotland resultó ser un barco deprimente. Era un carguero de tropas reconvertido, sin camarotes, pero con dormitorios de aspecto carcelario con tres pisos de literas. Había un dormitorio para los hombres y otro separado para las mujeres y los niños. El espacio era tan reducido que los pasajeros tenían que turnarse para hacer cosas tan elementales como vestirse. Como cuenta mi madre en su diario:

Con tantos niños pequeños, aquello era un pandemónium. Los vestíamos y los llevábamos hasta la puerta, donde los padres hacían cola para recoger cada uno al suyo. Y luego les tocaba hacer cola para el desayuno. Richard hacía visitas regulares al médico del barco para cambiarle el vendaje del brazo y, cómo no, a medio camino del viaje de tres semanas tuve un brote de malaria. Sarah y yo fuimos recluidas en la enfermería del barco, y el pobre Richard se quedó solo en aquel dormitorio de espanto, sin que le permitieran ir con John o conmigo, lo cual fue bastante cruel.

No creo que nos diéramos cuenta del mal trago que debió de suponer el viaje entero para Richard, y el efecto duradero que iba a tener. Debió de sentir que toda la seguridad de su mundo se esfumaba de golpe. Y cuando llegamos a Inglaterra se había convertido en un muchachito triste que había perdido toda su vivacidad. Mientras contemplábamos los muelles de Liverpool desde cubierta bajo una sombría lluvia, a la espera de atracar, él preguntó con perplejidad: "¿Esto es Inglaterra?", y luego añadió: "¿Cuándo volvemos?".

Fuimos a The Hoppet, la casa de mis abuelos paternos en Essex, la cual en el mes de febrero era gélida y espartana. La confianza de Richard decayó y le dio por tartamudear. No soportaba la ropa de abrigo. Al haber pasado la mayor parte de su vida con muy pocas prendas, los botones y los cordones de los zapatos eran demasiado para él, y los abuelos pensaron que era retrasado: "¿Todavía no sabe vestirse solo?". Ni ellos ni nosotros teníamos ningún libro de psicología infantil, así que le impusieron una disciplina, y se convirtió en una personita retraída y un tanto paralizada. En The Hoppet se tomaron como un ritual hacerle aprender a dar los buenos días cuando iba a desayunar, y lo echaban del comedor si no lo hacía. Al final aprendió, pero su tartamudez empeoró y ninguno de nosotros era feliz. Ahora me avergüenzo de haber dejado que sus abuelos se comportaran así con él.

Las cosas no fueron mucho mejor con los abuelos maternos en Cornualles. No me gustaba casi nada de la comida que me daban, hasta el punto de que me venían arcadas cuando los abuelos me la hacían comer. Los horribles tronchos acuosos de hortalizas eran lo peor, y llegaba a vomitarlos en el plato. Creo que todo el mundo se sintió aliviado cuando llegó el día de embarcarnos en el Carnarvon Castle, que partía de Southampton rumbo a Ciudad del Cabo, para volver a Nyasalandia (no de vuelta a Makwapala en el sur, sino al distrito central en torno a Lilongwe. Mi padre fue destinado inicialmente a la estación de investigación agrícola de Likuni, fuera de Lilongwe, y luego a la propia Lilongwe, que ahora es la capital de Malawi, pero que entonces no era más que una pequeña ciudad de provincias.

Tanto Likuni como Lilongwe me traen buenos recuerdos. Debí de comenzar a interesarme por la ciencia hacia los seis años, porque puedo recordar que entretenía a mi pobre y doliente hermana pequeña Sarah, en nuestro dormitorio compartido en Likuni, con historias sobre Marte, Venus y los otros planetas, sus distancias de la Tierra y sus probabilidades respectivas de albergar vida. Me encantaba mirar las estrellas en aquel lugar carente de contaminación lumínica. El crepúsculo era un momento mágicamente seguro y protegido, que yo asociaba con el himno de Baring-Gould:

Now the day is over
Night is drawing night,
Shadows of the evening
Steal across the sky.
Now the darkness gathers,
Stars begin to peep;
Birds, and beasts, and flowers
Soon will be asleep.

[Ahora que el día se acaba,
y la noche trae la noche,
las sombras del crepúsculo
entran furtivamente en el cielo.
Ahora que la oscuridad se concentra,
las estrellas empiezan a brotar;
los pájaros, las bestias y las flores
pronto se dormirán.]

No sé cómo llegué a conocer este himno o cualquier otro, porque en África nunca fuimos a la iglesia (aunque sí en Inglaterra, cuando estuvimos con los abuelos). Supongo que mis padres me lo enseñaron, junto con "Hay un amigo de los niños pequeños, por encima del radiante cielo azul".

También fue en Likuni donde por primera vez reparé en las fascinantemente alargadas sombras crepusculares, que por aquel entonces no tenían nada que ver con la premonición evocada por "la sombra del ocaso que se yergue para ir a tu encuentro" de T.S. Eliot. Aún hoy, cada vez que escucho los Nocturnos de Chopin, me siento transportado de vuelta a Likuni y la confortable sensación de seguridad del crepúsculo, cuando "las estrellas empiezan a brotar".

Mi padre inventaba maravillosos cuentos para que Sarah y yo nos durmiéramos, en los que a menudo aparecía un "broncosaurio " que decía "tiddly-widdly-widdly" con voz de falsete y vivía muuuy lejos, en un remoto país llamado Gonwonkylandia (no capté la alusión hasta que, ya en la universidad, supe de Gondwana, el gran continente austral que se disgregó en África, Sudamérica, Australia, Nueva Zelanda, la Antártida, India y Madagascar). Nos encantaba mirar el dial luminoso de su reloj de pulsera en la oscuridad, y él nos pintaba un reloj en nuestras muñecas con su estilográfica para que pudiéramos mirar la hora bajo nuestras mosquiteras a lo largo de la confortable noche.

Lilongwe también me trae a la memoria preciosos recuerdos infantiles. La residencia del oficial de agricultura estaba cubierta por cascadas de buganvillas. El jardín estaba repleto de capuchinas, cuyas hojas me encantaba comer. Su sabor picante único, que todavía encuentro ocasionalmente en las ensaladas, es el otro candidato a mi madeleine proustiana.

La casa idéntica contigua era la del médico. El doctor Glynn y su esposa tenían un hijo, David, de mi misma edad, y jugábamos juntos en su casa, en la mía o por los alrededores. La arena contenía granos de color negro azulado, que debían de ser de hierro, porque los atrapábamos con un imán atado a una cuerda. En la terraza construíamos "casas" con pequeñas habitaciones y pasillos, hechas de mantas y sábanas suspendidas sobre sillas y mesas vueltas del revés. Incluso las dotábamos de agua corriente, cuyas tuberías fabricábamos juntando tallos huecos de un árbol del jardín. Puede que fuera una Cecropia, pero lo llamábamos "ruibarbo", probablemente a partir de una canción que nos gustaba cantar (con la melodía de Little Brown Jug): "Ja, ja, ja. Je, je, je. / Un nido de elefante en un árbol de ruibarbo".

Cazábamos mariposas, la mayoría macaones amarillas y negras, que probablemente pertenecían a varias especies del género Papilio. Pero David y yo no las diferenciábamos: a todas las llamábamos "Papi Xmas", que según él era su nombre correcto, aunque no tenía nada que ver con su patrón amarillo y negro. Mi hábito de coleccionar mariposas fue fomentado por mi padre, quien me hizo una caja para clavarlas, con pita seca en vez de corcho, material preferido por los profesionales y también por mi abuelo paterno, que también era coleccionista, y que había venido con mi abuela a vernos. Habían planeado recorrer África oriental, y de paso visitar a sus hijos. Primero fueron a Uganda para ver a Colyear, y luego se dirigieron al sur para llegar a Nyasalandia pasando por Tanganika, como recuerda mi madre,

en una serie de viajes cortos en autobuses locales, increíblemente incómodos y hacinados con una multitud de africanos y pobres pollos con las patas atadas, junto con enormes fardos de bienes. Pero más allá de Mbeya [al sur de Tanganika] no había ningún medio de transporte. No obstante, un joven que tenía una avioneta ligera se ofreció a llevarlos. Pero poco después de despegar el mal tiempo les obligó a volver atrás. Mientras tanto, nosotros no sabíamos nada de ellos. Cuando el tiempo mejoró volvieron a intentarlo, volando bajo para que Tony [como mi madre llamaba a mi abuelo Clinton] pudiera asomarse e identificar ríos y carreteras mirando un viejo mapa, para así guiar al piloto.

El abuelo debió de sentirse en su elemento. Le encantaban los mapas, y también los horarios de trenes, que se sabía de memoria y se convirtieron en su único tema de lectura cuando ya era muy mayor:

En Lilongwe todo el mundo sabía que venía un avión diez minutos antes de su llegada. Esto era así porque una familia local tenía grullas crestadas en su jardín, y estas aves podían oír al avión que se acercaba mucho antes que las personas, y empezaban a graznar, nadie sabe si de miedo o de alegría. Un día que las grullas empezaron a graznar, y puesto que no esperábamos el vuelo regular semanal, nos preguntamos si podían ser los abuelos, así que fuimos al aeródromo, Richard y David en sus triciclos, y llegamos a tiempo de ver cómo la avioneta circundaba la ciudad dos veces antes de aterrizar con enormes botes, hasta que al fin vimos salir a los abuelos.

Entonces no existía nada tan obvio como el control del tráfico aéreo. Sólo grullas crestadas.

Fue en Lilongwe donde nos cayó un rayo. Una tarde se desencadenó una gran tormenta. Estaba muy oscuro y los niños estaban cenando bajo sus mosquiteras, ya en sus camas (de madera). Yo leía sentada en el suelo y apoyada en lo que llamábamos sofá (hecho de una vieja armadura de cama que era de hierro). De pronto sentí como si me hubieran dado con un mazo en la cabeza y me quedé completamente noqueada. Fue un golpe tremendo y preciso. Vimos que la antena de radio y una cortina estaban ardiendo, y corrimos al cuarto de los niños para ver si estaban bien. No parecían afectados en absoluto, y estaban masticando sus mazorcas de maíz con cara de aburrimiento.

La crónica no dice si mis padres apagaron el fuego de la cortina antes o después de correr a nuestro cuarto para ver si estábamos enteros. Las memorias de mi madre continúan así:

Yo tenía una quemadura enrojecida a todo lo largo del costado que había tenido apoyado en la cama de hierro, y luego fuimos descubriendo toda clase de cosas curiosas como, por ejemplo, un pedazo de cemento del suelo que había sido arrancado y había ido a parar al techo del garaje. El cocinero vio cómo el rayo le arrebataba un cuchillo de las manos y lo tiraba al suelo. Un tendedero de alambre se fundió, y los cacharros de vidrio de la salita estaban todos salpicados de alambre fundido procedente de la antena de radio, que se había volatilizado, etcétera. No podemos recordar todo lo que pasó, pero fue tremendo.

Mi recuerdo de la caída de aquel rayo es vago, pero me pregunto si de verdad el cocinero perdió su cuchillo o lo soltó de miedo (como yo habría hecho). Sí recuerdo los patrones multicolores creados por alguna clase de residuo por todas las ventanas. Y también el momento del impacto, que en vez del usual "boom boom boom boom boom" (que en su mayor parte son ecos) produjo un único "bang" ensordecedor. A la vez tuvo que haber un fogonazo muy brillante, pero no lo recuerdo.

Por fortuna, aquello no hizo que a partir de entonces nos dieran miedo las tormentas, porque en África hay montones de tormentas espléndidas. Era un espectáculo de inmensa belleza contemplar las siluetas negras de las cordilleras contra el cielo brillantemente iluminado, todo acompañado de la gran ópera de los, a veces, casi interminables truenos.

En Lilongwe mis padres compraron su primer vehículo nuevo, una ranchera Willys Jeep que llamaron Creeping Jenny, para reemplazar a Betty Turner, su vieja Standard Twelve. Recuerdo con nostálgico deleite el estimulante olor a nuevo de Creeping Jenny. Nuestro padre nos habló a Sarah y a mí de sus ventajas sobre otros vehículos, la más memorable de las cuales eran los guardabarros planos sobre las ruedas delanteras. Nos explicó que estaban especialmente diseñados para servir como mesas de picnic.

A los cinco años de edad empecé a asistir a la escuela de Mrs. Milne, un pequeño parvulario de una sola aula del que se encargaba una vecina. En realidad, Mrs. Milne no tenía nada que enseñarme, porque los otros niños estaban aprendiendo a leer, y mi madre ya lo había hecho por ella, así que me mandó a un rincón con un libro "maduro" para que me entretuviera leyéndolo. Resultó ser demasiado para mí, y aunque me esforcé en leer palabra por palabra, no entendía la mayoría de ellas. Recuerdo que le pregunté a Mrs. Milne qué significaba "inquisitivo ", pero no podía sacar mucho de preguntarle a ella sobre los significados de las palabras cuando estaba tan ocupada en enseñar a los otros niños, así que compartí lecciones con el hijo del médico, David Glynn, a cargo de su esposa. Ambos eran niños inteligentes y con ganas de aprender, y pensamos que probablemente aprenderían mucho. Luego él y David fueron juntos a la Eagle School.