Patricia Highsmith (1921-1995) escribía seis, ocho páginas diarias y era capaz de estar en varias cosas a la vez: una novela, un cuento, un ensayo. Si le preguntaban por qué escribía, contestaba siempre lo mismo: “Como todos los artistas: por salud”. Malhablada, narcisista, alcohólica, misántropa, latía en el interior de la autora de El talento de Mr. Ripley una especie de temor hacia ella misma, y habría acabado mal de no ser por la escritura. “Sentía lástima por Pat -contó una de sus amantes-. Estaba apartada del amor en su forma más sencilla: el amor a sus padres”.
Hay quien ha situado ahí, en ese extravagante contexto familiar, el origen de su desequilibrio con el mundo. A nivel afectivo fue un ser defectuoso. Nació en Fort Worth, Tejas, en 1921. Su padre murió y con su madre tuvo siempre una relación, por decirlo de algún modo, compleja. Un amour fusionnel, que dirían los franceses: ninguna de las dos distinguía muy bien entre ella misma y la otra. Mary, la madre, sureña tempestuosa, disfrutaba diciéndole a Patricia que ya en vida era una escritora olvidada en América. Pat le respondía en estos términos: “vegetal inerte”, “tubo inservible”, “cloaca que devora dinero y expulsa mierda”. La tensión era tal que ambas solían recurrir a sedantes para poder permanecer juntas, y en paz, en la misma habitación. De otro modo acababan a gritos, se amenazaban con todo tipo de objetos domésticos, y eso cuando no terminaban directamente a golpes. “Fue la experiencia más profunda de amor que tuvieron ambas”, escribe Joan Schenkar en su inquietante libro -editado en España por Circe- sobre la autora de Las dos caras de enero. Esa biografía, por cierto, dio un resultado sorprendente: no cambió en nada los apriorismos de la biógrafa. Schenkar buscó a la mujer que parecía albergar todos los males de la sociedad americana del siglo XX, y eso fue exactamente lo que encontró.
Nunca la literatura de Highsmith escapó de su realidad. En cada obra, un ejemplo. Mary, la madre, es su auténtica pesadilla y encarna a la mujer fatal de cada una de sus novelas. Los asesinos de sus ficciones se alojan donde ella ha vivido, sola o con sus amantes. Todos los personajes se mueven por calles que ella conoce bien, compran en tiendas de su barrio, o del barrio de su residencia de vacaciones, y van a sus locales de confianza. Todo era utilizado por la novelista Highsmith, que trabajaba -como ella dijo alguna vez- “a una idea por minuto”. “Tengo ideas con tanta frecuencia como las ratas tienen orgasmos”, le dijo, en una ocasión, a una de sus editoras. También sus lecturas se colaban entre su material narrativo. Proust -lo entendía lo justo para poder citarlo bien, dice su biógrafa-; Dostoievski -le fascinaba su pelea con el cristianismo-; Kafka; Henry James; Auden; Keats; Gide; Wilde. Por la noche, a menudo, se entretenía repasando el diccionario.
Maestra del engaño
La escritora, de joven
Highsmith era una maestra de la ambigüedad. Entre sus aficiones predilectas, estaba la de vestirse a la moda Highsmith, que era un cierto travestismo soft. Le gustaba el estilo garçone: mocasines, vaqueros, de repente unas hombreras, pero hasta ahí; el resto: pelo enmarañado, uñas y manos descuidadas y boca de camionero alcohólico. Cuando bebía -recuerdan quienes la conocieron- su histérica risa era capaz de hacer llorar a los niños. A Pat le gustaba decir las peores cosas con una sonrisa y bromear muy seriamente.
El libro de Schenkar se mete en la cama con la escritora. Nos cuenta que prefería las mujeres a los hombres y los gatos a las mujeres. Que si se acostaba a veces con hombres, era por un interés casi forense en su anatomía, además de un deseo indisimulado de experimentar “el placer de la dominación”. Creía Highsmith en la superioridad de su complejo mundo interior. Su existencia estuvo jalonada de amantes con las que siempre acababa mal. Odiaba a los niños y, al final, rehusaba estrechar manos incluso en los actos formales. Por si fuera poco, atesoró toda su vida, como un sórdido tesoro de su juventud, una especie de anorexia paranoica, enfermiza, antiestética. Pasaba las noches sin dormir y se alimentaba de líquidos. Solo el hilo de la grafomanía unió a todas las Pats. Como escribe con crueldad en sus diarios, vivió dividida entre la búsqueda de paz y una inclinación natural por la “inestabilidad y la locura”.
Esos cuadernos los escribía en cinco idiomas, pese a que sólo dominaba el inglés. Su francés era torpe, como su italiano o su español; pero disfrutaba dándose a sí misma esa imagen cosmopolita. Le gustaba leerse en el espejo deformante de sus anotaciones. No hay detalle que no consignara por escrito, ni fantasía que no registrara como real. El caso es escribir, aunque sean falsedades. Ni en su diario fue sincera. Escribe que está en Nueva York cuando en realidad está en Berlín, o que está en España desde su escritorio de Moncourt. Elabora tablas y esquemas, cuentas, listas -algunas escalofriantes, como esa de 1945 en que compara a sus parejas en la cama-, croquis, árboles interminables de nombres. Hizo una vez una lista de consejos para aquellos niños que quisieran asesinar a sus padres. Se trata de pulsiones que gobiernan fatalmente sus noches. Así que, cuando se levanta, vuelca todo esa inquietud en personajes odiosos que matan, a veces casi por accidente. Es inútil decir que el asesinato, en sus novelas, casi nunca es -pese a que lo parezca- solamente un accidente. Nunca ocurre porque sí.
Patricia Highsmith murió en Suiza, en 1995. La última persona que la visitó fue la agente americana Marylin Snowden. Pat debía firmar unos papeles. “Tienes que irte, tienes que irte, no te quedes, no te quedes”, le dijo a Snowden, en un momento del encuentro. La agente, entonces, se fue sin saber, o sin creerse que la escritora se moría. Quiso desaparecer Pat, al final, como esos gatos que van internándose en el bosque para morir a solas. Dejó escrito que allí, en Suiza, en esa casa a la que en invierno daba el sol tan solo dos horas al día, fue profundamente desdichada. “Durante quince minutos cada vez -escribió en su diario-, sentía que me había metido en una trampa, una trampa de desdicha”.
A lo último, estuvo tan enferma que los médicos le permitieron volver a beber. Apenas le quedaba un leve brillo de belleza juvenil. El pelo le caía, fosco, sobre una incipiente joroba de viuda y estaba muy arrugada, decrépita. Las manos gruesas como manoplas y los dedos tiesos, gordos, torpes. Concedía ya pocas entrevistas y los periodistas a duras penas podían sacarle declaraciones coherentes. David Streitfeld, del Washington Post, dijo que la última vez que la vio de su boca salían gruñidos en lugar de palabras. En su habitación, a su muerte, quedaron miles de folios apilados, algunos de los cuales correspondían a los más de doscientos cincuenta manuscritos que dejó cuando se fue y que, ahora, al fin, serán pasados a limpio para el público español.