Philip Norman conoció a Mick Jagger en 1965. Le hizo una entrevista para un pequeño diario del norte de Inglaterra un rato antes de una actuación de los Rolling Stones. Ni en aquel momento, ni en los años posteriores, en los que sus caminos se cruzaron algunas veces más -Norman escribía entonces de música para el Times y el Sunday Times-, el escritor sabía que estaba reuniendo material para una futura biografía que publicaría en 2012. Ahora que los Stones visitan España -este miércoles en el estadio Santiago Bernabeu de Madrid-, Anagrama publica su traducción al español. Desde los 80, Norman se ha especializado en realizar biografías de grandes estrellas de la música popular. Ha escrito varios libros sobre los Stones y los Beatles que ha ido revisando y ampliando bajo diferentes títulos, así como una exhaustiva biografía de John Lennon (2009), varias de Elton John y una de Buddy Holly.



Mick Jagger, en sus cinco décadas al frente de los Rolling Stones, ha sido visto como la más arrogante y narcisista de las superestrellas, con un apetito sexual y un comportamiento con las mujeres que rivalizaba con el del legendario Casanova, y cuyo imprudente -y presunto- consumo de drogas desencadenó el escándalo más famoso de la historia del rock and roll. Y en nuestros días, cuando ya es un abuelo de setenta años y Caballero del Imperio Británico, Jagger continúa siendo el modelo a seguir para todo joven cantante de rock. La biografía de Philip Norman nos muestra al más notorio -y sin embargo enigmático- de los iconos del rock, como alguien mucho más complejo que el frío e insaciable seductor de la mitología pop. Y nos cuenta por fin la historia verdadera de cómo Andrew Oldham, ese Svengali del pop, transformó a un tímido estudiante de economía en el moderno anticristo. O el papel heroico -y jamás publicitado- que desempeñó Jagger en el festival de Altamont, donde los alegres años sesenta encontraron un horrible final. O el desfile de hermosas mujeres, desde Chrissie Shrimpton hasta Jerry Hall, con las que se ha acostado pero no siempre dominado. Y la prolongada y creativa pero siempre tormentosa colaboración con Keith Richards, su "Glimmer Twin".



Mick Jagger explora la astuta, calculadora inteligencia que ha conseguido mantener a los Stones en el pedestal de "el mejor grupo de rock and roll del mundo" durante medio siglo. A continuación puede leer un fragmento del segundo capítulo, que captura la etapa de iniciación del adolescente Jagger, en la que nada hacía prever el nacimiento de un mito.




2. El chico del cárdigan

Mike Jagger parecía la prueba viviente de la tácita determinación de la banda por no llegar a ninguna parte. Se mantenía firme en su negativa a tocar la guitarra y, sin tan glamouroso y dignificante apoyo, se colocaba delante de los otros tres tan incompleto y expuesto como si hubiera olvidado ponerse los pantalones. Al cantar, la voz que sus prodigiosos labios y traviesa lengua dejaban pasar se salía de la norma de forma casi perversa. Los blancos vocalistas británicos solían cantar jazz o blues con un estilo grave, como teñido de humo de cigarrillos, en un intento - vano- por imitar a Louis Satchmo Armstrong. La voz de Mike, más aguda y ligera, se inspiraba en un elenco más amplio y ecléctico; era una destilación de todos los timbres y acentos del Profundo Sur que había oído, negros y blancos, de hombres y de mujeres: Blind Lemon Jefferson o Sonny Boy Williamson, pero también Escarlata O'Hara y un toque de Mammy, de Lo que el viento se llevó, y Blanche DuBois, de Un tranvía llamado deseo.



Sin la carga de una guitarra - libre a menudo hasta de micrófono-, algo tenía que hacer mientras cantaba. Y sus tres amigos, acostumbrados a un compañero de colegio tranquilo, distante y no comprometido con nada, se quedaron de piedra al ver lo que hacía. Tradicionalmente, los vocalistas de blues cantan de pie o, con más frecuencia, sentados, y se sumen en un trance angustiado y colocan una mano en la oreja para amplificar su sónica flagelación. Pero cuando Mike cantaba un blues, su ágil y atlético cuerpo contradecía palabra por palabra la inercia melancólica de la música: arrastraba atrás y adelante los mocasines, movía las caderas, ondulaba los brazos y sacudía eufóricamente su greñuda cabeza. Como su voz, su cuerpo poseía cierto elemento paródico y autoparódico bajo los cuales, y simultáneamente, subyacía una convicción absoluta. Una de las canciones de su primer repertorio, «Boogie Chillen», de John Lee Hooker, resume bien su metamorfosis: «El blues lo lleva dentro [...] y tiene que salir.»



Realizaban los ensayos de los inexistentes conciertos sobre todo en casa de Dick Taylor en Bexleyheath o en casa de Alan Etherington, a pocas puertas del domicilio de los Jagger. Alan tenía una grabadora de carrete, una Philips Joystick (así llamada por el control de volumen, que parecía la palanca de mando de un avión), en la que los cuatro pudieron grabarse y escucharse por primera vez. Los Etherington podían jactarse de contar con una radiogramola Grundig, un mueble de lujo con radio y tocadiscos incorporados y sonido surround, una forma primitiva de equipo estéreo. Dick y Bob Beckwith no tenían guitarras eléctricas al uso, sino guitarras acústicas con pastillas atornilladas a la caja. Beckwith, el instrumentista más dotado de los dos, enchufaba su guitarra a la radiogramola y el sonido se amplificaba treinta veces.



Cuando hacía buen tiempo ensayaban en el jardín trasero de la casa de Dick - el futuro señor de gigantescos espacios al aire libre y de multitudes que se pierden en el horizonte obligado a tocar ante un paisaje de invernaderos, cuerdas de tender y vallas de madera impregnadas de creosota-. La madre de Dick, que a veces interrumpía las tareas de la casa para ver a su hijo y sus amigos, le confesó desde el principio a Mike que le veía «algo especial». Por pequeño o casual que fuera su público, daba todo lo que tenía dentro. «Si podía montar un espectáculo, lo montaba», recordaría Mick años después. «Hacía locuras... Me ponía de rodillas, daba vueltas por el suelo... No me daba vergu¨enza. Aunque sea ante veinte personas, dejarse llevar hasta el ridículo es una verdadera pasada.»



Aunque ni Joe ni Eva Jagger entendían el blues ni la transfiguración que operaba en su hijo mayor, les gustaba que el grupo ensayara en Newlands, ya fuera en la habitación de Mike o en el jardín. Para Eva, su hijo tenía una forma de cantar desternillante y más tarde diría que se «partía de risa» al oírle desde la habitación de al lado. A su padre sólo le preocupaba que la música interfiriese en su entrenamiento. Un día que Mike salía hacia un ensayo acompañado de Dick Taylor, le llamó: «¡Michael! No olvides que tienes que hacer pesas», y Mike, obediente, dio media vuelta y estuvo media hora en el jardín con las barras y las pesas. En cierta ocasión llegó a un ensayo de la banda preocupado porque se había mordido la lengua al caer de una de las sogas del árbol de casa donde practicaba. ¿Y si sufría un daño irreparable en las cualidades vocales? «Le dijimos que no notábamos nada», recuerda Dick Taylor, «pero a partir de entonces ceceaba un poquito y la voz le sonaba algo más blues.»



Lograr un repertorio era un proceso laborioso. Normalmente, Mike y Dick compraban algún disco en Londres y los cuatro lo escuchaban una y otra vez hasta que Bob sacaba los acordes de guitarra y Mike aprendía la letra. No se ceñían sólo al blues, también experimentaban con temas pop y rock cantados por blancos como Buddy Holly, con el que sentían cierta afinidad. Una de sus mejores interpretaciones con el Philips Joystick era «La Bamba», cuyo intérprete, Ritchie Valens, murió con dieciséis años en el mismo avión en que se mató Holly en febrero de 1959. Les resultó imposible descifrar todas las palabras en español de la canción aunque escucharon el disco hasta la saciedad, de modo que Mike se inventó lo que no entendía.



El repertorio para la Joystick mejoró espectacularmente cuando descubrieron el blues eléctrico, y mucho más afilado, de John Lee Hooker, Lightnin' Hopkins, Memphis Slim y Howlin' Wolf. Igual de trascendente fue comprobar que muchos de aquellos cantantes de atractivo nombre procedían de la misma fuente, el sello Chess de Chicago. Fundado en los años cuarenta por dos inmigrantes polacos, los hermanos Phil y Leonard Chess, este sello había empezado publicando jazz, pero cada vez se inclinaba más por la llamada música «de raza» - es decir, para consumo exclusivo de negros-. Su figura más notable era McKinley Morganfield, también conocido como Muddy Waters, que había nacido en 1913 (el mismo año que Joe Jagger) y a quien muchos llamaban «el padre del blues de Chicago» por canciones como «Hoochie Coochie Man», «I Just Want to Make Love to You» y su tema más emblemático, «Rollin' Stone». Su álbum At Newport 1960 recogía su concierto en el Festival de Jazz de Newport de 1960. Fue el primero que Mike Jagger compró en su vida.



En 1955, Chess contrató a Charles Edward Anderson, un chico de St. Louis también conocido como Chuck Berry. Berry cantaba, tocaba la guitarra y componía, y combinaba el erotismo y la arrogancia del R&B con la preocupación social del country y del western, la clara dicción de baladistas negros como Nat King Cole y Billy Eckstine, y una singular destreza lírica e instrumental. Poco después pasó sin el menor esfuerzo de la música de raza al rock and roll blanco con composiciones como «Johnny B. Goode», «Sweet Little Sixteen» y «Memphis, Tennessee », que habrían de convertirse en sus señas de identidad. Mucho antes de haber oído una canción de Chuck Berry, la voz de Mike ya tenía algo de su personalidad.



Tras una larga e infructuosa búsqueda de elepés del sello Chess por Charing Cross Road, Mike se enteró de que podía comprarlos por correo directamente a la sede de la compañía en Chicago. Era una moneda al aire, porque había que enviar el dinero por adelantado y no tenía ni idea de si los discos que pedía le iban a gustar o no - eso en el caso de que llegaran-. Pero al cabo de una larga espera, el cartero empezó a dejar en Newlands delgados paquetes de cartón con sellos norteamericanos. Algunas cubiertas llegaban muy estropeadas por el viaje y no toda la música cumplía las expectativas de Mike, pero tener aquellos álbumes ya era un espléndido símbolo de estatus, así que adoptó la costumbre de llevar tres o cuatro bajo el brazo como si fueran un accesorio de moda tan in como sus mocasines y su cazadora moteada en oro. Alan Dow, que lo había rechazado como vocalista de Danny Rogers and the Realms, fue testigo de uno de sus casi regios paseos a través del patio del instituto.



En el verano de 1961, Mike se presentó a los exámenes de nivel A y aprobó inglés e historia pero, sorprendentemente, suspendió francés. Pensó en la posibilidad de ser maestro de escuela como su padre - y su abuelo- y coqueteaba con la idea de estudiar periodismo y (sin mencionárselo a sus padres) de pinchar discos en Radio Luxemburgo. Hojeando una publicación especializada en música pop, vio el anuncio de un productor discográfico londinense llamado Joe Meek que invitaba a todo aquel que quisiera ser deejay a enviar una maqueta. Recortó el anuncio y lo guardó, pero - quizá por fortuna- se olvidó del asunto. Más tarde, Joe Meek produciría algunos de los grandes clásicos del pop británico, y todos desde su pequeño apartamento del norte de Londres, pero fue célebre por intentar seducir a todos los jovencitos guapos que se cruzaban en su camino.



En vez de hacerse DJ, y tal vez en contra de toda expectativa, Mike Jagger se unió al dos por ciento de jóvenes británicos que al terminar la enseñanza secundaria se matriculaban en la universidad en esa época. A pesar de sus enfrentamientos por el uniforme, el director de la Dartford Grammar, Lofty Hudson, le consideró digno de tal privilegio y en diciembre de 1960, mucho antes de los exámenes de nivel A, le entregó una carta de recomendación que daba a su expediente académico el mayor brillo posible. «Jagger es un chico de muy buen carácter», decía la carta, «aunque ha tardado en madurar. Emerge ahora una satisfactoria cualidad, la de la perseverancia cuando toma la decisión de emprender algún proyecto. Tiene muchos intereses. Ha sido miembro de varias asociaciones escolares y destaca en los deportes, además, es secretario de nuestro Club de Baloncesto y titular en nuestro Primer Once de Críquet. Además, juega al rugby en el equipo de la casa. Fuera del instituto le interesan la acampada, el montañismo, el piragüismo y la música, y es miembro de la Sociedad Histórica Local [...] La evolución de Jagger justifica plenamente que le recomiende para cursar una licenciatura, y espero que puedan admitirle.»



Aunque en modo alguno hiperbólica, la carta del director surtió efecto. Si Mike aprobaba dos exámenes de nivel A, tendría garantizada la matrícula en la London School of Economics para estudiar una carrera de tres años a partir del otoño de 1961. Y aceptó, aunque sin gran entusiasmo. «Yo quería estudiar letras, pero creía que mi obligación era hacer ciencias», recordaría. «Económicas parecía a medio camino entre una cosa y la otra.»



En aquellos tiempos, los universitarios del Reino Unido no tenían que endeudarse con el estado para sufragar sus estudios, sino que automáticamente recibían una beca de las autoridades educativas locales. El consejo del condado de Kent concedió a Mike trescientas cincuenta libras al año, que en un periodo de inflación prácticamente nula era cantidad más que suficiente para pagarse tres años de carrera, en especial si, como era su intención, seguía viviendo en casa de sus padres y todos los días iba en tren al pequeño campus de la LSE en Houghton Street, junto a Kingsway. A pesar de todo, era claramente aconsejable ganar algún dinero durante las largas vacaciones veraniegas entre el fin del instituto y el comienzo de la universidad. Eligió un trabajo que arroja una luz muy interesante sobre un personaje del que siempre se ha dicho que está consumido por el egoísmo. Revela que, al menos hasta los dieciocho años, tenía una faceta cariñosa y altruista que lo convertía en digno hijo de su padre.



Varias semanas del verano del 59, Mike Jagger trabajó de celador en una institución psiquiátrica. No en Stone House - habría sido demasiado perfecto-, sino en el Bexley Hospital, un edificio victoriano tan sombrío y desparramado que en la localidad lo llamaban «La aldea del páramo » porque hasta hacía bien poco, en aras de la segregación total de los pacientes, albergaba también una granja. Cobraba cuatro libras y media a la semana, cifra nada despreciable para la época, pero habría podido escoger un empleo física y emocionalmente más fácil. Los pacientes y el personal de la institución lo recordarían como un muchacho amable y alegre en todo momento, y él más tarde pensaría que en la experiencia aprendió lecciones de psicología humana que a lo largo de su vida serían de un valor incalculable.



Por si fuera poco, según su propio relato, en el Bexley Hospital perdió la virginidad. Fue con una enfermera, en el armario de un almacén durante un breve respiro entre el trajinar de carritos y la ronda de comidas, un lugar en nada parecido a las lujosas suites de hotel del futuro.