Julio Camba
No se trata de otra antología que viene a surfear la ola editorial tan postrera como bienvenida que vive el artículo cambiano. Gracias a esta colectiva reivindicación, hoy Julio Camba ocupa el mismo panteón que Larra como genios mayores del género articulístico, y esto no es ditirambo concedido por gusto personal sino mera taxonomía. Pero sobre el articulista gallego, que fue la pluma más leída y mejor pagada de su tiempo, se abatió después el consabido anatema que Trapiello esclareció en Las armas y las letras: aquellos que ganaron la guerra perdieron la historia de la literatura. Puesto que Camba había dejado en evidencia la República (que contribuyó a traer) y tras la guerra ni repudió a Franco ni se exilió a otro sitio que al Palace, a despecho de su lacerante genialidad fue encontrado culpable por el sanedrín cultural de la gran revancha.Por eso coincido con Arcadi Espada en que a Julián Lacalle, editor de este monumento bibliográfico para cambianos y apetitoso para todos, quizá le ha movido en su ingente labor rastreadora un íntimo deseo de sustraer a Camba de la filiación conservadora que pesaba sobre él. Como si el conservadurismo fuera pecado en un escritor inmortal. El caso es que Lacalle ha querido dar la medida exacta de aquel anarquismo juvenil que le conocíamos al personaje únicamente por El destierro, memorias de juventud que el gallego camufló de novela y pieza de un perfecto equilibrio entre la distancia irónica, que es su marca de madurez, y la peripecia sentimental de una novela beat.
Es la primera joya de un volumen que abarca textos publicados entre los 16 y los 22. A esta edad su estilo ya es el del Camba que conocemos y estudiamos tratando de destripar su mecanismo de relojería paradójica. Pero alguien que culmina su maduración estilística a los 22, por fuerza ha de ser más que interesante a los 18. Y allí descubrimos a un Camba inédito que foguea la pluma en textos de combate que hoy un fiscal perfectamente tipificaría entre los delitos de enaltecimiento del terrorismo. Desafió al presidente Maura a que le matara, por ataques a la moral cristiana fue juzgado y sufrió cárcel, y no tuvo reparo en dar publicidad martirial a su encierro con tal de atraer lectores -que pagaran la suscripción- al diario antisistema que dirigía: El Rebelde. Entretanto, su escritura maduraba a toda velocidad y él apuraba en Madrid la bohemia primisecular con la arrogancia del que se siente llamado a epatar al burgués y bendecido por el don de la suprema inteligencia.
Su anarquismo no fue una fiebre hormonal, ni el florido modernismo de su prosa primeriza podría emparentarse con los panfletillos febles que han pululado al calor de la crisis, tipo Hessel. Su léxico no era lo que se dice funcional ni destinado al obrero. Y esto es lo más instructivo del libro: que nos permite asistir a la evolución de un gran escritor cuyo arte, partiendo de dotes innatas, va acrisolándose ante nuestros ojos en virtud de resortes tan poco mágicos como la práctica constante, el autodidactismo exigente y la curiosidad insaciable: Zola, Nietzsche, Schopenhauer, Ibsen, Carlyle, Spencer, Stirner, Flaubert, el Siglo de Oro y los románticos españoles, conferencias en el Ateneo, amistad con Baroja y Azorín, visitas frecuentes a El Prado... Sin formación no hay escritura durable y vaya si Camba se la procuró, aunque abominara de la pose cultureta.
El furor revolucionario se modula con rapidez. De la diatriba contra la España tópica de guitarras y toreros pasa a la crónica amable de una boda burguesa. Compone reseñas elogiosas de autores del establihsment. La prisión de su socio Antonio Apolo y las riñas personales que apareja le desencantan del compromiso político al tiempo que le obligan a fungir de secretario de organización del anarquismo patrio, toda una paradoja. Ha probado el manifiesto inflamable y poético, el cuento moral que idealiza al proletario, la soflama, el argumentario, la invectiva. Pronto aparece el costumbrismo, tan característico suyo, e introduce el diálogo como recurso argumentativo. Finalmente, hacia 1906, cuando se halla escribiendo en El País -un periódico republicano, grande y moderno, que tasaba en buenos honorarios su prosa-, llega para quedarse el humor, que entierra la solemnidad ideológica y el fervor por la lucha de clases a cambio de consolidar una fórmula intransferible de epicureísmo más ironía.
El joven maestro se va sacudiendo su iniciación manierista, la tentación pomposa que llama a todo escritor bisoño deseoso de consideración. Sí, también Camba fue capaz de mandar a la imprenta cursilerías como esta: "Sonreía con las perlas de su boca engarzadas en el coral de las encías sangrientas". Su elogiada sencillez, la depuración de su sintaxis no fue un don, sino una meteórica conquista. Como lo fue también su escepticismo político y vital, corolario del romántico desaforado que enseñan por vez primera estas prosas.
En 1906 Mateo Morral mató con su bomba a 23 personas en la calle Mayor e hirió a un centenar. La barbarie desatada por quien había sido su amigo trazó una línea roja en el alma de Camba que separó definitivamente el anarquismo de acción de ese "anarko-aristocratismo" que le endosó con puntería un colega envidioso de su despunte. Porque si hay una coherencia de vida y obra en Camba, de la cuna a la tumba, esa fue la del individualismo irreductible y la resistencia al gregarismo. Descubrió que hay demasiado método en la política y un saludable, anárquico caos en los placeres burgueses.