Alejandro Zambra. Foto: Doménec Umbert
Al principio no me gustó el título del nuevo libro de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975): Mis documentos. Parecía una gracia obvia, esa referencia a la carpeta en el escritorio del ordenador; y el asunto no es menor, si tenemos en cuenta que el propio Zambra ha admitido, en algún ensayo de su estupendo No leer (Alpha Decay, 2012), que sus obras de narrativa nacen del deseo de usar un título que le gusta. Sin embargo, a medida que uno va leyendo los once textos que componen el volumen, ese título adquiere un sentido que excede la mera ocurrencia. De algún modo, acaba pareciendo un buen título.Como sospecho que una reseña sobre Zambra tolera un poquito de autoficción por mi parte, supondré que converso por WhatsApp con un amigo mientras ambos leemos Mis documentos y releemos los anteriores zambras, y que este amigo anda desencantado con el chileno: "otro que habla de su adolescencia", enumera, "de la dictadura, la música pop y el fútbol". Bueno, no sé si es "otro"; y si pienso en ello, tampoco sé si es su adolescencia. ¿Debería saberlo? Preguntarme si me interesa la vida de Zambra es tan aburrido como especular sobre si Mis documentos es una novela, o un libro de cuentos, o qué. Casi siempre me interesa lo que cuenta Zambra, y siempre le agradezco que escriba, porque es honesta y ágil la forma en que el yo y el nosotros se compadecen en su literatura; un "nosotros" que no sé si es histórico, o sólo compete a autor y lector, o al autor en el difuminado jardín de la memoria.
Mis documentos es un libro atravesado por la presencia de ordenadores y otras tecnologías que almacenan pruebas de que hemos vivido pero también nos permiten, casi nos exigen, andar borrándolas constantemente. La memoria se satura y la obsolescencia aprieta. Así, un padre que apenas ejerce regala su viejo computador reseteado a su hijo ni adolescente, y este se ríe junto a la pareja de su madre: en casa tienen un aparato mucho mejor. O bien, alguien escribe poemas en un computador negro: "pero borraba los archivos, no quería dejar huellas". En este libro se corta y se pega, el sexo de una pareja se convierte en una imitación provechosa del sexo que dispensa Internet, y nada parece estar nunca acabado. Ninguno de estos textos finge estar del todo acabado.
A Zambra lo reconocemos en cada línea y, en efecto, a ratos Mis documentos puede dar la impresión de que circula por terrenos que hemos transitado demasiado. Chile y sus terremotos y la memoria; las familias fracturadas por la dictadura; las parejas convertidas en borrador de pareja; "ese silencio tan chileno y sospechoso que entonces lo cubría todo". En Yo fumaba muy bien, Zambra nos explica su relación con el tabaco y nos deja dos frases de alta citabilidad: "los cigarros son los signos de puntuación de la vida", dice una; "soy un corresponsal, pero me gustaría saber de qué", es la otra. Está muy bien todo lo que escribe aquí, sus referencias al Ribeyro fumador o a los fumadores personajes de Heinrich Böll... Es sólo que ya nos lo había contado, on connaît la chanson. Aunque quizás, ¿no está bien así? ¿Cuántas veces y en cuántas combinaciones escuchamos una playlist en nuestro ordenador?
Por otra parte, sobre todo en su tercera sección, el libro va ejecutando giros nuevos. Zambra, se dice uno en un primer instante irreflexivo, parece menos cotidiano; sin embargo, nada más cotidiano que ser atracado, abandonado en el extranjero, impostado, violada. De todo eso puede salir cierta felicidad o cierta desolación. Hacer memoria, que cierra el libro, es un reto delicado: hay un narrador dentro del relato convirtiendo el relato en otro, mientras nuestro narrador nos cuenta el relato que es: uno duro donde alguien sufre lo indecible y la familia es algo muy sórdido. Aunque no sea un relato perfecto, creo que Zambra resuelve bien ese reto; es decir, con verdad. Y pienso que Mis documentos provoca en mí ganas de escribir estas líneas. Si no perdió su entusiasmo en la tercera reseña, cualquier crítico sabe que eso es algo bueno, casi definitivo.