Manuel Leguineche (Arrazúa, Vizcaya, 1941), el jefe de "la tribu" de los reporteros de guerra, ha muerto esta mañana tras pasar sus últimos años acosado por la enfermedad. Cuando empezó a estudiar periodismo ya había cubierto antes la guerra de Vietnam. Curiosa paradoja que retrata a la perfección lo que es trabajar en un periódico: un oficio que se aprende ejerciéndolo, igual que el movimiento se demuestra andando. Sus profesores alucinaban cuando se enteraban del alumno tan aventajado que tenían en clase. Él lo ejerció con una pasión romántica que se echa en falta en estos tiempos digitales. En su opinión, Internet había "enfriado el periodismo".
A Manu Leguineche los calentones (y precipitaciones) de Twitter se le habían quedado ya a desmano. En su retiro alcarreño (en los últimos años se había hecho fuerte en un caserón solariego de Brihuega) seguía apegado a la letra impresa en papel, al buen vino y a las partidas de mus, que echaba con los lugareños. Después de haberse recorrido varias veces el mundo decidió que lo que quería hacer era, sencillamente, estar tranquilo. Vida simple en un entorno rural, después de tanto ajetreo, siempre corriendo tras la noticia (y sobre todo tras la verdad) en los distintos conflictos que sacudieron el planeta a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
Javier Reverte, otro vagamundo impenitente como él, decía que gracias a Leguineche "el periodismo español dejó de ser paleto". A través de sus crónicas enviadas desde lugares remotos los españoles empezaron a conocer lo que sucedía fuera de sus fronteras. Leguineche atenuó el ombliguismo hispánico. Las secciones internacionales de la prensa patria empezaron a rezumar un atractivo del que antes no disponían, cuando se rellenaban con teletipos estirados hasta la frontera entre la realidad y la imaginación.
A Manu Leguineche le gustaba ir por libre. Sólo tuvo un director en su vida que le marcó los pasos. Nada menos que Miguel Delibes, en El Norte de Castilla. El autor de El hereje llegó a escribir: "No he conocido un periodista que en el breve plazo de unos años convirtiera sus viajes alrededor del mundo y alrededor de todas las guerras habidas y por haber en lecturas obligadas para el gremio de cabezas cultas y el de los apenas iniciados. Te hiciste lectura indispensable para todos".
Era indispensable porque empezó a hacer Nuevo periodismo antes de que el Nuevo periodismo fuera acuñado por Tom Wolfe, Norman Mailer y compañía. Manu Leguineche se dio pronto cuenta de que había más verdad en las pequeñas cosas que en las grandes. O lo que es lo mismo: en las vidas anónimas que en los tejemanejes de los altos mandos de los ejércitos, los políticos y los señores de la guerra. Una de sus divisas fue: "Los periodistas son gente que le cuenta a la gente lo que le sucede a la gente". Así de simple y así de complicado.
Aparte de en Vietnam, Manu Leguineche estuvo en Argelia en 1962, en Nicaragua en 1979, en el Líbano en 1965, en Damasco en 1966... Mucha barbarie pasó por delante de sus ojos. Pero donde más espanto sintió fue en Bangladesh, en donde vio cómo, atados a camiones, los colaboracionistas pakistaníes eran arrastrados y niños adiestrados los remataban incrustándoles a martillazos clavos ardiendo en la cabeza. Fundó dos agencias, Colpisa y Fax Press, y escribió alrededor de cuarenta libros, en los que tocó los temas más dispares: la gastronomía, el mus, históricos y, por supuesto, la guerra. El camino más corto, El precio del paraíso y Yo pondré la guerra son algunos de los más conocidos.
Uno de los últimos que firmó fue El club de los faltos de cariño, una obra inclasificable, en la que se entrecruzan recuerdos, reflexiones, homenajes, perfiles de sus amigos (incluido su pato Toribio y su gata)... Manu Leguineche fue el fundador de ese club por el que no existía (ni existe) mucho interés en formar parte. Sin embargo, a él nunca le faltó el cariño, porque fue dejando un rastro de infinitas amistades a lo largo de sus incalculables tumbos.