Arturo Pérez-Reverte fotografiado frente al muro donde puede leerse la firma de su protagonista: Sniper. Foto: JEOSM.
Sniper es el artista callejero protagonista de la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951). En ella, el escritor cambia la espada por el aerosol para meterse de cabeza en la tribu urbana de los grafiteros. Un encargo editorial pone a la especialista Alejandra Varela tras la pista de un reconocido artista del grafiti del que casi nadie conoce su rostro ni su paradero. Así, de ciudad en ciudad, Pérez-Reverte ha dado forma una aventura con tintes de thriller, mucho diálogo, buena música y un final trepidante.
Pero para eso hay que esperar todavía una semana... El miércoles 27 llega a las librerías. De momento, podemos ofrecer, en exclusiva, el comienzo.
Así empieza
El francotirador paciente (Alfaguara).
En la ciudad. 1990
Eran lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros y superficies, bombarderos sin piedad que se movían en el espacio urbano, cautos, sobre las suelas silenciosas de sus deportivas. Muy jóvenes y ágiles. Uno alto y otro bajo. Vestían pantalones vaqueros y sudaderas de felpa negra para camuflarse en la oscuridad; y, al moverse, en las mochilas manchadas de pintura tintineaban sus botes de aerosol provistos
de boquillas apropiadas para piezas rápidas y de poca precisión. El mayor de los dos tenía dieciséis años. Se habían conocido en el metro dos semanas atrás, por las mochilas y el aspecto, mirándose de reojo hasta que uno de ellos hizo con un dedo, sobre el cristal, el gesto de pintar algo. De escribir en un muro, en un vehículo, en el cierre metálico de una tienda. Habían intimado pronto, buscando juntos huecos o piezas ajenas en paredes saturadas, fábricas abandonadas del extrarradio e instalaciones ferroviarias, merodeando con sus aerosoles hasta que vigilantes o policías los ponían en fuga. Eran plebeyos, simple infantería. El escalón más bajo de su tribu urbana. Parias de una sociedad individualista y singular en la que sólo se ascendía por méritos ganados en solitario o en pequeños grupos, imponiendo cada cual su nombre de batalla con esfuerzo y constancia, multiplicándolo hasta el infinito por todos los rincones de la ciudad. Los dos eran chicos recién llegados a las calles, todavía con poca pintura bajo las uñas. Chichotes vomitadores, dicho en jerga del asunto: escritores novatos de firma repetida en cualquier sitio, poco atentos al estilo, sin respetar nada ni a nadie. Dispuestos a imponerse tachando lo que fuera, firmando de cualquier modo sobre piezas ajenas, con tal de hacerse una reputación. Buscaban, en especial, obras de consagrados, de reyes callejeros; grafitis de calidad donde escribir su propio logo, el tag, la firma mil veces practicada, primero sobre un papel, en casa, y ahora sobre cuanta superficie adecuada se topaban de camino. En su mundo hecho de códigos, reglas no escritas y símbolos para iniciados, donde un veterano solía retirarse a poco de cumplir los veinte años, un tachado sobre una firma ajena era siempre una declaración de guerra; una violación de nombre, territorio, fama de otros. Los duelos eran frecuentes, y eso era lo que aquellos chicos buscaban. Habían estado bebiendo coca-cola y bailando break hasta la medianoche, y ahora se sentían ambiciosos y osados. Soñaban con bombardear y quemar con su firma los muros de la ciudad, los paneles de las autopistas. Soñaban con cubrir superficies móviles tradicionales como un autobús o un tren de cercanías. Soñaban con la pieza más difícil y codiciada por cualquier grafitero de cualquier lugar del mundo: una chapa. Un vagón de metro. O de momento, en su defecto, pisarle el tag a uno de los grandes:
Tito7, Snow, Rafita o
Tifón, por ejemplo. Incluso, con suerte, a los mismísimos
Bleck o
Glub. O a
Muelle, el padre de todos ellos.
—Ahí —dijo el más alto.
Se había detenido en una esquina y señalaba hacia la calle contigua, iluminada por una farola que esparcía un círculo de luz cruda sobre la acera, el asfalto y parte del muro de ladrillo de un garaje con el cierre metálico bajado. Había alguien allí, frente al muro, en plena escritura, justo en el límite de la luz y la sombra. Desde la esquina sólo podía vérsele de espaldas: delgado, aspecto joven, una sudadera de felpa con la capucha puesta sobre la cabeza, la mochila abierta a los pies, un aerosol en la mano izquierda, con el que en ese momento rellenaba de rojo una enorme
r, sexta letra de un tag marcado con caracteres de un metro de altura y aspecto singular: un estilo de pompa sombreado, sencillo y envolvente, fileteado con outline azul, grueso, en el que parecía estallar, como un brochazo o un disparo, el rojo de cada una de las letras que contenía.
—Hostia hostia —murmuró el chico alto.
Estaba inmóvil junto a su compañero, mirando asombrado. El que trabajaba en la pared había terminado de dar color a las letras, y ahora, tras buscar en el interior de la mochila ayudándose de una pequeña linterna, empuñaba un aerosol blanco con el que cubrió el interior del punto de la letra central, que era una
i. Con movimientos rápidos, en toques cortos y precisos, el grafitero rellenó el círculo y lo cruzó luego en vertical y horizontal con dos líneas negras que le daban un aspecto parecido a una cruz celta. Después, sin mirar siquiera el resultado
final, se inclinó para guardar el bote en la mochila, cerrar ésta y colgársela a la espalda. El punto de la
i se había convertido ahora en el círculo del visor de una mira telescópica, como la de los rifles. El grafitero desapareció calle abajo, en la oscuridad, oculto el rostro bajo la capucha. Ágil y silencioso como una sombra. Fue entonces cuando los dos chicos dejaron la esquina y caminaron hacia la pared. Se quedaron unos instantes bajo la luz de la farola, mirando el trabajo recién hecho. Olía a pintura fresca, a escritura en condiciones. Para ellos, el mejor olor del mundo. Olor a gloria urbana, a libertad ilegal, a fama dentro del anonimato. A chorros, bum, bum, bum, de adrenalina. Estaban seguros de que nada olía tan bien como aquello. Ni siquiera una chica. Ni una hamburguesa.
—Vamos allá —dijo el chico bajo.
Era el más joven de los dos. Había sacado un aerosol de su mochila para escribir sobre la pieza recién pintada en la pared. Dispuesto a un tachado en condiciones; no una, sino cuantas veces fuera posible. A un implacable bombardeo. Aunque cada uno de ellos tenía su tag propio —
Blimp el suyo,
Goofy el del otro—, cuando iban juntos utilizaban otro común,
AKTJ: Adivina Kién Te Jode.
El chico alto miró a su compañero, que sacudía el bote para mezclar la pintura: Novelty negro de doscientos mililitros y boquilla estrecha, robado en una ferretería. Bombardear como ellos lo hacían, con una burda firma repetida una y otra vez, no precisaba sofisticación alguna. La cuestión no era que el logo fuese bonito, sino que apareciera por todas partes. A veces, con tiempo y calma, pensando en un futuro
más o menos inmediato, intentaban piezas complejas con varios colores, sobre tapias medio derruidas o paredes de fábricas abandonadas. Pero aquél no era el caso. Se trataba de una incursión rutinaria, de castigo masivo. Por la cara.
El que empuñaba el aerosol se acercó a la pared con el dedo listo, buscando un sitio donde aplicar el primer tachado. Acababa de decidirse por el círculo blanco situado sobre la letra central, cuando su compañero lo sujetó por un brazo.
—Espera.
El chico alto contemplaba la pieza escrita, cuyo rojo brillante parecía reventar a la luz de la farola como gotas de sangre entre los contornos de las letras. Su rostro traslucía sorpresa y respeto. Aquello era mucho más que una simple obra de grafitero común. Era una pieza en toda regla.
Impaciente, el más joven levantó de nuevo el aerosol, apuntando al círculo blanco. Hervía de ganas por empezar la faena. La noche era corta, e innumerables las presas a cobrar. Llevaban, además, demasiado tiempo en un mismo sitio. Eso vulneraba la norma básica de seguridad: escribe rápido y vete. En cualquier momento podía aterrizarles encima un guardia, haciéndoles comerse lo suyo y lo ajeno.
—Espera, te digo —lo retuvo el otro.
Seguía mirando la pieza de la pared, con la mochila a la espalda y las manos en los bolsillos. Parado y balanceándose despacio sobre los pies. Pensativo.
—Es bueno —concluyó al fin—. Es jodidamente bueno.
Su compañero se mostró de acuerdo con un gruñido. Luego se puso de puntillas, apretó la boquilla del aerosol y escribió
AKTJ en el círculo blanco con una cruz. Sobre la mira telescópica, de francotirador, de la palabra
Sniper.