Viajes. Crónicas e impresiones
Recibimiento a Pérez de Ayala como embajador en Londres, 1931.
La Fundación Banco Santander publica esta recopilación de artículos de Ramón Pérez de Ayala
A continuación, las dos primeras crónicas del volumen, escritas desde Inglaterra en sus años de formación, adonde más de veinte años después, en 1931, volvería como embajador español.
I . INGLATERRA
1907-1908
PROPÓSITOS
Muy pocas palabras, lector, a guisa de saludo en que esbozaré al propio tiempo y muy someramente mis propósitos. Desde hoy en adelante una comunicación, si no cotidiana, frecuente y perseverante, se establece entre tú y yo, o viceversa; quiero decir que escribiré artículos acerca de lo que por esta noble tierra acontece, y en no raras ocasiones de lo que ha acontecido en otros tiempos, que no se puede comprender cabalmente el alumbramiento de lo presente sin la gestación de lo pasado; pero como esta comunicación no sería tal si tú no me leyeres, y en ello te va, creo yo, algún provecho, desde ahora te ruego que prestes un poco de tu atención y un mucho de tu benevolencia a lo que yo te diga. Quiero deleitarte narrándote historias de un país que para ti sobradas veces será ignoto, mas quiero también que en mis empresas informativas haya un fin didáctico, esto es, que al realizarlas yo me eduque y eleve, y tú al seguirlas extraigas alguna utilidad.
Tres meses justos y cabales hace, lector, que arribé a esta fuerte y privilegiada tierra de la libertad. Muchas cosas he visto en este tiempo, pero no he visto el sol. Pudo decir con jactancia y exactitud el césar Carlos V que el sol no se ponía nunca en sus dominios. Su majestad el rey Eduardo VII, soberano de un imperio más dilatado que el que en otros siglos fue nuestro, puede afirmar, parodiando la célebre frase: «El sol no sale nunca en la metrópoli de mis dominios y cabeza de mis vastos reinos». Pues bien, como yo me acercase a estas islas en un amanecer abrileño y en la borda del buque, frente a frente a las rocas grises de la costa inglesa, una pregunta se levantó en mi espíritu. «¿Qué misterioso poder -me interrogaba yo a mí mismo- ha conducido a este pueblo a tan prócer eminencia? ¿Fue obra de la casualidad, de fortuitas circunstancias históricas, o el producto de su genio, de su constancia, de su concepto de la vida?».
Luego he sabido que esta misma pregunta asaltó el ánimo de Emerson, hace sesenta años, en idénticas circunstancias a las mías. Todas las cosas se repiten. Pero en mí la pregunta tuvo un triste y amargo complemento: ¿qué misterioso poder o fatal contingencia ha traído al estado actual a nuestra amada España?
Por esto que te cuento, lector, vendrás a caer en que, una vez formuladas estas dos interrogaciones, mi vida inglesa necesariamente había de tener un derrotero: es, a saber, investigar con ahínco y diligencia las cualidades que a través de la historia han hecho de este pueblo el más poderoso y grande de cuantos hoy existen, y de entre ellas excogitar aquellas que trasplantadas a España pudieran enraizar en el suelo de nuestro temperamento y ser cultivadas con fortuna. Por de gran consuelo tengo las palabras de Montaigne: «La Providencia ha concedido la fuerza a los hombres del Norte, el ingenio a los del Sur». Y digo que las tengo por halagüeñas y consoladoras porque el ingenio es cosa nativa, que no se puede fingir ni contrahacer cuando de él se carece, en tanto la fuerza es una cualidad adquirida, algo que depende de la voluntad y que el ejercicio crea y desarrolla. Una gimnasia bien establecida, individual y colectiva, física e intelectual, podría hacer de nosotros un pueblo tan fuerte como Inglaterra, y desde luego muchísimo más inteligente. Será espejismo u obcecación de mi amor filial y acaso un poco de lo que algunos llaman salvaje orgullo patrio, pero yo entreveo una suave claridad auroral sobre la infinitud terrible de nuestras llanuras, adivino un sol que camina hacia el horizonte desde la noche de lo futuro y aguardo su orto con estremecida y honda emoción, y cuando así pienso, siento cómo la vida, que hasta hace muy poco tiempo no fue para mí sino una vacuidad y negra desolación, adquiere algún sentido.
Albañiles de lo por venir, modestos y tenaces reconstructores del edificio en ruinas, del edificio venidero que sobre el antiguo se ha de alzar, debemos ser tú y yo, lector amigo. Yo te proporcionaré los materiales que pueda, de todo linaje; tú los debes apilar y ensamblar, como mejor sepas. Y si así lo hacemos, que Dios nos lo premie, y si no que Él nos lo demande.
MEDICINA PARA EL ALMA
Sabemos, porque así nos lo asegura Diodoro Sículo, que sobre la puerta o entrada principal de la biblioteca de Tebas había una inscripción, y decía de esta suerte: «Medicina para las almas». Londres está cuajado, por donde quiera que se vaya, de tiendas, grandes o chicas, austeras o fastuosas, en donde se administra esa droga o sustancia medicinal que hace bien a las almas, las conforta y las vivifica. Detrás del vidrio de los escaparates, pulcro, transparente y sin mácula, como reposando en el seno cristalino de las ideas puras, se despliega «toda la dulce serenidad de los libros» (Longfellow). Sólo hay otro linaje de establecimientos que compita en número, a lo largo de las calles de esta urbe infinita, con los despachos de libros: las tabaquerías. El pueblo inglés ama entrañablemente el tabaco y el libro, o el libro y el tabaco, ignoro qué orden de prioridad debe establecerse. Con la humeante y recia pipa tostada, pendiente de la boca, y un libro, o dos libros, o varios libros en la mano, bajo el brazo, en el bolsillo, va el inglés de un lado a otro, apresuradamente tranquilo, graciosamente grotesco, a grandes zancadas, con aire de dominio, como si pensase que allí en donde pone el dilatado pie es tierra conquistada, absorto en sus pensamientos, glabro, desmadejado y potente. Si se encarama en la techumbre de un ómnibus, o se alberga en el interior, o se mete bajo tierra, a fin de tomar el ferrocarril llamado tubo, de que se acomoda en el asiento abre su libro (cuando no el periódico), apura la pipa, y lee y fuma, o fuma y lee. Tampoco es raro que las damas, en los restaurantes de moda, inclinen el pensativo rostro, de suaves tonos albos y aurinos, sobre elegante volumen, en tanto con distinguida parsimonia paladean el té y aspiran el blanco humo fragante de un cigarrillo, apenas sustentado, casi aéreo, entre los dedos sutiles de la mano distraída. Yo, a hurtadillas y con el rabillo del ojo, intento en ocasiones indagar el carácter del libro, y observo, sorprendido gratamente, que las páginas en donde fijan sus ojos místicos estas quebradizas mujeres prerrafaélicas -es el tipo que más abunda- son de amazacotada y densa prosa, y que, por el contrario, en el libro que estos grandes y hoscos señores colocan ante su hirsuto entrecejo aparecen, vacilantes y sensitivos, pequeños renglones de poesía.
El pueblo inglés ama los libros; siente hacia ellos veneración y respetuosa codicia. A la parte de fuera de las librerías existe siempre un grupo heterogéneo de amadores, que contemplan embebecidos los volúmenes, y este público se renueva sin cesar. En el interior de algunas de ellas (la del periódico The Times), es un gentío hormigueante que viene y va, revuelve en los estantes, examina los libros, ajetrea a las muchachas que los expenden. Ha dicho un autor inglés que los libros más beneficiosos para la cultura son aquellos en que el editor pierde dinero. En Inglaterra hay diez, veinte, cincuenta casas editoriales que publican colecciones de toda suerte de obras, literarias, científicas, históricas, a seis peniques (0,60), a un chelín, a dos chelines cuando más; y son volúmenes de 600 páginas, papel excelente, encuadernación sólida y de suprema distinción, en cuero flexible no pocas veces. Estos libros se venden por millones, es cierto, pero la lógica parece insinuar que cuantos más ejemplares se vendan más considerable ha de ser la pérdida de quien los imprime. Esto acaso sea un sofisma; porque nadie gusta de arrojar al viento su pecunia, y menos un sajón.
Los ingleses aman el libro; han amado siempre el libro. La literatura inglesa está constelada de sentencias, en las cuales se patentiza este amor. Phelps dice: «No importa que lleves un vestido viejo, pero no dejes de comprar un libro nuevo». En la cubierta de las obras que edita Ernesto Khys aparece esta máxima, escrita por Carlyle en El culto de los héroes: «La verdadera universidad de hoy es una colección de libros ». Beecher, desde el púlpito de Plymouth, decía: «Un libro es un jardín. Un libro es un huerto. Un libro es un almacén. Un libro es la tertulia. Es un camarada en el camino; es un consejero; es una muchedumbre de consejeros». Y el gran Emerson, si no inglés, primo hermano de ellos, nos advierte: «El libro es el placer más alto en la más alta civilización. Aquel que una vez ha conocido las dulzuras que proporciona posee el mejor recurso contra la adversidad».
Del amor a los libros se pasa a la pasión por los libros; de la bibliofilia a la bibliomanía. Dentro de esta manifestación patológica, morbosa, los bibliómanos ingleses de principios del siglo xix se han hecho célebres. Uno de los libros que han alcanzado mayor precio es cierta biblia inglesa, editada por Clarendon de Oxford en 1717. Se la conoce ordinariamente por la «Biblia vinagre». La razón del precio y del apodo se debe a una errata. En el título del capítulo xx de San Lucas, que trata de la parábola del viñadero, está trocada la palabra vineyard (viña) por esta otra, vinegard (vinagre). Lord Spencer va a Roma en cierta ocasión, dirígese en derechura a las bibliotecas, comienza a rebuscar ediciones antiguas; en esta labor transcurre un año. Lord Spencer no conoce de Roma otra cosa que bibliotecas. Ni el Vaticano, ni San Pedro, ni el Coliseo tientan a solicitar su curiosidad. Un día, por fin, da con el Marcial, de Sweynheym y Pannartz (1483). Este hombre es feliz. Retorna inmediatamente a Inglaterra. Otro lord, sir Edward FitzGerald, sufre en Francia dos años de prisión a causa de haber sido sorprendido hurtando una biblia políglota en los muelles del Sena.
El amor a los libros es propio de los temperamentos silenciosos. Aplicándolo a los pueblos, podemos trazar esta gradación, que acaso no sea errada. Todo pueblo silencioso es un pueblo reconcentrado; todo pueblo reconcentrado es un pueblo fuerte. Acaso no haya nada que requiera tan fornidos músculos como el levantar a pulso un poema épico.