Sirio en un campo de refugiados
En diciembre de 2012, cuando John Maxwell Coetzee (Cape Town, 1940) acudió a la Universidad de su ciudad natal para ofrecer una lectura de la entonces inédita La infancia de Jesús, se presentó explicando a la audiencia que había propuesto editar la novela con unas cubiertas totalmente en blanco, dando a conocer el título sólo en la última página. De haberlo logrado, esta última pirueta acentuaría aún más el carácter de diablura desconcertante que exhibe el libro. Como la industria editorial no quiso saber nada del asunto, la idea queda como una anécdota valiosa, al demostrar que La infancia de Jesús no es un título escogido por capricho, sino que encierra una revelación; también confirma que el texto es críptico por designio de su autor, no por flaqueza. Coetzee proyectó nuestra incomodidad. Esas cubiertas blancas nos permiten especular que, de hecho, Coetzee espera que hagamos algo con esa incomodidad. Por ejemplo, que nos hagamos al menos tantas preguntas como sus personajes.La infancia de Jesús sólo remite a la infancia de Jesús en clave simbólica, proponiendo un paralelismo para nada inequívoco entre este libro y la vida, o el significado, del nazareno. El argumento, desarrollado mediante un narrador convencional, una linealidad temporal nada conflictiva, abundancia de diálogos y el clásico estilo seco, breve y cerebral del Nobel sudafricano, es el siguiente: un adulto y un niño, Simón y David, llegan juntos a un nuevo país. No hay lazos sanguíneos entre ellos pero Simón está decidido a cuidar del pequeño y ayudarle a encontrar a su madre, aunque la tarea se presume difícil: los habitantes de este nuevo mundo llegan a él sin recuerdos del pasado ni interés por recuperarlos. Y aunque el caso de David "es distinto", o eso cree Simón, el niño no conoce el nombre de la madre ni sabe qué aspecto tiene. Sus primeros pasos no son fáciles: tienen que dormir en un centro de reubicación, habituarse a comer mal, aprender el funcionamiento de una sociedad distinta en la que sólo se habla español...
Las primeras páginas del libro parecen contener una alegoría sobre la condición del inmigrante, mientras el lector empieza a hacerse preguntas: ¿Debemos buscar alguna referencia a Sudáfrica en todo esto? ¿Por qué hablan precisamente español? Simón consigue trabajo como estibador en el puerto y la novela parece derivar en una reflexión igualmente alegórica sobre el capitalismo, puesto que este país inexistente es el perfecto negativo de la lógica económica dominante: en el puerto no se usan grúas porque no hay prisa ni necesidad de aumentar beneficios; asistir al espectáculo de un partido de fútbol es gratis, porque "sólo es un juego"; el transporte y la enseñanza son gratuitos; las diferencias sociales parecen existir, pero carecen de importancia.
La novela avanza y todo contribuye cada vez más a la desorientación del lector: si estamos ante algún tipo de alegoría, ¿por qué su prosa evita sistemáticamente el tono alegórico? Si se trata de una apuesta más o menos fantástica, ¿por qué el paisaje urbano se parece tanto al de mediados del siglo XX, con esas escenas portuarias que uno imagina en blanco y negro, sin móviles ni tecnología contemporánea? Como fábula política tampoco parece sofisticada. De pronto aparece en escena la posible, supuesta o real -no sabemos- madre del chico, una tal Inés, caracterizada como una envarada joven que pudo fotografiar Lartigue. ¿Es posible que todo el atrezzo de La infancia de Jesús remita al mundo de la infancia del propio Coetzee? Inés acepta ser la madre del niño, sin que entendamos muy bien si es realmente o no la madre natural ni qué significa para ella ser la madre de alguien tan especial como David.
Porque David, ciertamente, no es normal. Hace muchas preguntas insólitas y despliega una imaginación deslumbrante, una doble visión que nadie más comparte. Simón quiere que aprenda a leer con una edición infantil de El Quijote, y David concluye que el molino es un gigante, don Quijote es un héroe real, y uno puede caer en los agujeros del libro como don Quijote cayó (porque a juicio de David, cayó) en la cueva de Montesinos. Inés no quiere que su hijo sea escolarizado, y cuando esto ocurre, resulta desastroso: la escuela no entiende a David, y el rechazo es recíproco.
A estas alturas, tal vez el lector empiece a entender hasta qué punto La infancia de Jesús ofrece más preguntas que respuestas, más elusiones que aclaraciones. En esta naturaleza misteriosa y llana al mismo tiempo, en su opacidad cristalina, puede que Coetzee haya logrado acercarse más al duende literario de los Evangelios que Colm Tóibín con otra reciente obra suya, The testament of Mary, cuya excelencia artística es más indiscutible pero también menos desbordante. Porque La infancia de Jesús desborda hasta irritar: son irritantes Inés y, a mi modo de ver, David. Irrita la falta de deseos materiales o trascendentes de los habitantes de Novilla, su falta de pasado, su constante buena voluntad, su uso de un platonismo de bachillerato como prevención frente al instinto. Puede irritar sentirse un poco burlado, incluso chuleado, por un Coetzee con cara de palo a lo Buster Keaton que deja al lector desasistido. Pero esta irritación viene acompañada de otra circunstancia no menos determinante: uno no puede dejar de leer y de hacerse preguntas.
He aquí las únicas certezas, porque algunas hay, que he reunido en torno a La infancia de Jesús: a) Simón es un individuo perfectamente coetzeeano, perdido en un mundo de códigos nuevos y apegado a sí mismo aunque sea capaz de aplicarse una mirada nada condescendiente. b) También es propio del autor el tratamiento que da al tema del deseo, en el que nos reconocemos humanos pero que nos lleva a la desgracia. c) La partida alegórica del libro se juega, si es que de verdad se hace, en un terreno más amplio que el político, uno al que sólo conflictivamente se alude como "la naturaleza humana". d) La pregunta esencial no es quién ama a David, sino quién cree en él. e) Hay que ser muy valiente y muy honesto respecto de la propia concepción de la escritura como oficio arriesgado para tener 70 años y un Premio Nobel y atreverse a escribir algo así.
Esto último es muy importante: la percepción que el lector tendrá de La infancia de Jesús va a depender mucho del crédito que dé a Coetzee. Sin confiar en él, habrá quien acabe sospechando que las dudas e irritación que puede provocar son más consecuencia de un devaneo autoral que de un objetivo artístico sólido. No es mi caso, pero no sólo (no me sean maliciosos) por la trayectoria anterior del autor, sino porque a mi juicio esta difícil propuesta no descarrila. Coetzee se impone un extravagante desafío narrativo y lo resuelve no sin elegancia: este es un libro sencillo, nada ampuloso ni "experimental". No puedo garantizar que les vaya a gustar, pero merece respeto y no es fácil de esquivar.