Patrick Fermor Leigh, en Ítaca (1946). Foto tomada por Joan Rayner.
A los 18 años Patrick Leigh Fermor se hartó de Londres, de su vida allí, entre juergas y nocturnidades que no conducían a nada, y se echó al camino. Era diciembre de 1933. Durante dos años pateó hacia oriente, hasta que se topó, primero, con Constantinopla (así era como siempre llamaba a Estambul). Luego se adentró en Grecia, donde se quedó a vivir. Este émulo de Byron huyó de un destino para procurarse otro: más amplio, más rico, más intenso. Por todo equipaje llevaba una cazadora de cuero, un par de mudas, un volumen de Horacio, otro de poemas, el saco de dormir, cuadernos de notas y un cilindro de metal lleno de lápices. Estos dos últimos pertrechos le valieron para dejar constancia de las infinitas peripecias que le deparó el viaje. Tres décadas después sólo le quedaba uno de aquellos cuadernos, el conocido como Green Diary, a partir del cual escribió El tiempo de los regalos (1977) y Entre los bosques y el agua (1986), dos clásicos ya de la literatura de viajes con mayúsculas.
El aventurero inglés nació en 1915. Era hijo de un prestigioso geólogo, que tras ser destinado a la India marchó hasta allí con su mujer. A Patrick le dejaron en tierra. Parece una cruel decisión pero era habitual en aquel entonces entre las familias de funcionarios británicos. De su crianza se ocuparon unos granjeros del norte del país. En aquel contexto campestre se asilvestró de tal modo que luego le costó horrores someterse a la disciplina de las instituciones educativas, de las que, una tras otra, le iban echando. Sus padres pensaron en el ejército como un posible destino para meterle vereda. Llegó a Londres con la intención de enfundarse un uniforme, pero su talante rebelde no cabía en semejantes estrecheces. Donde acabó enrolado fue en las vanguardias bohemias de la ciudad, hasta que, como Francisco de Asís, sintió el vacío y el absurdo y se embarcó hacia Holanda, donde arrancó su periplo sin retorno.
La asendereada existencia de Paddy (así lo llamaban sus amigos) tocó a su fin en junio 2011. Quisó volver a Inglaterra para morir, desde su casa en Mani, al sur de la península del Peloponeso (una casa, por cierto, en la que se ha rodado parte de Antes del anochecer, de Richard Linklater). La defunción abrió a Artemis Cooper y su editorial la posibilidad de publicar al fin su biografía, que ahora acaba de aparecer en España gracias a RBA. La historiadora británica, esposa de Antony Beevor, había sido contratada para escribirla a principios de los 90 pero había acordado con Leigh Fermor no darla a conocer hasta que él ya no estuviera en este mundo: la idea de ver su vida narrada y accesible a cualquiera no le entusiasmaba. "Era muy pudoroso y muy discreto", explica Artemis Cooper a El Cultural. Para ella, aunque era amiga suya desde la infancia, fue todo un desafío sacarle información personal: "La escondía siempre detrás de un torrente de deslumbrantes charlas, cargadas de referencias a canciones, poesías...".
Era un hombre muy culto, a pesar de su aversión por la escuela y la enseñanza reglada. Su formación la había moldeado como un autodidacta que devoraba a Shakespeare y a los clásicos griegos (en versión original) a salto de mata. Hay una simpática anécdota que recuerda Cooper y que da bien la medida de la vasta ilustración de Paddy. Durante la II Guerra Mundial le habían reclutado los servicios secretos británicos, interesados en contar con agentes que se manejasen con el griego. Y le embarcaron en una operación que era más bien una encerrona: secuestrar al general nazi Kreipe, en Creta. Lo consiguieron, con mucha audacia e intrepidez, aunque a punto estuvieron de dejarse el pellejo en muchos de los controles alemanes que tuvieron que atravesar. La historia quedó orlada para siempre con un sello literario. Una mañana el secuestrado, al levantar la vista y ver el magnífico paisaje se arrancó por Horacio: "Vides ut alta stet nive candidum | Soracte...". Leigh Fermor, que fumaba a su lado, continuó la oda, de memoria: "...Nec iam sustinean onus |Silvae laborantes, geluque | Flumina constiterint acuto".
Un descanso en las laderas del monte Ida. El general Kreipe en el centro, Paddy, a su izquierda.
Algo menos ha invertido la escritora Dolores Payás en rematar Drink Time (Acantilado), un libro corto, de poco más de cien páginas, en el que rinde un homenaje al hombre que, tras leer sus clásicos, desvió su trayectoria biográfica y con el que vivió un par de meses en su casa de Mani, muy poco antes de que falleciera. Ese privilegio se lo ganó gracias a un pequeño ensayo que Payás había publicado sobre Leigh Fermor. Intentaba con él convencer a editores españoles para que publicasen más obras del escritor inglés. En 2008, en España, sólo se habían traducido las relativas a su viaje a Bizancio. Payás le hizo llegar el texto a Paddy y le preguntó si podía pasar a saludarle en alguno de sus viajes a Grecia: "Me propuso tomar café una mañana. Le caí bien, y me invitó a comer a la mañana siguiente", explica a El Cultural. Luego empezó a traducir un segundo libro suyo, y cuando regresó a Grecia, Fermor Leigh le ofreció instalarse en sus aposentos. "Era un hombre muy generoso, muy amable y hospitalario. Un ser templado y un anciano elegante, nunca se quejaba y raras veces hablaba de sus achaques o de su edad". Un auténtico gentleman, vamos.
Paddy, en 2001. Foto: AP.
Para esta entusiasta defensora de la obra de Fermor Leigh su muerte constituyó un fin de race: "Por supuesto que sigue habiendo bohemios, aventureros y audaces. Pero Paddy, además de ser todo esto, era erudito y culto, algo que hoy ya posee escaso valor", argumenta Payás. "Él representó la vitalidad, el coraje, la insaciable curiosidad, el amor desaforado por la vida, con todo lo bueno y lo malo (se lo tragaba todo). Y, acompañando esto, una infinita gentileza y un agudo sentido del humor. Sí, era único".
Poco después de morir, encontraron una anotación en uno de los libros que estaba leyendo en sus últimos días: "Amor y bendiciones para todos los amigos, gracias a todos por una vida de inmensa felicidad". Mucho nivel.