Ken Follet.
Tras el éxito de 'La Caída de los Gigantes', Ken Follet vuelve con el segundo tomo de la trilogía 'The Century', 'El invierno del mundo' (Plaza & Janés), en el que nos transporta a los momentos más delicados de la Segunda Guerra Mundial, enmarcada entre el auge del Partido Nacionalsocialista en Alemana, en 1933, y la Guerra Fría, hasta 1949.1937
Volodia Peshkov agachó la cabeza ante la copiosa nevada mientras cruzaba el puente sobre el río Moscova. Llevaba un grueso sobretodo, un sombrero de piel y un par de botas de cuero fuerte. Pocos moscovitas vestían tan bien. Volodia era afortunado.Siempre había tenido botas de buena calidad. Su padre, Grigori, era comandante del ejército. Era un hombre con poca ambición: aunque había sido un héroe de la revolución bolchevique y había conocido a Stalin, su carrera se había estancado en algún punto durante los años veinte. Con todo, su familia siempre había vivido con holgura.
Por contra, Volodia sí tenía ambiciones. Después de terminar la universidad había ingresado en la prestigiosa Academia de los Servicios Secretos del Ejército. Un año más tarde lo habían destinado al cuartel general de los servicios secretos del Ejército Rojo.
Su mayor filón había sido conocer a Werner Franck en Berlín, donde su padre trabajaba como agregado militar en la embajada soviética. Werner estudiaba en la misma escuela que él, aunque en una clase de grado inferior. Al enterarse de que el joven Werner odiaba el fascismo, Volodia le sugirió que la mejor forma de luchar contra los nazis era trabajar de espía para los rusos.
En aquel entonces Werner solo tenía catorce años, pero ahora había cumplido los dieciocho, trabajaba en el Ministerio del Aire, odiaba a los nazis aún más y poseía un poderoso transmisor de radio y un libro de códigos. Era ingenioso y valiente, asumía grandes riesgos y recogía información de valor inestimable. Y Volodia era su contacto. Volodia no veía a Werner desde hacía cuatro años, pero lo recordaba perfectamente. Era alto, tenía el pelo de un llamativo color bermejo y, por su apariencia y comportamiento, siempre daba la impresión de ser mayor de lo que en realidad era; incluso a los catorce años tenía un éxito envidiable con las mujeres.
Hacía poco que Werner lo había puesto sobre aviso con respecto a Markus, un diplomático de la embajada alemana en Moscú que era comunista en secreto. Volodia se había puesto en contacto con Markus y lo había reclutado como espía. Markus llevaba unos cuantos meses proporcionándole continuos informes que Volodia traducía al ruso y trasladaba a su jefe. El último era un relato fascinante de cómo los líderes empresariales estadounidenses filonazis abastecían a los insurgentes derechistas españoles de camiones, neumáticos y combustible.
El presidente de Texaco y admirador de Hitler, Torkild Rieber, utilizaba los petroleros de la compañía para pasar combustible de contrabando a las tropas de Franco vulnerando la disposición expresa del presidente Roosevelt.
Volodia iba camino de encontrarse con Markus. Avanzó por la avenida Kutúzovski y torció hacia la estación de Kiev. Ese día su cita debía tener lugar en un bar cercano a la estación frecuentado por obreros. Nunca se encontraban dos veces en un mismo sitio sino que al final de cada reunión concertaban la siguiente:
Volodia era muy meticuloso en relación con la forma de efectuar los intercambios. Siempre utilizaban bares o cafés baratos donde los colegas diplomáticos de Markus no pondrían los pies ni por asomo. Si por algún motivo Markus acababa despertando sospechas y lo seguía un agente de contraespionaje alemán, Volodia lo sabría porque el hombre destacaría entre los demás clientes.
El bar en cuestión se llamaba Ucrania. Su estructura era de madera, como la de la mayoría de los edificios de Moscú. Las ventanas se veían empañadas, o sea que por lo menos el interior debía de estar caldeado. No obstante, Volodia no entró enseguida, tenía que tomar más precauciones. Cruzó la calle y se coló en el portal de un edificio de viviendas.
Aguardó de pie en el frío vestíbulo mientras observaba el bar a través de un ventanuco. Se preguntaba si Markus aparecería. Hasta el momento, lo había hecho siempre; sin embargo, no podía estar seguro. Y si acudía a la cita, ¿qué información le llevaría? España era el tema más candente de la política internacional, pero los servicios secretos del Ejército Rojo también estaban sumamente interesados en los armamentos alemanes.
¿Cuántos tanques fabricaban al mes? ¿Cuántas ametralladoras Mauser MG34 al día? ¿Cuál era la fiabilidad del bombardero Heinkel He 111? Volodia anhelaba poseer esa información para comunicársela a su jefe, el comandante Lemítov.
Transcurrió una hora, y Markus no apareció. Volodia empezaba a preocuparse. ¿Habrían descubierto a Markus?
Trabajaba como ayudante del embajador y, por tanto, veía todo lo que pasaba por su escritorio; pero Volodia le había instado a que se procurara acceso a otros documentos, en especial a la correspondencia de los agregados militares. ¿Habría cometido un error pidiéndoselo? ¿Habría reparado alguien en Markus mientras trataba de meter las narices en telegramas que no eran de su incumbencia?
Entonces apareció caminando por la calle, una figura imponente con gafas y un abrigo loden de estilo austríaco cuyo paño verde estaba salpicado de blancos copos de nieve. Entró en el bar Ucrania. Volodia aguardó, observándolo. Otro hombre entró detrás de Markus, y Volodia frunció el entrecejo con preocupación; sin embargo, estaba claro que era un obrero ruso, no un agente de contraespionaje alemán. Se trataba de un hombre bajito con cara de rata que llevaba un abrigo raído y las botas envueltas con andrajos, y se enjugaba la húmeda punta de la nariz afilada con la manga. Volodia cruzó la calle y entró en el bar.
Era un local cargado de humo, no precisamente limpio, y estaba impregnado del olor de hombres que no se bañaban a menudo. En las paredes había colgadas acuarelas desvaídas de paisajes ucranianos con marcos baratos. Era media tarde, y no había muchos clientes. La única mujer del local tenía aspecto de ser una prostituta avejentada que se estaba recuperando de una resaca.
Markus se encontraba al fondo del local, encorvado sobre una jarra de cerveza intacta. Estaba en la treintena pero parecía mayor, con su barba y su bigote rubios y cuidados. Había arrojado su abrigo de modo que quedaba abierto y revelaba el forro de piel. El ruso con cara de rata estaba sentado a dos mesas de distancia y liaba un cigarrillo. Cuando Volodia se acercó, Markus se puso en pie y le propinó un puñetazo en la boca.
-¡Enculavacas! -le gritó en alemán-. ¡Grandísimo hijo de perra!
Volodia estaba tan asombrado que, por un instante, no reaccionó. Le dolían los labios y notaba el sabor de la sangre. En un acto reflejo, levantó el brazo para devolverle el golpe, pero se contuvo.
Markus quiso pegarle otra vez, pero en esta ocasión Volodia estaba prevenido y esquivó la brutal andanada con facilidad.
-¿Por qué lo has hecho? -gritó Markus-. ¿Por qué?
Entonces, de forma igualmente repentina, se dejó caer en el asiento, hundió el rostro entre las manos y empezó a sollozar. Volodia habló con los labios ensangrentados.
-Cállate, estúpido -le espetó. Se dio media vuelta y se dirigió a los otros clientes, que miraban de hito en hito-. No pasa nada, está disgustado.
Todos apartaron la mirada, y un hombre se marchó. Los moscovitas nunca se metían en líos si podían evitarlo. Incluso separar a dos borrachos enzarzados en una pelea podía resultar peligroso, no fuera a ser que uno de ellos tuviera influencia en el partido. Y sabían que Volodia era de esos; lo deducían por su abrigo de primera calidad. Volodia se volvió hacia Markus y, con voz baja y tono airado, le dijo:
-¿A qué cuernos viene eso? -le preguntó en alemán ya que Markus hablaba mal el ruso.
-Has detenido a Irina -respondió el hombre entre lágrimas-. Puto malnacido; le has quemado los pezones con un cigarrillo.
Volodia crispó el rostro. Irina era la novia de Markus, y era rusa. Empezaba a comprender de qué iba todo aquello y tuvo un mal presentimiento. Se sentó enfrente de Markus.
-Yo no he detenido a Irina -dijo-. Y si le han hecho daño, lo siento. Cuéntame qué ha ocurrido.
-Fueron a buscarla de madrugada. Su madre me lo contó. No dijeron quiénes eran, pero no se trataba de simples agentes de policía; iban mejor vestidos. Su madre no sabe adónde se la han llevado. Le empezaron a hacer preguntas sobre mí y la acusaron de ser una espía. La torturaron y la violaron, y luego la sacaron de casa.
-Joder -exclamó Volodia-. Lo siento de veras.
-¿Que lo sientes? Tiene que haber sido cosa tuya. ¿De quién, si no?
-Los servicios secretos no han tenido nada que ver, te lo juro.
-Eso no cambia las cosas -repuso Markus-. No quiero saber nada más de ti, ni tampoco quiero saber nada más del comunismo.
-A veces se sufren bajas en la guerra contra el capitalismo. -Incluso a Volodia, mientras lo decía, le sonó a pura palabrería.
-Niñato estúpido -le espetó Markus con virulencia-. ¿No comprendes que el socialismo implica liberarse de toda esa mierda?
Volodia levantó la cabeza y vio entrar a un hombre fornido con un abrigo de cuero. Su instinto le decía que no había acudido simplemente a tomar un trago. Allí se estaba cociendo algo y Volodia no sabía el qué. Era novato en el juego, y en esos precisos momentos acusaba su falta de experiencia tanto como si careciera de un brazo o una pierna. Creía que podía estar en peligro pero no sabía qué hacer. El recién llegado se acercó a la mesa de Volodia y Markus.
Entonces el hombre con cara de rata se puso en pie. Tenía más o menos la misma edad que Volodia y, sorprendentemente, habló en un registro culto.
-Ustedes dos quedan detenidos. Volodia soltó unas palabrotas. Markus se puso en pie de un salto. -¡Soy agregado comercial en embajada alemana! -gritó en un ruso gramaticalmente incorrecto-. ¡No pueden detener! ¡Tengo inmunidad diplomática! Los otros clientes abandonaron el bar a toda prisa, propinándose empujones mientras se apretujaban para pasar por la puerta. Solo se quedaron dos personas: el camarero, que limpiaba la barra nervioso con un trapo mugriento, y la prostituta, que estaba fumándose un cigarrillo y contemplaba un vaso de vodka vacío. -A mí tampoco pueden detenerme -dijo Volodia con calma, y sacó la tarjeta de identificación de su bolsillo-. Soy el teniente Pesh kov, de los servicios secretos del ejército. ¿Y usted? ¿Quién cojones es? -Dvorkin, del NKVD. -Berezovski, del NKVD -dijo el hombre del abrigo de cuero. La policía secreta. Volodia refunfuñó: debería haberlo supuesto. Las competencias del NKVD se solapaban con las de los servicios secretos. Le habían advertido que las dos organizaciones se pasaban la vida pisándose el terreno, pero era la primera vez que le ocurría a él. Se dirigió a Dvorkin. -Supongo que sois vosotros los que habéis torturado a la novia de este hombre. Dvorkin se limpió la nariz con la manga; al parecer, la desagradable costumbre no formaba parte de su disfraz. -No tenía información. -O sea que le habéis quemado los pezones para nada.
-Ha tenido suerte. Si hubiera sido una espía, le habría ido peor.
-¿No se os ocurrió consultarlo primero con nosotros?
-¿Es que vosotros nos habéis consultado algo alguna vez?
-Yo me voy -dijo Markus.
Volodia se exasperó. Estaba a punto de perder a un buen contacto.
-No te vayas -le suplicó-. Arreglaremos lo de Irina de alguna forma. Le conseguiremos el mejor tratamiento hospitalario...
-Vete a la mierda -le espetó Markus-. No volverás a verme nunca más. -Y salió del bar.
Dvorkin, evidentemente, no sabía qué hacer. No quería dejar que Markus se marchara, pero estaba claro que no podía detenerlo sin dar la impresión de que cometía una estupidez. Al final le dijo a Volodia:
-No deberías permitir que te hablaran de ese modo, te hacen quedar como un blando. Deberían respetarte más.
-Cabrón -saltó Volodia-. ¿Acaso no ves lo que has hecho? Ese hombre era una fuente fidedigna de información secreta, pero jamás volverá a trabajar para nosotros, gracias a vuestro error garrafal.
Dvorkin se encogió de hombros.
-Tal como tú mismo has dicho, a veces se sufren bajas.
-Maldita la hora -repuso Volodia, y abandonó el local.
Sintió unas ligeras náuseas mientras cruzaba el río de regreso. Le repugnaba lo que el NKVD había hecho a una mujer inocente, y estaba abatido por haber perdido a su contacto. Tomó el tranvía: no tenía la categoría suficiente para disponer de coche propio. Iba cavilando mientras el vehículo avanzaba poco a poco entre la nieve rumbo a su puesto de trabajo. Tenía que informar al comandante Lemítov, pero vacilaba, preguntándose cómo iba a explicarle la historia. Necesitaba dejar claro que la culpa no era suya sin que pareciera que buscaba pretextos.