Adolfo Suárez, el presidente inesperado de la Transición
Manuel Campo Vidal retrata la vida política del primer presidente de la democracia
8 octubre, 2012 02:00
'Adolfo Suárez, el presidente inesperado de la Transición' (RBA) es una biografía, pero también un homenaje. Testigo de la época y además periodista, Manuel Campo Vidal traza un retrato de Suárez apoyado en una treintena de entrevistas realizadas a personajes como Felipe González, Sabino Fernández Campo o el recientemente fallecido Santiago Carrillo. Desde esa llamada del Rey pidiéndole que acudiera a Palacio hasta la muerte de su mujer y su hija y su lucha contra el Alzheimer, pasando por la soledad con la que ejerció el poder y la dignidad con la que lo dejó, Campo Vidal desgrana la vida política del que fuera el primer presidente de la democracia.
Sostiene Gabriel Camuñas que «Adolfo Suárez sintió por parte de los políticos de Alianza Popular, que venían del régimen anterior como Fraga, Federico Silva Muñoz, López Bravo, López Rodó, Cruz Martínez Esteruelas..., sintió una lejanía enorme. ¿Por qué? Porque estos políticos basaban su estrategia personal en una carrera meritocrática de los grandes cuerpos del Estado. Y sentían hacia Adolfo Suárez, que no había hecho una de esas grandes oposiciones, un cierto menosprecio intelectual».
Quien peor llevó el nombramiento de Suárez fue, sin duda, Manuel Fraga. No digirió bien, ni con el paso de los años, que Suárez fuera elegido por el rey para pilotar la Transición. Fraga y Areilza se sentían ganadores, o el uno o el otro. Jordi Pujol lo reconoce:
"La contraposición inicial no era Suárez-Fraga, sino Fraga-Areilza, que ambos, por así decirlo, representaban una propuesta de Gobierno distinta. Es decir, la evolución hacia la situación democrática, o medio democrática. El propio Fraga, en su tiempo de embajador en Londres, había hecho ya una serie de gestiones en ese sentido. Luego, la iniciativa de Fraga se truncó mucho porque su actuación durante el primer Gobierno de la monarquía fue especialmente dura y a mi entender poco acertada, y Areilza tampoco fue la persona elegida. Entre Fraga y Areilza se cuela, por así decirlo, Suárez, lo cual fue un acierto. ¿Un acierto de quién? Pues, probablemente de Fernández Miranda. Es muy posible que también interviniese el propio rey, pero, en todo caso, el nombramiento de Suárez fue un acierto."
Acierto de Torcuato y, por supuesto, de don Juan Carlos. Así lo reconoce Felipe González: «Yo creo que Suárez era el hombre que estaba en el momento oportuno y en el lugar oportuno para hacer la Transición. Eso se le debe a él y a la impresionante intuición del rey. Su papel era muy importante desde el punto de vista histórico, y muy poco lucido desde el punto de vista de la relación con sus tribus».
Desde luego, muy difícil con sus tribus. Suárez avanzaba por el estrecho pasillo de la Transición y tras él se escuchaban los portazos con los que le obsequiaban los que seguían anclados en la nostalgia del régimen que acababa.
Aquellos dos días que transcurrieron entre la dimisión de Arias, el 1 de julio, y la terna decidida por el Consejo del Reino, fueron días periodísticamente apasionantes. Los que ya trabajábamos entonces en la sección política de un periódico teníamos la mayor facilidad que recordamos para encontrar a nuestros interlocutores. Todo el mundo estaba en sus puestos. Al primer timbrazo del teléfono todo el mundo descolgaba en su casa, no fuera a tratarse de una información enormemente relevante. Aquellas horas, tras el cese de Arias, Francisco Fernández Ordóñez, que atendía el teléfono directamente en su casa, decía: «La cosa está clara. Si nombra a Areilza será que el Régimen se abre, y si el Régimen se cierra, o va a continuar igual, entonces nombrará a Fraga». Nadie acertó la quiniela. Desconcierto total. Y para los reunidos en casa de Areilza para celebrar su nombramiento fue un chasco de difícil encaje.
Suárez, como todos, también estaba en su casa en la calle San Martín de Porres, número 53, su domicilio particular, soñando con la llamada del rey porque hacía cuarenta y ocho horas que había dimitido Arias. Amparo había viajado con los niños a Mallorca y Suárez se quedó en su domicilio con Mariam, la hija mayor, que tenía exámenes. Carmen Díez de Rivera, colaboradora intermitente de Suárez desde hacía años, acudió para apoyarle en aquellos momentos tensos. Poco antes, el día 24 de junio, en su diario personal aventuró una opinión: «Creo que ya está hecho que el señorito sea director de orquesta».
En casa de Suárez sonó el teléfono y Adolfo respondió:
-¿Qué estás haciendo, Adolfo? -le preguntó el rey.
-Estoy mirando papeles y arreglando el despacho de casa, señor. ¿Quiere algo de mí?
-Solo quería saber cómo estabas.
Y colgó. Lo dejó consumirse en hipótesis sobre el significado de aquella conversación. A los dos minutos don Juan Carlos le volvió a llamar:
-¿Puedes venir a verme? Te espero en palacio.
Y le propuso que ocupara la presidencia del Gobierno, asumiendo ambos un extraordinario riesgo, pero cargados de ilusión por la obra que se disponían a acometer. No hay duda acerca de la trascendencia de aquel nombramiento, como admite Martín Villa: «Suárez fue la llave para cambiar de un régimen autoritario a una democracia plena, eso es clarísimo. Por otro lado, lo hizo con la habilidad suficiente de un hombre que conocía la situación que había que abandonar y que tenía muy clara la meta final, aunque en cada momento el camino requiriera acomodaciones».
Santiago Carrillo estudió bien al personaje:
"En el fondo, Suárez era un hombre progresista y de izquierda en ese momento ya. Por lo poco que conozco de su historia y de su biografía, yo estoy convencido de que Suá- rez ideológicamente no fue nunca falangista. En realidad, él creció siendo hijo y nieto de republicanos que habían estado en la cárcel. Se debió desarrollar en una familia con no muchas posibilidades económicas. Tuvo que buscarse la vida y él era un hombre que tenía, sin duda, vocación polí- tica. Su ascenso en ese período de Franco no va tanto por la vía de Falange y del Movimiento Nacional, como por la vía católica. Él progresa porque se hace inseparable de Herrero Tejedor y Herrero Tejedor es el Opus."
Y Suárez también lo fue, aunque una vez en la presidencia del Gobierno lucharía por borrar esa imagen de vinculación al Opus Dei, tanto como la de falangista de ocasión. O de confusión, cabría decir.
Y Aurelio Delgado, su cuñado, lo confirma: «Él estuvo siempre ligado a la Acción Católica y se encuentra con el Movimiento Nacional cuando Herrero Tejedor, después del fenómeno católico "De jóvenes a jóvenes", en Ávila, le llama para darle un puesto de trabajo. Ahí inicia su primer contacto con el mundo de la política. Y claro, o estabas en el Movimiento, o no hacías política».
Tras el fenómeno religioso «De jóvenes a jóvenes», Herrero Tejedor, gobernador civil de Ávila, detecta en Suárez un líder en potencia. Y sin duda lo era: «Lo conocí a los once años y ya percibí que era un líder», subraya Delgado. Su hermano Hipólito aún se sabe de memoria el arranque del vehemente discurso de Adolfo, ante mil ochocientas personas en Ávila, con la consigna de que «Cristo nos necesita»: «Hombres de Acción Católica que den trabajo a todos los jóvenes que sientan en su pecho el ansia de mejorar el mundo». Por eso, Herrero Tejedor se lo lleva como secretario particular al Gobierno Civil. Suárez conoce allí la política y huele el poder. Viviría para alcanzarlo.
Lo importante, como dice Felipe González, es que su mentalidad era abierta: «Era un hombre que venía de donde venía, del Régimen, que hacía las cosas que hacía pero su concepción de las relaciones sociales y de la política era más abierta. Él no era un liberal, es obvio, no tenía un origen liberal. Era un tipo más abierto, tenía sentido social. En realidad, cuando él se inventó esa cosa del centro, en parte lo sentía».
Su nombramiento desconcierta, y hasta desilusiona incluso a la oposición, pero en la población genera un atisbo de esperanza. En su primera comparecencia en televisión, Suárez no habla desde una tribuna o desde un púlpito, sino desde su casa particular. Aquel cambio de decorado impresiona, tras cuarenta años de liturgia militar o de corte fascista.
"Pertenezco, por edad, a una generación de españoles que solo ha vivido la paz. Pertenezco, por convicción y talante, a una mayoría de ciudadanos que desea hablar un lenguaje moderado, de concordia y conciliación. Deseo que el orden y la libertad convivan en el mismo campo, completándose mutuamente. A esa mayoría de españoles nos apremia la urgencia de la justicia social. Sabemos apreciar, o creemos saber apreciar, el esfuerzo por las libertades cívicas y por unos derechos que comienzan en una vida digna, y terminan en la posibilidad de que el pueblo español sea dueño de su propio destino."
Ese primer discurso, aparentemente improvisado desde su casa, aunque con seguridad muy calculado porque no dejaba nada a la improvisación, es impactante: supone la irrupción, por primera vez en varias generaciones, de un joven presidente de Gobierno. España deja de ser gobernada por ancianos. Especialmente lo aprecian los ciudadanos más jóvenes en todo el país: de norte a sur, de este a oeste.
«Recuerdo especialmente bien la figura de Suárez y lo que provocó en mi casa su llegada -dice María Dolores de Cospedal, secretaria general del Partido Popular, por entonces una adolescente, pero informada políticamente-. Provocó fundamentalmente una alegría contenida, una esperanza de ese hombre que iba a venir para hacer que no pasara nada, nada grave, pero que por otra parte iba a ser una revolución. La alegría contenida es algo que yo tengo muy grabado y la imagen de ese hombre valiente como luego se demostró».
Alberto Núñez Feijóo, presidente de la comunidad autónoma de Galicia, en aquel momento estudiaba en el Instituto Eduardo Blanco Amor de Ourense: «Tenía quince años cuando vi por primera vez en televisión a una persona joven que decían que era el presidente del Gobierno de España. Cuando ya no había ningún uniforme, cuando ya no había nada de lo antiguo, y cuando parecía un personaje nuevo que no conocíamos. Y ese personaje tenía un aspecto fantástico. Hablaba con una sencillez que todo el mundo comprendía y ese personaje era la cara nueva, de la España nueva que nacía en aquel momento».
Aquel hombre joven al mando impactaba, sobre todo, a adolescentes como Patxi López, lehendakari vasco: «La primera imagen que tengo de Adolfo Suárez al ser elegido en la famosa terna de presidenciables es en un televisor en blanco y negro a través del escaparate de una tienda. Lo primero que me sorprendió fue la propia imagen de juventud, bien diferente a lo que conocíamos de los que nos mandaban en ese momento, e incluso de una estética diferente de los que habían acompañado la dictadura. Eso generó ciertas expectativas en mí de que era posible avanzar hacia la democracia y abrir un nuevo tiempo; expectativas que se fueron confirmando con el tiempo».
Impactó en la población e irritó a sus competidores políticos. Once años después, en 1987, a Manuel Fraga todavía le escocía la herida. En unas declaraciones que me concedió para la revista Panorama, después de seis meses de silencio tras su salida de la presidencia de Alianza Popular, afirmaba: «Espero que Suárez no vuelva a mandar».
Es curioso que tuviera esa prevención cuando Fraga era presidente de un partido, AP, que en aquel momento tenía 105 diputados y Adolfo Suárez, con el CDS, tan solo 19. Y, sin embargo, Fraga lo temía. A la pregunta de: «Emilio Romero afirma que usted, como otros, le entregó a Franco un proyecto más o menos tímido, pero con el objeto de democratizar progresivamente el Régimen. Y asegura que de su proyecto dijo Franco, con ironía galaica: "¿Para qué país dice Fraga que ha preparado ese proyecto?"», Fraga lo desmiente:
"Esa es una frase que no se corresponde a la realidad. Lo que sí puedo decir es que si se hubieran encuadernado los proyectos que se enviaron a Franco, se habría podido formar una interesantísima biblioteca. Y claro, solo en una pequeña parte prosperaron. Algunos hicimos el esfuerzo de darle lo que en mi opinión hubiera sido una transición más asegurada, más ordenada y pagando menos precio del que hubo que pagar por ella."
Ese era su argumento recurrente: «Suárez hizo la Transición, pero yo la hubiera hecho sin pagar tanto, sin tantas concesiones a los nacionalistas y a la izquierda porque luego tuvimos que arrepentirnos».
Siete meses antes de concedernos la entrevista, Fraga se había despedido de su gente desde una ventana de la calle Génova con lágrimas en los ojos. Aquella fue su plástica imagen de despedida del puesto de mando de la derecha española. Iba en aquel momento camino de Galicia, donde encontraría su Baviera particular y gobernaría durante dieciséis años (1989-2005), hasta que perdió la mayoría absoluta en las elecciones de 2005 por un solo escaño. Al perder la mayoría absoluta, socialistas y nacionalistas llegaron a un acuerdo para gobernar juntos; si no Fraga se hubiera mantenido en el poder, al menos, una legislatura más, más allá de sus ochenta años.
Iba para Galicia en 1986. Suárez no tenía nada que hacer allí, pero por el camino Fraga bombardeaba la carretera por si el expresidente tomaba aquella dirección:
"Lo que está diciendo el señor Suárez de que pactará sobre un programa, es una nueva estafa al país. En primer lugar, no tiene programa y eso todo el mundo lo sabe. Como también sabe que solo le interesa su propio medro personal, como lo ha dicho claramente: «Yo lo que quiero es ser presidente del Gobierno otra vez".
Cuando le comento en la entrevista que Jordi Pujol afirmaba en aquel tiempo que Suárez volvería a ser presidente del Gobierno, Fraga se revuelve: «No, no lo creo en absoluto. Tengo mejores esperanzas para el futuro de este país». La indigestión, como se ve, todavía no estaba superada.
En su carrera política, Suárez corrió graves riesgos conscientemente, aunque nunca entró en la cárcel, ni pasó por una comisaría, a diferencia de Pujol, que penó dos años en la prisión de Torrero en Zaragoza, o Carrillo y González, quienes sufrieron alguna detención de menor cuantía. Pero estuvo recluido largo tiempo en el penal de su soledad. En parte porque combinaba dos personalidades bien contrapuestas: la extravertida, ejemplo de seducción, y la íntima, retraída, casi mística. Algunos han escrito que era la mejor síntesis del carácter festivo de Hipólito, su padre, y el misticismo de Herminia, su madre.
En su juventud Suárez nunca tuvo problemas con la policía, como otros personajes de la Transición, porque nunca estuvo en la ilegalidad. El abogado Felipe Gonzá- lez, cuando todavía se llamaba «Isidoro» en la clandestinidad política, aterrizó en Sevilla de regreso de un viaje por Europa, en aquellos años del final de la dictadura, y terminó en una comisaría con unos policías preguntándole por qué había viajado a Bonn y a Lisboa, al comprobar los sellos de su pasaporte:
-He ido a Alemania para reunirme con el canciller Willy Brandt, y en Portugal me he visto con el primer ministro Mário Soares.
Uno de los policías le hizo una indicación al otro para que se retiraran y le dijo en voz baja, pero perceptible para González:
-Cuidado porque este tío puede ser nuestro jefe en cualquier momento.
Tenía razón. La velocidad desbocada del cambio entre dictadura y democracia dejó fotografías y pasajes de aquellos bruscos cambios de situación.
-Creo que nos hemos visto antes -le diría intrigado el flamante ministro de Sanidad, Ernest Lluch, en 1982, a uno de los policías que le estaban presentando porque integraría su escolta a partir de aquel momento.
-Sí, señor ministro -respondió un poco compungido-. Yo le detuve a usted en Alaquàs (Valencia) hace algunos años.
-¡Ah! Ya decía yo que me sonaba su cara.
En todos aquellos cambios de papel la naturalidad y la generosidad se impuso. Para Rodolfo Martín Villa: «Los políticos que constituimos el primer Gobierno de Suárez veníamos del régimen anterior, éramos gente en aquel tiempo joven y no habíamos hecho la guerra. Es decir, no hemos estado siempre en la democracia, eso está claro, pero estuvimos siempre en la reconciliación. Y en eso Adolfo Suárez fue un ejemplo».
Aquel era el espíritu del hombre que acababa de ser elegido para conducir el proceso hacia la democracia: coraje, prudencia y claridad de ideas. Había sido un modernizador en cada momento de su vida, pero sin pisar nunca el terreno peligroso de la oposición al Régimen, sin vulnerar nunca la legalidad vigente. La alianza difícil, aparentemente imposible, entre los que empujaban el Régimen desde fuera y los que querían reformarlo desde dentro, era la histórica tarea por realizar. Pero para abrir la puerta del búnker era imprescindible una llave forjada en el calor de la confrontación no siempre pacífica. Suárez personificaba esa figura retórica pero en la práctica también real.
La llave del búnker
Desconcierto total entre los que venían preparándose para el posfranquismo desde dentro del propio Régimen: el piloto de la Transición hacia una democracia plena terminó siendo alguien con quien no se contaba, un tal Adolfo Suárez González, un joven abogado y político de provincias. A todos sorprendió su nombramiento y después, como tuvieron que reconocer, su liderazgo y su capacidad.Sostiene Gabriel Camuñas que «Adolfo Suárez sintió por parte de los políticos de Alianza Popular, que venían del régimen anterior como Fraga, Federico Silva Muñoz, López Bravo, López Rodó, Cruz Martínez Esteruelas..., sintió una lejanía enorme. ¿Por qué? Porque estos políticos basaban su estrategia personal en una carrera meritocrática de los grandes cuerpos del Estado. Y sentían hacia Adolfo Suárez, que no había hecho una de esas grandes oposiciones, un cierto menosprecio intelectual».
Quien peor llevó el nombramiento de Suárez fue, sin duda, Manuel Fraga. No digirió bien, ni con el paso de los años, que Suárez fuera elegido por el rey para pilotar la Transición. Fraga y Areilza se sentían ganadores, o el uno o el otro. Jordi Pujol lo reconoce:
"La contraposición inicial no era Suárez-Fraga, sino Fraga-Areilza, que ambos, por así decirlo, representaban una propuesta de Gobierno distinta. Es decir, la evolución hacia la situación democrática, o medio democrática. El propio Fraga, en su tiempo de embajador en Londres, había hecho ya una serie de gestiones en ese sentido. Luego, la iniciativa de Fraga se truncó mucho porque su actuación durante el primer Gobierno de la monarquía fue especialmente dura y a mi entender poco acertada, y Areilza tampoco fue la persona elegida. Entre Fraga y Areilza se cuela, por así decirlo, Suárez, lo cual fue un acierto. ¿Un acierto de quién? Pues, probablemente de Fernández Miranda. Es muy posible que también interviniese el propio rey, pero, en todo caso, el nombramiento de Suárez fue un acierto."
Acierto de Torcuato y, por supuesto, de don Juan Carlos. Así lo reconoce Felipe González: «Yo creo que Suárez era el hombre que estaba en el momento oportuno y en el lugar oportuno para hacer la Transición. Eso se le debe a él y a la impresionante intuición del rey. Su papel era muy importante desde el punto de vista histórico, y muy poco lucido desde el punto de vista de la relación con sus tribus».
Desde luego, muy difícil con sus tribus. Suárez avanzaba por el estrecho pasillo de la Transición y tras él se escuchaban los portazos con los que le obsequiaban los que seguían anclados en la nostalgia del régimen que acababa.
Aquellos dos días que transcurrieron entre la dimisión de Arias, el 1 de julio, y la terna decidida por el Consejo del Reino, fueron días periodísticamente apasionantes. Los que ya trabajábamos entonces en la sección política de un periódico teníamos la mayor facilidad que recordamos para encontrar a nuestros interlocutores. Todo el mundo estaba en sus puestos. Al primer timbrazo del teléfono todo el mundo descolgaba en su casa, no fuera a tratarse de una información enormemente relevante. Aquellas horas, tras el cese de Arias, Francisco Fernández Ordóñez, que atendía el teléfono directamente en su casa, decía: «La cosa está clara. Si nombra a Areilza será que el Régimen se abre, y si el Régimen se cierra, o va a continuar igual, entonces nombrará a Fraga». Nadie acertó la quiniela. Desconcierto total. Y para los reunidos en casa de Areilza para celebrar su nombramiento fue un chasco de difícil encaje.
Suárez, como todos, también estaba en su casa en la calle San Martín de Porres, número 53, su domicilio particular, soñando con la llamada del rey porque hacía cuarenta y ocho horas que había dimitido Arias. Amparo había viajado con los niños a Mallorca y Suárez se quedó en su domicilio con Mariam, la hija mayor, que tenía exámenes. Carmen Díez de Rivera, colaboradora intermitente de Suárez desde hacía años, acudió para apoyarle en aquellos momentos tensos. Poco antes, el día 24 de junio, en su diario personal aventuró una opinión: «Creo que ya está hecho que el señorito sea director de orquesta».
En casa de Suárez sonó el teléfono y Adolfo respondió:
-¿Qué estás haciendo, Adolfo? -le preguntó el rey.
-Estoy mirando papeles y arreglando el despacho de casa, señor. ¿Quiere algo de mí?
-Solo quería saber cómo estabas.
Y colgó. Lo dejó consumirse en hipótesis sobre el significado de aquella conversación. A los dos minutos don Juan Carlos le volvió a llamar:
-¿Puedes venir a verme? Te espero en palacio.
Y le propuso que ocupara la presidencia del Gobierno, asumiendo ambos un extraordinario riesgo, pero cargados de ilusión por la obra que se disponían a acometer. No hay duda acerca de la trascendencia de aquel nombramiento, como admite Martín Villa: «Suárez fue la llave para cambiar de un régimen autoritario a una democracia plena, eso es clarísimo. Por otro lado, lo hizo con la habilidad suficiente de un hombre que conocía la situación que había que abandonar y que tenía muy clara la meta final, aunque en cada momento el camino requiriera acomodaciones».
Santiago Carrillo estudió bien al personaje:
"En el fondo, Suárez era un hombre progresista y de izquierda en ese momento ya. Por lo poco que conozco de su historia y de su biografía, yo estoy convencido de que Suá- rez ideológicamente no fue nunca falangista. En realidad, él creció siendo hijo y nieto de republicanos que habían estado en la cárcel. Se debió desarrollar en una familia con no muchas posibilidades económicas. Tuvo que buscarse la vida y él era un hombre que tenía, sin duda, vocación polí- tica. Su ascenso en ese período de Franco no va tanto por la vía de Falange y del Movimiento Nacional, como por la vía católica. Él progresa porque se hace inseparable de Herrero Tejedor y Herrero Tejedor es el Opus."
Y Suárez también lo fue, aunque una vez en la presidencia del Gobierno lucharía por borrar esa imagen de vinculación al Opus Dei, tanto como la de falangista de ocasión. O de confusión, cabría decir.
Y Aurelio Delgado, su cuñado, lo confirma: «Él estuvo siempre ligado a la Acción Católica y se encuentra con el Movimiento Nacional cuando Herrero Tejedor, después del fenómeno católico "De jóvenes a jóvenes", en Ávila, le llama para darle un puesto de trabajo. Ahí inicia su primer contacto con el mundo de la política. Y claro, o estabas en el Movimiento, o no hacías política».
Tras el fenómeno religioso «De jóvenes a jóvenes», Herrero Tejedor, gobernador civil de Ávila, detecta en Suárez un líder en potencia. Y sin duda lo era: «Lo conocí a los once años y ya percibí que era un líder», subraya Delgado. Su hermano Hipólito aún se sabe de memoria el arranque del vehemente discurso de Adolfo, ante mil ochocientas personas en Ávila, con la consigna de que «Cristo nos necesita»: «Hombres de Acción Católica que den trabajo a todos los jóvenes que sientan en su pecho el ansia de mejorar el mundo». Por eso, Herrero Tejedor se lo lleva como secretario particular al Gobierno Civil. Suárez conoce allí la política y huele el poder. Viviría para alcanzarlo.
Lo importante, como dice Felipe González, es que su mentalidad era abierta: «Era un hombre que venía de donde venía, del Régimen, que hacía las cosas que hacía pero su concepción de las relaciones sociales y de la política era más abierta. Él no era un liberal, es obvio, no tenía un origen liberal. Era un tipo más abierto, tenía sentido social. En realidad, cuando él se inventó esa cosa del centro, en parte lo sentía».
Su nombramiento desconcierta, y hasta desilusiona incluso a la oposición, pero en la población genera un atisbo de esperanza. En su primera comparecencia en televisión, Suárez no habla desde una tribuna o desde un púlpito, sino desde su casa particular. Aquel cambio de decorado impresiona, tras cuarenta años de liturgia militar o de corte fascista.
"Pertenezco, por edad, a una generación de españoles que solo ha vivido la paz. Pertenezco, por convicción y talante, a una mayoría de ciudadanos que desea hablar un lenguaje moderado, de concordia y conciliación. Deseo que el orden y la libertad convivan en el mismo campo, completándose mutuamente. A esa mayoría de españoles nos apremia la urgencia de la justicia social. Sabemos apreciar, o creemos saber apreciar, el esfuerzo por las libertades cívicas y por unos derechos que comienzan en una vida digna, y terminan en la posibilidad de que el pueblo español sea dueño de su propio destino."
Ese primer discurso, aparentemente improvisado desde su casa, aunque con seguridad muy calculado porque no dejaba nada a la improvisación, es impactante: supone la irrupción, por primera vez en varias generaciones, de un joven presidente de Gobierno. España deja de ser gobernada por ancianos. Especialmente lo aprecian los ciudadanos más jóvenes en todo el país: de norte a sur, de este a oeste.
«Recuerdo especialmente bien la figura de Suárez y lo que provocó en mi casa su llegada -dice María Dolores de Cospedal, secretaria general del Partido Popular, por entonces una adolescente, pero informada políticamente-. Provocó fundamentalmente una alegría contenida, una esperanza de ese hombre que iba a venir para hacer que no pasara nada, nada grave, pero que por otra parte iba a ser una revolución. La alegría contenida es algo que yo tengo muy grabado y la imagen de ese hombre valiente como luego se demostró».
Alberto Núñez Feijóo, presidente de la comunidad autónoma de Galicia, en aquel momento estudiaba en el Instituto Eduardo Blanco Amor de Ourense: «Tenía quince años cuando vi por primera vez en televisión a una persona joven que decían que era el presidente del Gobierno de España. Cuando ya no había ningún uniforme, cuando ya no había nada de lo antiguo, y cuando parecía un personaje nuevo que no conocíamos. Y ese personaje tenía un aspecto fantástico. Hablaba con una sencillez que todo el mundo comprendía y ese personaje era la cara nueva, de la España nueva que nacía en aquel momento».
Aquel hombre joven al mando impactaba, sobre todo, a adolescentes como Patxi López, lehendakari vasco: «La primera imagen que tengo de Adolfo Suárez al ser elegido en la famosa terna de presidenciables es en un televisor en blanco y negro a través del escaparate de una tienda. Lo primero que me sorprendió fue la propia imagen de juventud, bien diferente a lo que conocíamos de los que nos mandaban en ese momento, e incluso de una estética diferente de los que habían acompañado la dictadura. Eso generó ciertas expectativas en mí de que era posible avanzar hacia la democracia y abrir un nuevo tiempo; expectativas que se fueron confirmando con el tiempo».
Impactó en la población e irritó a sus competidores políticos. Once años después, en 1987, a Manuel Fraga todavía le escocía la herida. En unas declaraciones que me concedió para la revista Panorama, después de seis meses de silencio tras su salida de la presidencia de Alianza Popular, afirmaba: «Espero que Suárez no vuelva a mandar».
Es curioso que tuviera esa prevención cuando Fraga era presidente de un partido, AP, que en aquel momento tenía 105 diputados y Adolfo Suárez, con el CDS, tan solo 19. Y, sin embargo, Fraga lo temía. A la pregunta de: «Emilio Romero afirma que usted, como otros, le entregó a Franco un proyecto más o menos tímido, pero con el objeto de democratizar progresivamente el Régimen. Y asegura que de su proyecto dijo Franco, con ironía galaica: "¿Para qué país dice Fraga que ha preparado ese proyecto?"», Fraga lo desmiente:
"Esa es una frase que no se corresponde a la realidad. Lo que sí puedo decir es que si se hubieran encuadernado los proyectos que se enviaron a Franco, se habría podido formar una interesantísima biblioteca. Y claro, solo en una pequeña parte prosperaron. Algunos hicimos el esfuerzo de darle lo que en mi opinión hubiera sido una transición más asegurada, más ordenada y pagando menos precio del que hubo que pagar por ella."
Ese era su argumento recurrente: «Suárez hizo la Transición, pero yo la hubiera hecho sin pagar tanto, sin tantas concesiones a los nacionalistas y a la izquierda porque luego tuvimos que arrepentirnos».
Siete meses antes de concedernos la entrevista, Fraga se había despedido de su gente desde una ventana de la calle Génova con lágrimas en los ojos. Aquella fue su plástica imagen de despedida del puesto de mando de la derecha española. Iba en aquel momento camino de Galicia, donde encontraría su Baviera particular y gobernaría durante dieciséis años (1989-2005), hasta que perdió la mayoría absoluta en las elecciones de 2005 por un solo escaño. Al perder la mayoría absoluta, socialistas y nacionalistas llegaron a un acuerdo para gobernar juntos; si no Fraga se hubiera mantenido en el poder, al menos, una legislatura más, más allá de sus ochenta años.
Iba para Galicia en 1986. Suárez no tenía nada que hacer allí, pero por el camino Fraga bombardeaba la carretera por si el expresidente tomaba aquella dirección:
"Lo que está diciendo el señor Suárez de que pactará sobre un programa, es una nueva estafa al país. En primer lugar, no tiene programa y eso todo el mundo lo sabe. Como también sabe que solo le interesa su propio medro personal, como lo ha dicho claramente: «Yo lo que quiero es ser presidente del Gobierno otra vez".
Cuando le comento en la entrevista que Jordi Pujol afirmaba en aquel tiempo que Suárez volvería a ser presidente del Gobierno, Fraga se revuelve: «No, no lo creo en absoluto. Tengo mejores esperanzas para el futuro de este país». La indigestión, como se ve, todavía no estaba superada.
En su carrera política, Suárez corrió graves riesgos conscientemente, aunque nunca entró en la cárcel, ni pasó por una comisaría, a diferencia de Pujol, que penó dos años en la prisión de Torrero en Zaragoza, o Carrillo y González, quienes sufrieron alguna detención de menor cuantía. Pero estuvo recluido largo tiempo en el penal de su soledad. En parte porque combinaba dos personalidades bien contrapuestas: la extravertida, ejemplo de seducción, y la íntima, retraída, casi mística. Algunos han escrito que era la mejor síntesis del carácter festivo de Hipólito, su padre, y el misticismo de Herminia, su madre.
En su juventud Suárez nunca tuvo problemas con la policía, como otros personajes de la Transición, porque nunca estuvo en la ilegalidad. El abogado Felipe Gonzá- lez, cuando todavía se llamaba «Isidoro» en la clandestinidad política, aterrizó en Sevilla de regreso de un viaje por Europa, en aquellos años del final de la dictadura, y terminó en una comisaría con unos policías preguntándole por qué había viajado a Bonn y a Lisboa, al comprobar los sellos de su pasaporte:
-He ido a Alemania para reunirme con el canciller Willy Brandt, y en Portugal me he visto con el primer ministro Mário Soares.
Uno de los policías le hizo una indicación al otro para que se retiraran y le dijo en voz baja, pero perceptible para González:
-Cuidado porque este tío puede ser nuestro jefe en cualquier momento.
Tenía razón. La velocidad desbocada del cambio entre dictadura y democracia dejó fotografías y pasajes de aquellos bruscos cambios de situación.
-Creo que nos hemos visto antes -le diría intrigado el flamante ministro de Sanidad, Ernest Lluch, en 1982, a uno de los policías que le estaban presentando porque integraría su escolta a partir de aquel momento.
-Sí, señor ministro -respondió un poco compungido-. Yo le detuve a usted en Alaquàs (Valencia) hace algunos años.
-¡Ah! Ya decía yo que me sonaba su cara.
En todos aquellos cambios de papel la naturalidad y la generosidad se impuso. Para Rodolfo Martín Villa: «Los políticos que constituimos el primer Gobierno de Suárez veníamos del régimen anterior, éramos gente en aquel tiempo joven y no habíamos hecho la guerra. Es decir, no hemos estado siempre en la democracia, eso está claro, pero estuvimos siempre en la reconciliación. Y en eso Adolfo Suárez fue un ejemplo».
Aquel era el espíritu del hombre que acababa de ser elegido para conducir el proceso hacia la democracia: coraje, prudencia y claridad de ideas. Había sido un modernizador en cada momento de su vida, pero sin pisar nunca el terreno peligroso de la oposición al Régimen, sin vulnerar nunca la legalidad vigente. La alianza difícil, aparentemente imposible, entre los que empujaban el Régimen desde fuera y los que querían reformarlo desde dentro, era la histórica tarea por realizar. Pero para abrir la puerta del búnker era imprescindible una llave forjada en el calor de la confrontación no siempre pacífica. Suárez personificaba esa figura retórica pero en la práctica también real.