Paul Gauguin.

Gauguin escribe las últimas páginas de 'Antes y después' en febrero de 1903, tres meses antes de morir en las Islas Marquesas, el mayor archipiélago de la Polinesia francesa, al que llegó tras su último viaje a Haití. Las primeras frases de este libro, el último escrito por Gauguin, advierten ya de una vida salvaje, repleta de anécdotas escandalosas, que han contribuido a alimentar su leyenda de pintor maldito. "Notas dispersas, sin ilación, como los sueños, como la vida, hecha toda de pedazos", escribe. Así es el libro: fragmentos de autobiografía, confesiones íntimas, cuaderno de trabajo... Gauguin rememora exilios y revisa sus fantasmas internos: su amistad con Van Gogh, la influencia de Degas y su fijación por el arte japonés y oceánico. Termina diciendo que se escribe demasiado pero que existen "cosas que hay que decirlas". La editorial Nortesur lo hace ahora reeditando este ejemplar, cuyo primer capítulo pueden leer a continuación.




Hace ya tiempo que tengo ganas de escribir sobre Van Gogh, y sin duda lo haré el día que me sienta preparado; por el momento, contaré sobre él, o mejor dicho, sobre nosotros, algunas cosas oportunas para disipar un error que ha circulado en determinados ambientes.



El azar, probablemente, quiso que durante mi existencia varios hombres que me frecuentaron o que discutieron conmigo se volvieran locos. Los hermanos Van Gogh son dos de ellos, y algunos con mala intención, y otros ingenuamente, me han atribuido su locura. Ciertamente, hay quienes pueden tener más o menos ascendiente sobre sus amigos, pero de ahí a provocar la locura hay un abismo. Mucho tiempo después de la catástrofe, Vincent me escribió desde el sanatorio en que cuidaban de él. Me decía: «Qué afortunado eres de estar en París. Allíes dondeseencuentran todavía laseminencias, y sin duda tendrías que consultar a un especialista para que te cure de la locura. ¿Acaso no estamos todos locos?». Era un buen consejo, y quizá por eso no lo seguí, por llevar la contraria.



Los lectores del Mercure han podido ver en una carta de Vincent, publicada hace algunos años, su insistencia para que fuera a Arlés a fundar, según una idea suya, un taller que yo dirigiría.



En aquella época me encontraba trabajando en PontAven, en Bretaña, y ya fuera porque los estudios que había iniciado me ataban a aquel lugar o porque, por un vago instinto, preveía algo anormal, me resistí durante mucho tiempo, hasta el día en que, vencido por los sinceros arrebatos amistosos de Vincent, me puse en camino.



Llegué a Arlés al final de la noche y esperé a que amaneciera en un café nocturno. El patrón me miró y exclamó:



«Usted es el compañero; le reconozco». Un retrato mío que yo había enviado a Vincent basta para explicar la exclamación del patrón. Vincent se lo había mostrado y le había dicho que era un compañero que iba a venir próximamente.



Ni demasiado pronto ni demasiado tarde, fui a despertar a Vincent. La jornada se dedicó a mi instalación, a charlar mucho y a dar paseos para que yo pudiera admirar la belleza de Arlés y de sus arlesianas, que, dicho sea entre paréntesis, no llegaron a entusiasmarme.



Al día siguiente ya nos pusimos a trabajar; él seguía con lo que estaba y yo comencé algo nuevo. Debo decir que nunca he tenido la facilidad cerebral que los demás hallan sin esfuerzo en la punta de su pincel. Éstos se bajan del tren, toman su paleta y, en muy poco tiempo, te plantan ahí un efecto de sol. Cuando está seco, va a parar al Luxemburgo y lleva la firma de Carolus-Duran.



No admiro el cuadro pero admiro al hombre. Él, tan seguro, tan tranquilo. Y yo, tan inseguro, tan inquieto. En cada lugar necesito un período de adaptación, aprender cada vez la esencia de la plantas, de los árboles, de toda la naturaleza en definitiva, tan variada y caprichosa, que nunca se deja adivinar ni se entrega fácilmente.



Pasé, pues, algunas semanas antes de captar claramente el sabor áspero de Arlés y sus alrededores. Ello no impidió que trabajáramos duro, sobre todo Vincent, pero entre dos seres como él y yo, uno todo un volcán, y el otro siempre hirviendo también, estaba preparándose interiormente una especie de lucha.



Para empezar, yo encontraba en todo y por todas partes un desorden que me resultaba chocante. La caja de pinturas apenas podía contener todos aquellos tubos apretados, siempre abiertos, y, a pesar de todo aquel desorden, de todo aquel desastre, una totalidad resplandecía en la tela; y también en sus palabras. Daudet, Goncourt y la Biblia hacían arder aquel cerebro de holandés. En Arlés, los muelles, los puentes y los barcos, todo el Midi se convertía para él en Holanda. Hasta se olvidaba de escribir en holandés y, como ha podido verse por la publicación de las cartas a su hermano, no escribía más que en francés, y lo hacía admirablemente, con un sinfín de «mientras que» y «en cuanto a».



A pesar de todos mis esfuerzos por desentrañar en aquel cerebro desordenado una razón lógica en sus opiniones críticas, no pude explicarme todo lo que de contradictorio había entre su pintura y sus opiniones. Así, por ejemplo, sentía una admiración ilimitada por Meissonier y un odio profundo por Ingres.



Degas le resultaba desesperante y Cézanne no era más que un cuentista. En cambio, pensar en Monticelli le hacía llorar.



Una cosa que lo encolerizaba era verse obligado a reconocer en mí una gran inteligencia, pese a mi frente demasiado estrecha, signo cierto de imbecilidad. Y en medio de todo esto, una gran ternura o, más bien, un altruismo de evangelio. Desde el primer mes vi cómo nuestras finanzas en común adquirían el mismo aire de desorden. ¿Qué hacer? La situación era delicada, porque la caja la llenaba modestamente su hermano, empleado de la casa Goupil; y por mi parte, contribuía mediante el trueque de cuadros. Era necesario hablar de ello, aun a riesgo de chocar con una gran susceptibilidad. Así que abordé el problema tomando muchas precauciones y con una actitud cariñosa poco compatible con mi carácter.



Debo confesar que conseguí lo que quería mucho más fácilmente de lo que esperaba. En una caja dispusimos un tanto para paseos nocturnos e higiénicos y otro tanto para el tabaco, e igualmente también una parte para gastos imprevistos, incluido el alquiler.



Y además, un pedazo de papel y un lápiz para anotar honestamente lo que cada uno tomara de la caja. El resto del dinero estaba en otra caja, dividido en cuatro partes, para el gasto semanal en comida. Nuestro pequeño restaurante quedó suprimido, y, con ayuda de un hornillo, yo cocinaba, mientras que Vincent se ocupaba de las provisiones, sin alejarse mucho de la casa. Una vez, sin embargo, Vincent quiso hacer una sopa, pero no sé qué mezclas haría -sin duda como con los colores en sus cuadros- que no pudimos comérnosla. Y mi Vincent se puso a reír y exclamó: «¡Tarascón! La gorra para el viejo Daudet». En la pared, con tiza, escribió:



Soy el Espíritu Santo.

Soy de espíritu sano.



¿Cuánto tiempo permanecimos juntos? No sabría decirlo, porque lo he olvidado por completo. A pesar de la rapidez con que llegó la catástrofe, a pesar de la fiebre de trabajo que se había apoderado de mí, todo esetiempo me pareció un siglo.



Sin que el público pudiera sospecharlo, dos hombres hicieron allí un trabajo colosal, de utilidad para ambos. ¿Y quizá para otros también? Algunas cosas dan sus frutos. Cuando llegué a Arlés, Vincent estaba metido de lleno en la escuela neoimpresionista y se atascaba considerablemente, cosa que le hacía sufrir; no porque esa escuela, como todas las escuelas, fuera mala, sino porque no correspondía a su naturaleza, tan poco paciente y tan independiente.



Con todos sus amarillos sobre violeta, todo ese trabajo de colores complementarios, trabajo desordenado por su parte, sólo conseguía suaves armonías incompletas y monótonas; faltaba en ellas el son del clarín.



Acometí la tarea de instruirlo, lo cual fue fácil, porque encontré un terreno rico y fecundo. Como todas las naturalezas originales y marcadas con el sello de la personalidad, Vincent no sentía ningún temor ante el prójimo y no era testarudo.



Desde aquel día, mi Van Gogh hizo progresos asombrosos; parecía entrever todo lo que había en él, y de ahí toda aquella serie de soles sobre soles, a pleno sol. ¿Han visto ustedes el retrato del poeta? El rostro y los cabellos amarillos de cromo número 1. El vestido amarillo de cromo número 2. La corbata amarilla de cromo número 3 con una pizca de esmeralda, verde esmeralda, sobre un fondo amarillo de cromo número 4. Es lo que me decía un pintor italiano, y añadía: «Merda, merda, todo es amarillo; ya no sé qué es la pinture».



Sería ocioso entrar aquí en detalles técnicos. Sólo quería informarles de que Van Gogh, sin perder ni un ápice de su originalidad, extrajo de mí una enseñanza fecunda. Y cada día me estaba agradecido por ello. Esto es lo que quiere decir cuando le escribe al señor Aurier que le debe mucho a Paul Gauguin.



Cuando llegué a Arlés, Vincent se buscaba a sí mismo, mientras que yo, mucho más viejo, era un hombre hecho. A Vincent le debo, además de la conciencia de haberle sido útil, la consolidación de mis ideas pictóricas anteriores, y luego, en los momentos difíciles, el poder acordarme de que existe alguien más desgraciado que uno mismo. Cuando leo que «el dibujo de Gauguin recuerda un poco al de Van Gogh», me sonrío.



En la última etapa de mi estancia, Vincent se volvió excesivamente brusco y ruidoso, y después silencioso. Algunas noches sorprendí a Vincent levantado y acercándose a mi cama. ¿A qué puedo atribuir que me despertara justo en ese momento? De todos modos, bastaba con decirle muy seriamente: «¿Qué te pasa, Vincent?», para que, sin abrir la boca, se volviera a la cama y siguiera durmiendo como un tronco. Se me ocurrió la idea de retratarlo mientras pintaba aquella naturaleza muerta que tanto le gustaba, los girasoles. Una vez terminado el retrato, me dijo: «Soy yo, ciertamente, pero yo tras haberme vuelto loco».