Image: Joseph Anton

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Letras

Joseph Anton

Salman Rushdie

28 septiembre, 2012 02:00

Manifestación en Jamiat Talaba-E-Arabia (Pakistán) en el año 2007 contra el escritor Salman Rushdie

Traducción de Carlos Milla. Mondadori. Barcelona, 2012. 688 páginas, 24,90 €

En 1989, el ayatolá Ruholá Jomeini declaró que la novela de Salman Rushdie Los versos satánicos era ofensiva para el islam y promulgó una fatwa contra el autor por la que lo sentenciaba a muerte. Durante nueve años, Rushdie vivió bajo la amenaza de ser asesinado, privado de la libertad de la vida cotidiana y habituado a sentir miedo por sí mismo y su familia. Fue una pesadilla que curiosamente parecía sacada de una de sus novelas surrealistas y que ponía de relieve los mismos asuntos con los que llevaba años lidiando en la ficción: los costes emocionales del exilio y de verse separado del pasado; las consecuencias de la mundialización y el choque cultural entre Oriente y Occidente, y la naturaleza cada vez más fantasmagórica de la historia contemporánea.

Ahora, con Joseph Anton, Rushdie ha escrito un libro de memorias que describe aquellos años que pasó escondido; unas memorias que llegan después de varias novelas decepcionantes y que nos hacen recordar sus fecundas dotes para el lenguaje y su talento para explicar las complejidades psicológicas de la familia y la identidad. Aunque este libro puede resultar rebuscado y engreído a ratos, es también un documento desgarrador, muy sentido y revelador: un espejo autobiográfico de las grandes preocupaciones filosóficas que han dado vida a la obra de Rushdie, desde el choque de lo privado y lo político en el interconectado mundo actual hasta las permeables fronteras entre la vida y el arte, la realidad y la imaginación.

En las primeras páginas, Rushdie da a entender que su historia fue una escaramuza inicial en la batalla contra el islamismo radical y una especie de prólogo del 11-S. La compara con el primer pájaro que aparece en la película de Hitchcock Los pájaros, un presagio de "la plaga de pájaros asesinos" que invade una pequeña ciudad de California. El título del libro -escrito, un tanto extrañamente, en tercera persona, quizás para permitirse una cierta distancia- proviene del alias que adoptó cuando la policía británica le dijo, allá por 1989, que necesitaba un seudónimo: el Joseph viene de Joseph Conrad, el Anton, de Anton Chejov.

Lo que Rushdie - nacido en Bombay en el seno de una familia musulmana- consigue hacer de manera más persuasiva en estas páginas es transmitir al lector una sensación palpable de cómo fueron los años de la fatwa: al principio, su "necesidad constante de encontrar el siguiente sitio donde vivir", trasladándose de una casa de un amigo a otra y, más tarde, el hecho de aprender a vivir en una casa alquilada dentro de una urbanización cerrada con "cuatro enormes hombres armados".

No solo las necesidades más corrientes - como conseguir tratamiento cuando le estuvieron doliendo las muelas del juicio- requerían unas complejas operaciones secretas, sino que toda espontaneidad quedó suprimida rápidamente de su vida: tenía que programar algo tan simple como un paseo; se veía obligado a esconderse en un cuarto de baño cerrado cada vez que una limpiadora iba a casa. Ni que decir tiene que estas circunstancias afectaron gravemente sus relaciones y alteraron su capacidad para escribir.

El grupo de protección de Rushdie le enseñó el protocolo para entrar debidamente en una habitación (fijarse en el escenario y averiguar todas las salidas disponibles); los peligros de salir de un edificio y cómo llegar sano y salvo al coche que lo esperaba (ese terreno, le explicaron, nunca podía asegurarse al 100%); y el arte de la "limpieza en seco" ( el uso de trucos de contravigilancia para asegurarse de que no le seguían).

Para hacerle la vida más soportable, el grupo de seguridad de Rushdie a veces rompía sus propias normas. En la época en que los sitios públicos le estaban prohibidos, los policías le llevaron al cine, entrando después de que se apagaran las luces y sacándolo antes de que volvieran a encenderse. En una ocasión en la que las autoridades habían advertido de que debía evitar la ciudad de Londres, le llevaban a casas de amigos para que pudiese reunirse con su hijo pequeño, Zafar: "Los trasladaron a él y a Zafar a unos campos deportivos de la policía y formaron unos equipos de rugby improvisados para que pudiera correr con ellos. En los días festivos, a veces los llevaban a los parques de atracciones".

A medida que pasaban los meses, Rushdie se dio cuenta de que había una "escisión" interna que estaba empeorando: "la diferencia entre lo que ‘Rushdie' tenía que hacer y el modo en que ‘Salman' quería vivir". La identidad y las metamorfosis que los individuos, que se sienten divididos entre diferentes culturas y ambiciones antagónicas, atraviesan durante su vida siempre han sido inquietudes fundamentales de la ficción de Rushdie, y en este libro nos muestra cómo la fatwa le obligó a reconciliarse con su pasado, su sed de amor y sus profundas creencias acerca del mundo.

Por el camino, Rushdie nos ofrece un relato conmovedor sobre la compleja relación con su padre, Anis (quien le legó "un escepticismo aparentemente audaz, acompañado de una libertad casi total respecto de la religión"), y algunos retratos nítidamente trazados de lumbreras literarios como Thomas Pynchon ("era alto, llevaba una camisa de leñador roja y blanca y pantalones vaqueros, tenía el pelo blanco de Albert Einstein y los incisivos de Bugs Bunny").

Hace una descripción fascinante del modo en que escribió su obra maestra Hijos de la medianoche -una oscura parábola de la historia india desde la independencia que obtuvo el premio Booker en 1981- y un relato detallado de la génesis y evolución de Los versos satánicos, el "libro grande y extraño" que cambiaría su vida, un libro que, de hecho, era una "exploración interior mucho más personal" que Hijos de la medianoche o su novela de 1983, Shame, dos obras que abordan de manera directa la historia pública del subcontinente indio.

Rushdie escribe sobre su aislamiento y su "ánimo beckettiano", el sentirse como Didi y Gogo (de Esperando a Godot), "jugando contra la desesperación" o más bien lo contrario, "esperando lo que deseaba que nunca llegase". Escribe sobre la amargura que sentía en momentos más sombríos, al pensar que su mayor problema "era que no estaba muerto": "si estuviese muerto, nadie en Inglaterra tendría que preocuparse por el coste de su seguridad ni por si merecía o no ese tratamiento especial durante tanto tiempo".

Casi al principio, Rushdie pensó que si tan solo pudiese demostrar que Los versos satánicos era una obra escrita de manera seria que podía ser defendida honestamente, "entonces la gente - los musulmanes -cambiarían de opinión sobre ella, y sobre él. En otras palabras, quería ser popular. El malmirado chico del internado quería ser capaz de decir: ‘Mirad, todos, habéis cometido un error con mi libro y conmigo. No es un libro maligno y yo soy una buena persona. Leed este ensayo y lo comprobaréis".

Sin embargo, llegó a entender de día en día que "la violencia y la amenaza de la respuesta" a su novela "era un acto terrorista al que había que hacer frente" y que él "quería que los dirigentes mundiales defendiesen su derecho a ser un alborotador". No se trataba solamente de su libro. Se trataba de "la era de miedo y autocensura que se había iniciado como consecuencia de la fatwa". Se trataba de defender la literatura, que "fomentaba el entendimiento, la solidaridad y la identificación con personas que no son como uno mismo" en una época en la que "el mundo empujaba a todos en la dirección contraria, hacia la intolerancia, el fanatismo, el tribalismo, el extremismo religioso y la guerra".

Cayó en la cuenta de que estaba luchando por "la libertad de expresión, la libertad de la imaginación, la libertad frente al miedo y el hermoso y antiguo oficio" de narrar historias, "que él tenía el privilegio de ejercer".

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW