Santiago Carrillo durante una de sus últimas visitas al Congreso.
Santiago Carrillo, histórico dirigente del Partido Comunista de España (PCE) y figura clave en la Transición, ha fallecido este martes en Madrid, según han confirmado fuentes familiares y de Izquierda Unida. El político ha muerto en su domicilio a los 97 años, mientras se echaba la siesta. La suya ha sido una biografía de suma intensidad que tiene sus picos tanto en la guerra civil como en la reorganización del PCE, pasando por su papel clave en la Transición. Ya el pasado mes de julio estuvo varios días en observación en el hospital Gregorio Marañón de Madrid por un problema de riego sanguíneo.Su apuesta por aceptar la monarquía en un momento en el que el PCE era aún la única fuerza política con implantación real en España imprimió un giro decisivo a la evolución del país y sorprendió tanto a los promotores del franquismo sin Franco como a la desconcertada militancia comunista, volcada durante décadas de lucha clandestina en recuperar las libertades. No fue esa la única decisión polémica adoptada por Carrillo, el suyo es el perfil de un político polémico y controvertido. No sólo a través de sus actos como dirigente del PCE, que lideró hasta 1982, sino también a través de su amplia obra ensayística, que arranca en 1959 con el libro ¿Adónde va el Partido Socialista?
Entre su bibliografía destacan títulos como Eurocomunismo y Estado, Memoria de la transición: la vida política española y el PCE, Juez y parte: 15 retratos españoles, La memoria en retazos: recuerdos de nuestra historia más reciente, Dolores Ibárruri: Pasionaria, una fuerza de la naturaleza y La crispación en España. De la Guerra Civil a nuestros días, entre otros.
Pero quizá el capítulo más importante de su producción es el constituido por sus propias memorias, que vieron la luz por primera vez en 1993 para ser reeditadas en 2007 por la editorial Planeta con una nueva introducción y epílogo del autor. A continuación reproducimos un fragmento de este libro, en el que el político repasa el espíritu de consenso sobre el que se asentaron la democracia y la Constitución de 1978.
Capítulo 22
La política de consenso
La elaboración de la Constitución | Problemas en el título octavo | Un ponente invisible | Consensos entre líderes | Los poderes de la corona | Los comunistas ante la monarquía | Por una política de concentración democrática | Los pactos de la Moncloa | La CEOE se pronuncia en contra | La compostura de los debates constituyentes | Fraga me presenta en el club Siglo XXI | Mis conversaciones con Suárez | El alto sentido de responsabilidad del PCE
Las cuestiones más problemáticas se relacionaban con el título octavo, o sea con la articulación del Estado de las autonomías; también hubo algunos,más que sobre la forma de Gobierno,so- bre las atribuciones del monarca. No fueron los únicos,pero sí los más complicados.
La admisión de la palabra «nacionalidades»,en el título octavo no fue fácil.Los diputados más derechistas se oponían invocando la unidad de España,negándose a admitir la existencia de varias naciones. Para nosotros el reconocimiento era muy importante,res- pondía a una realidad histórica que el centralismo no había logrado destruir en el curso de siglos y en definitiva facilitaba la unidad del país,dando satisfacción a vascos y catalanes. Sobre este tema y ante las dificultades surgidas en la ponencia yo tuve varias conversaciones con Suárez,que al principio no parecía muy inclinado a la admisión del término «nacionalidades». Sobre el presidente debían ejercerse presiones de todo género.Yo tuve la impresión,a todo lo largo del debate constitucional,de que en éste participaba activamente un protagonista invisible:el Ejército. No supe nunca quién transmitía al Gobierno las opiniones de éste,por donde llegaban a Suárez,pero tenía la convicción de la presencia de este factor, demasiado opresiva a veces, en el debate constitucional. Suárez me reconoció más de una vez que «un sector del Ejército» había seguido «con la escopeta apuntada» todo el período constituyente y particularmente los temas vasco y catalán.
No sé qué otros interlocutores hablarían con Suárez del término «nacionalidades»,pero el día que la ponencia debía decidir me llamó por teléfono para decirme que los representantes de UCD apoyarían el término en el texto constitucional.
Debo decir que Suárez dio muestras de comprensión y voluntad para encauzar el proceso,con gran respeto para la opinión de las minorías y que si la Constitución de 1978 salió aprobada de forma satisfactoria, no obstante todas las presiones negativas, se debe a él en una buena parte el resultado.
El tema vasco fue uno de los más conflictivos. Lo complicaba el terrorismo de ETA,que explotado por los sectores más a la derecha, fomentaba en el país sentimientos antivascos. Afortunadamente,al frente del grupo nacionalista en el Parlamento había «un político» de gran inteligencia, Xavier Arzallus, que sin ceder de sus principios y aun absteniéndose de votar la Constitución,mantuvo una actitud fundamentalmente constructiva en todo ese período.
Otro tema en el que tuve que mediar fue en las facultades de la corona. En la ponencia parecía prosperar una fórmula dando al monarca facultades ejecutivas que ponían en cuestión el carácter parlamentario de la monarquía, facultades inexistentes en las actuales monarquías europeas. Puesto al corriente por Solé Tura me entrevisté con Suárez y le expuse las inconveniencias de la redacción que parecía prosperar. Suárez estuvo de acuerdo, telefoneó a Landelino Lavilla, que en ese momento debía ser el coordinador de los ponentes de UCD, y le dio instrucciones para modificar el contenido que de otro modo hubiera alterado el carácter de la forma de Gobierno que íbamos a decidir.
Sobre esta cuestión yo sostuve una viva discusión en el pleno de las Cortes con el diputado de UCD, Jiménez de Parga. Este había mantenido la idea de conferir a la corona facultades semejantes a las de un régimen presidencialista como el del general De Gaulle en Francia. Mi argumentación contra él se basaba en que de esta forma no tendríamos una monarquía parlamentaria,sino un régimen autocrático. Que en una república democrática el presidente durante su mandato tuviera poderes ejecutivos no representaba un peligro como si los poseía el rey. Al presidente se le podía cambiar en unas elecciones,su mandato era solamente temporal. Pero para cambiar a un monarca era necesaria una revolución. La noción de la soberanía popular era innegociable. Y el Parlamento debía ser el depositario de esa soberanía,el que podía designar o desautorizar al poder ejecutivo. Este principio quedó escrupulosamente establecido en el espíritu y la letra de la Constitución.
La cuestión de la forma de Gobierno en las Constituyentes venía predeterminada por la forma en que se había realizado la transición. Por muy republicano que se fuera no era posible desconocer que don Juan Carlos había abierto las puertas al cambio democrático, corriendo indudables riesgos. Los sectores más «ultras» le hacían responsable de haber abierto la puerta a los «rojos». Al mismo tiempo, el inestable equilibrio entre la naciente democracia y el obsoleto aparato del Estado, en el que los «ultras» eran aún muy poderosos, quien podía mantenerlo era el rey. Si en vez del rey las Constituyentes se hubieran pronunciado por un presidente de la República el equilibrio hubiera vuelto a romperse, en detrimento de las libertades democráticas.
En realidad, en las Constituyentes ningún partido era favorable a cambiar la forma de Gobierno, aunque alguno mantuviese formalmente el equívoco. En mis conversaciones con Felipe González y con Enrique Múgica era obvio que ellos, como nosotros, aceptaban la monarquía a condición de que funcionase como las de otros países europeos que de hecho eran repúblicas coronadas. Y esta obviedad se derivaba de una realidad, no de una teoría política. En teoría, el derecho de herencia no justificaba en esta época el desempeño de la jefatura del Estado; he oído esta opinión incluso en labios de un general del Ejército muy identificado con el rey. En la práctica la realidad histórica planteaba la necesidad de aceptar como muy importante el papel de don Juan Carlos, y a partir de ahí, quizá por primera vez en la historia de España, la democracia se identificaba con la monarquía, una monarquía que en su manera de estar ya no se parecía más que en el nombre a lo que había existido antes en nuestro país.
Yo encabezaba la presencia de los comunistas en la Comisión Constitucional y cuando ésta inició sus labores, en la discusión general en la que cada partido definió su visión de lo que debía ser la Carta Magna, de hecho, dejé zanjado el problema de la forma de Gobierno. Manifesté,sin ambages, nuestra aceptación de la monarquía parlamentaria y constitucional. Sin negar nuestras convicciones y nuestra historia republicana, afirmé que la izquierda debía apostar por un rey joven, que había abierto la puerta a las libertades, impidiendo de paso que la oposición de la izquierda le convirtiera en un rehén de la derecha. Afirmé que, de otro modo, buscando la república podíamos perder la democracia.
Digo que esta posición zanjaba el problema de la forma de Gobierno porque el PSOE,que había presentado un voto particular republicano y no sabía cómo retirarlo, atrapado en un cierto «izquierdismo» declarativo, tenía fácil hacerlo, después del paso que habíamos dado los comunistas, como en definitiva sucedió.
La posición que defendí entonces significaba una modificación de la que habíamos mantenido anteriormente, es decir, de la consulta popular en torno a si monarquía o república. Una campaña electoral sobre la cuestión hubiera roto profundamente la unidad de las fuerzas acordes en realizar el cambio democrático y hubiera dado a los militares «ultras» la posibilidad de un golpe de estado, con el pretexto de defender la monarquía.
Y por otra parte, en aquellas condiciones, si llegaba a realizarse el referéndum, lo hubiésemos perdido los republicanos y quisiéramos o no,la divisoria entre los españoles hubiera vuelto a re- petir las contradicciones de los años treinta.
De mantener anteriores posiciones hubiéramos llevado a cabo una batalla infructuosa y de consecuencias gravemente negativas para la democracia. Dentro del PCE nadie contestó esta modificación táctica y en la izquierda tampoco suscitó críticas significativas.
La labor de las Constituyentes se desenvolvió en un ambiente de consenso que contrastaba con la tensión circundante. Estábamos en plena crisis económica y la inflación alcanzaba proporciones alarmantes; crecía el desempleo; los conflictos sociales podían dispararse. El terrorismo de ETA que se cebaba, como por azar, en los mandos del Ejército más disciplinados y en los simples agentes de la Guardia Civil y de la policía uniformada -alguna vez también en personalidades civiles- atizaba el espíritu de revancha y las conspiraciones «ultras» que se desarrollaban en una atmósfera de facilidad. Cada vez que moría asesinado un general la propaganda «ultra» encontraba mayor eco en sectores del Ejército. Algún líder de derecha atizaba las pasiones proponiendo, de hecho, una nueva guerra en el Norte. En una manifestación la fuerza pública abofeteaba a un diputado; no era el único caso en que representantes del orden manifestaban su total falta de respeto a los parlamentarios elegidos por el pueblo. En una pequeña ciudad vasca, la Policía Armada mandada por un comandante entraba en plan de razzia. Se denunciaban casos de torturas policiales. El Gobierno apenas tenía fuerza para controlar una situación tan versátil. Era un Gobierno minoritario, débil, compuesto por UCD, al que la derecha dura acusaba de traición y la izquierda consideraba sospechoso de negligencia hacia la conspiración antidemocrática.
En esa situación,tomando en cuenta la necesidad de dar una base popular más fuerte al poder político,los comunistas planteamos la creación de un Gobierno de concentración democrática y de una política compartida por la izquierda y la derecha. En UCD, personas como Álvarez de Miranda, presidente de la Constituyente, y Satrústegui (demócrata-cristiano uno y liberal otro) hicieron declaraciones favorables a esta solución. Pero UCD no los secundó. Ignoro qué fuerzas se oponían, aunque puedo sospecharlo. Pero el obstáculo principal al Gobierno de concentración estaba en el PSOE, en su llamado proyecto autónomo, en su opción por el bipartidismo y su esperanza de hacerse con el Gobierno en las elecciones siguientes.
Estoy convencido de que en ese momento el PSOE tenía una visión poco responsable de la realidad, no era totalmente consciente de la fragilidad de los logros democráticos y prueba de ello es que en el 81, cuando se encontró con el golpe de estado, fue cuando se ofreció a formar parte del Gobierno con UCD. Hasta entonces pensaba que el semáforo estaba en verde,y no se daba cuenta que sólo estaba en ámbar y algunas veces en rojo. Recuerdo muy bien que el día 24 de febrero del 81 ,cuando ya se había firmado el «pacto del capot» y los diputados habíamos salido del hemiciclo, nos encontramos en el garaje del Congreso buscando nuestros coches ,Felipe González, Alfonso Guerra, Nicolás Redondo y yo. Felipe González decía en ese momento a sus compañeros que ha- bía que entrar en el Gobierno.
Pero el Gobierno de concentración democrática, que nosotros estábamos dispuestos a apoyar en el Parlamento, no se formó nunca. Creo que eso fue, principalmente, lo que hundió a UCD. Ésta habría podido consolidarse como el gran partido de centro derecha, semejante a algunos partidos demócrata-cristianos europeos; tales partidos habían sido hechos también desde el poder, compuestos por diversas corrientes y se habían logrado consolidar pese a importantes contradicciones internas. Pero no habían afrontado en solitario el desgaste de la transición, sino junto con los partidos de izquierda, que lo compartieron. La soledad de una UCD que ocupando totalmente el Gobierno tiene que desmontar el sistema anterior, hacer a veces importantes concesiones a la izquierda entrando en conflicto con sectores económicos, religiosos y militares condujo a que ninguna clase social concreta la considerase su representante orgánico, lo que avivó las luchas entre barones y la llevó a la descomposición.
Suárez quiso sustituir el Gobierno de concentración democrática con un gran pacto político-social y un día me convocó a la Moncloa para planteármelo. La necesidad,a defecto de un Gobierno, de un acuerdo de ese tipo, para superar la doble crisis que vivíamos, política y económica, era para mí evidente. Sin un acuerdo básico todo lo que estábamos intentando hacer podía venirse a tierra. Suárez solía repetirme, refiriéndose a la actitud de algunos dirigentes políticos, que éstos jugaban a lanzarse un frágil jarrón -la transición- y que él tenía que hacer increíbles saltos para cogerle en el aire y que no se rompiese contra el suelo. Cada vez que me lo decía yo pensaba para mí que algunos de esos saltos los estaba haciendo yo, con sólo veinte diputados, porque me importaba tanto por lo menos que al que más, que el jarrón no se hiciera pedazos.
Al hacerme la proposición, sin duda pensando que así me animaba, Suárez me dijo concretamente que si se hacía tal pacto, el Gobierno despacharía los asuntos corrientes y él, Felipe, Fraga y yo, decidiríamos sobre los problemas políticos esenciales. De hecho seríamos un supergobierno.
Mi respuesta fue que eso no sería fácil pero que lo que sí consideraba preciso, estando en el Gobierno sólo UCD, era crear un organismo entre los partidos participantes que supervisara la aplicación del pacto y que pudiese tomar decisiones conjuntas sobre el particular, que se tradujeran en medidas de Gobierno.
En varias conversaciones Suárez y yo llegamos fácilmente a un acuerdo sobre las cuestiones que el pacto debía abarcar.
Suárez no confiaba mucho en la aceptación de los socialistas y eso le preocupaba, pues eran la primera fuerza parlamentaria de oposición y los únicos que en aquel momento aspiraban a remplazarle lo más rápidamente que pudieran. Lo que hiciese Fraga podía representar potencialmente a un sector de la derecha dura; pero en el Congreso poseía muy pocos diputados. El problema era convencer a los socialistas, que con el argumento de «no dar oxígeno al Gobierno de la derecha» tendían a escaparse de todo pacto que los vinculara de algún modo a UCD.
Estoy convencido de que nuestra aceptación de las proposiciones de Suárez determinó en cierto modo la participación del PSOE en los pactos. El PSOE tampoco podía aceptar ante la opinión pública el riesgo de pasar por un partido menos responsable que el PCE; eso hubiera perjudicado sus posibilidades electorales.
Sostuve entrevistas con Felipe González sobre el asunto, cuando ya Adolfo Suárez le había puesto en conocimiento de su plan. En nuestras conversaciones Felipe y yo teníamos por costumbre empezar con un análisis de la situación política general,que unas veces iniciaba yo y otras él. Muy a menudo coincidíamos en nuestros análisis; pero luego a la hora de las soluciones siempre había matices diferenciales, lógicos por otra parte. En estas conversaciones, aun sin mucha confianza en los acuerdos, González los consideraba útiles para lograr un clima de confianza; afectaba no preocuparle que el pacto reforzase a Suárez. A su entender, ante la opinión, la parte dura la aceptaríamos «por patriotismo» y la parte buena la «arrancaríamos» nosotros. De todos modos le disgustaba la idea de presentarnos juntos, todos los partidos, implicados en una misma política. No rechazando la idea de un instrumento de control del seguimiento, que no llegaba a concretar, advertía que el PSOE no estaba de acuerdo en la creación de un órgano pluripartidista de seguimiento, según él por respeto al papel del poder ejecutivo, que hoy era Suárez, pero mañana podía ser otro. Se negaba a institucionalizar una figura de ese género.
En definitiva Felipe no se sustraía al pacto, pero dejaba al Gobierno la responsabilidad de aplicarlo. En el fondo era también lo que más convenía al Gobierno que así gozaría de una amplia libertad de movimientos para modular la aplicación e incluso eludirla si le parecía conveniente.
Formalmente la posición de Felipe podía venderse al público -y se vendió así- como más de izquierda que la nuestra, puesto que aparecía como más reticente hacia la derecha, al no querer participar en un órgano pluripartidista con ella. En el fondo, sin embargo, esto significaba renunciar a garantizar la aplicación de las partes más positivas para los trabajadores de los acuerdos, dejando la responsabilidad de ello precisamente a esa derecha.Y si ésta no cumplía, el caso se convertía en un argumento electoral para lanzárselo a la cara a UCD. Desde un punto de vista partidista la posición podía comprenderse: servía a los objetivos bipartidistas del PSOE. Desde el punto de vista del interés concreto de los trabajadores y del interés general del país, terreno en el que nos situábamos nosotros, ya no era tan comprensible.
En el mes de setiembre se celebraron en el palacio de la Moncloa las discusiones que habían de llevar a los pactos bautizados con el nombre de «Pactos de la Moncloa». Participaban por el Gobierno, junto a Suárez, Landelino Lavilla, Fuentes Quintana, Calvo Sotelo y Martín Villa, que recuerde; al frente de los delegados del PSOE, a quienes flanqueaba una representación de los socialistas catalanes, se hallaba Felipe González; por el PSP encabeza Tierno; por el PNV, Ajuriaguerra; por los catalanes de CD, Miquel Roca; por la derecha, Fraga Iribarne; por el PC, yo acompañado, si mal no recuerdo, por Tomás García, Solé Tura y Tamames. Paralelamente a los que discutíamos los temas políticos, trabajaba con Fuentes Quintana una comisión que elaboraba los aspectos económicos del pacto, que luego fueron sometidos a nuestra aprobación. La discusión fue mucho menos difícil de lo que podía esperarse de una reunión con participantes tan diversos. Quien más peros ponía a los acuerdos era Manuel Fraga. Recuerdo que hicimos algún alto para restaurarnos; en uno de ellos, habido tras una intervención bastante dura de Fraga, me acerqué a él y le dije: «Entonces, ¿qué vamos a hacer, señor Fraga, volver al monte? » Se lo decía muy sinceramente, apelando a sus sentimientos de persona. Era la segunda vez que yo hablaba con él personalmente. Pocas semanas antes, una mañana en las Cortes me preguntó Tierno: «¿Te importaría que te presentase a Manuel Fraga?» «¿Por qué no?», le contesté, y el viejo profesor hizo las presentaciones. Fraga había elogiado mi libro Eurocomunismo y Estado y habíamos cambiado algunas palabras corteses.
En esta ocasión, en el palacio de la Moncloa, tuve la impresión de que mis consideraciones habían producido en Fraga una reacción humana. Este hombre temperamental y autoritario podía tenerlas. Después del episodio, cuando reanudamos la discusión me pareció que su posición no era ya tan dura Las conversaciones de la Moncloa sirvieron también para acercar personalmente a quienes participábamos en ellas.Yo no había tratado a Landelino Lavilla, ni conocía bien sus antecedentes; sus intervenciones flexibles e inteligentes me convencieron de que aquellos «jóvenes reformistas» -como suele denominarlos Martín Villa-, aún habiéndose desarrollado bajo el franquismo, no eran fascistas y entendían bien la necesidad de desmontar jurídicamente el sistema anterior. Fuentes Quintana me produjo también una favorable impresión.Y Martín Villa del que yo tenía más información desde los tiempos en que trabajábamos para dinamitar el SEU, me pareció un hombre sinceramente comprometido con el cambio, cordial y modesto.
Durante otro descanso hubo un cruce de bromas entre él y Fraga sobre mi detención. Hablando de cómo había burlado yo a la policía en el 76, Martín Villa ironizó con Fraga: «Pero tú no conseguiste detenerle y en cambio yo lo logré.» «Sí -le contestó el líder derechista-, para ponerle en libertad a los pocos días y legalizarle. Conmigo no le hubiera ido tan bien.»
En mis intervenciones había subrayado la necesidad de que uno de los acuerdos fuera crear un organismo de seguimiento de la aplicación del pacto, con la participación del Gobierno y los partidos de oposición, como había convenido con Suárez. González consideraba suficiente el control parlamentario de acuerdo con las opiniones que ya me había expresado personalmente. Suárez no insistía ya en ese punto. El profesor Tierno Galván, por el contrario, sí insistió, hasta el final, en la necesidad del órgano de seguimiento. Pero al final no se retuvo nuestra opinión.
Con todo, los Pactos de la Moncloa fueron el programa básico de la transición democrática, el paso más importante dado por las fuerzas políticas para asegurarla. Posteriormente así ha sido reconocido. De hecho los Pactos de la Moncloa eran el acuerdo más progresista realizado en nuestro país desde los años treinta, entre fuerzas obreras y burguesas. Pocos son los que se han parado a ver que en ellos se sientan las bases de la sociedad civil de derecho, democrática, que luego se plasmaría en diversas leyes y en la Constitución y que suponen la abolición de las anteriores leyes fascistas. Hasta ese momento no había habido ningún acuerdo concreto sobre las reglas de juego de la democracia. Sólo ese contenido habría justificado la firma de los pactos.
Pero el carácter progresista de tal paso no estriba sólo en su contenido político, sino también en el económico-social: el compromiso de construir un gran número de escuelas públicas, de elevar la masa salarial del año siguiente en dos puntos por encima de la inflación, con aumentos mayores para los salarios más bajos, la voluntad de reforzar los derechos de los trabajadores en la empresa, consagrándolos en un «Estatuto de los trabajadores», la democratización y el saneamiento de la Seguridad Social y otros pasos en el mismo sentido.
La CEOE levantó en seguida la voz contra lo acordado en la Moncloa. Desde Estados Unidos su presidente en aquel entonces, el señor Ferrer Salat, ponía el grito en el cielo diciendo que en España íbamos camino de los «soviets».
Se desencadenaba una campaña de presión sobre Suárez y la UCD que tuvo ciertos resultados e influyó en que los pactos, en su parte económica, conocieran algún incumplimiento, denunciado por el grupo comunista en las Cortes.
Desde posiciones de ultraizquierda, incluso desde dentro de mi partido, se empezó también a criticar los Pactos de la Moncloa. Simultáneamente se desarrolló una especie de elitismo ácrata, en algunos medios intelectuales que se pusieron a cultivar el menosprecio al consenso, al compromiso entre fuerzas políticas desde un punto de vista «ético», en el más puro estilo pequeñoburgués, posición que encontraba cierto eco en un país donde las tradiciones anarquistas estaban relativamente próximas.
Ya hay una perspectiva, casi podríamos decir histórica, que permite valorar objetivamente los Pactos de la Moncloa y su importante papel en la transición. Se reconoce que yo desempeñé algún papel en hacerlos posibles, unas veces criticándome y otras admitiendo mi mérito. En cualquier caso, en circunstancias semejantes, volvería a hacer lo que hice entonces.
En la práctica las Constituyentes trabajaron sobre las bases que se habían trazado en los Pactos de la Moncloa.Yo había conocido otras Constituyentes, mucho más tormentosas, las de la República, donde los debates iban acompañados de duros incidentes y violentos epítetos. El contraste con las Constituyentes del 77 y 78 era notable. En éstas yo me preguntaba, a veces, si estábamos realmente en España. Habiendo presenciado sesiones en los parlamentos francés, italiano, inglés y hasta sueco, no conocía que ninguno de ellos se produjese con la corrección y la calma con que nos comportábamos los parlamentarios españoles. No recuerdo ninguna interrupción desde los escaños a los oradores, salvo algún gesto airado y silencioso. Creo que las escaramuzas más agudas las libramos Fraga y yo.Y hubo buenos parlamentarios, Gómez Llorente, Herrero de Miñón, Felipe González, Guerra, Lluch, Arzallus, Tierno. ...Incluso Suárez, que creo sufría un complejo a la hora del debate, tuvo buenas intervenciones, alguna improvisada. Yo no sé si fue el recuerdo de las violencias pasadas en la historia política de España, si fue el sentido de la responsabilidad ante los peligros que amenazaban la transición, el caso es que la seriedad y la cortesía que rodearon los debates constituyentes fueron realmente notables.
Recuerdo el día que vino el rey a inaugurar las Cortes; los comunistas acordamos que nos levantaríamos a saludar su llegada con el resto de los diputados. Huelga decir que entre nosotros nadie era monárquico, pero en el saludo reconocíamos los méritos de don Juan Carlos en la apertura del país a la democracia y su papel de jefe del Estado que la Constitución iba a sancionar. La sorpresa general fue que los socialistas permanecieron sentados, dos, aunque al fin de la sesión se pusieron de pie y aplaudieron, como todos los demás. Nunca entendí muy bien esta postura, dado que en el tema, la suerte estaba echada de antemano y más pronto o más tarde, el rey tendría que encargarles de formar Gobierno, y ellos le jurarían fidelidad. Pero lo cierto es que en esos tiempos los socialistas mostraban a veces una vena demagógica que demostraba sus dificultades para escapar a un izquierdismo juvenil.
En octubre del 77, el club Siglo XXI se abría a la nueva realidad política española y me invitaba a dar una conferencia. Como consecuencia, alguno de sus socios más connotados -entre ellos un general que luego fue jefe de la JUJEM1- se daban de baja del club. La invitación equivalía a una especie de reconocimiento del Partido Comunista por sectores sociales sólidamente instalados. Era un acontecimiento en la vida social madrileña. Lo resaltaba un hecho que sólo unos meses antes hubiera resultado insólito: me presentaba el jefe de la derecha, don Manuel Fraga, que lo hizo con palabras sumamente corteses.
Acudía un público muy variopinto: el habitual del club, entre el que había algún título nobiliario y más de un hombre de negocios; intelectuales y políticos, comprendido algún ministro y una cierta cantidad de camaradas míos, bastante impresionados por la novedosa compañía. Hubo que habilitar un gran salón, no habitual para estos actos, que estuvo abarrotado.
Yo pronuncié un discurso, preparado cuidadosamente, en el que explicaba la posición política del PCE en aquellas circunstancias y donde, además, daba cuenta de nuestros objetivos en tanto que partido. La acogida por parte del público no pudo ser más calurosa. Al terminar muchos, a quienes no conocía, vinieron a felicitarme.
La normalización de los comunistas como integrantes de la vida política democrática ganó muchos puntos. Nuestra presencia, aunque lentamente, iba asentándose.
A algunos les sorprendió que Fraga fuese mi presentador. Creo que influyó en su ánimo mi actitud hacia él en la discusión de los Pactos de la Moncloa. A pesar de su temperamento autoritario y de su pasado, Manuel Fraga era un hombre sumamente inteligente que se percataba de que el cambio democrático no excluía a priori a nadie y que su pasión por la política podía tener un espacio en el que inevitablemente teníamos que convivir, aunque en posiciones políticas opuestas.
El presidente del club en aquel momento era Antonio Burgos, coronel del Ejército, que se distinguía por su adhesión a don Juan Carlos y trataba de reorientar dicho club en la línea del constitucionalismo. A fines de año recibí invitaciones de tres universidades norteamericanas, la de Yale, la Hopkins y Harvard para hacer en ellas conferencias sobre el eurocomunismo. Era la primera vez que se invitaba a un secretario general de un Partido Comunista occidental a visitar los EE. UU.