Daniel Pennac. Foto: Domènec Umbert.
El autor francés, que arrasó con 'Mal de escuela', publica ahora 'Diario de un cuerpo', que recoge las infinitas contingencias físicas de un personaje a lo largo de toda su vida
Daniel Pennac recibe a elcultural.com en un aula del Instituto Francés de Madrid. Un lugar en el que se siente en su hábitat natural. Durante décadas ha sido profesor de secundaria, curtido en barrios conflictivos, hasta que pudo empezar a ganarse la vida sólo con la literatura. De aquella experiencia su mayor éxito (más de 700.000 ejemplares vendidos) de su carrera hasta la fecha, Mal de escuela, una reflexión (muy directa, sin ornato ni pomposidad sociológica) sobre los males que aquejan al sistema educativo actual, en el que a los alumnos "se les prepara para ser buenos consumidores". Él fue un estudiante desastroso en la infancia, con graves problemas de atención y memoria. Esas carencias y su falta de adaptación al entorno escolar le dieron una especial empatía para tratar con los alumnos más rebeldes. Su madre todavía no se cree que llegara a ser un buen profesor y un gran novelista. Detrás de sus redondeadas gafitas mantiene un talante amable y risueño, sólo interrumpido cuando quiere corregir alguna apreciación que no le parece correcta: "No, no, en esta sociedad no existe el culto al cuerpo, lo que existe es sobrexposición del mismo".
Así responde cuando se le pregunta que resulta extraño que una sociedad tan obsesionada con las proporciones anatómicas produzca tan poca literatura con el cuerpo como epicentro narrativo. "En realidad se da una situación paradójica. Esa sobrexposición no significa que hayamos dejado atrás los tabúes sobre el cuerpo. Sigue habiendo un gran silencio en torno a él. Hay cosas de nuestro cuerpo que no nos atrevemos a contársela ni a las personas con las que más complicidad tenemos".
- Bueno, así ha sido toda la vida, ¿no? No hay nada nuevo en esto...
- Sí, pero ha habido notables excepciones. En Francia, e imagino que en España también, el cristianismo puso bajo sospecha al cuerpo. Hay un prejuicio secular contra él. Pero en términos sociales cobró una tremenda fuerza en Francia a partir de 1830, tras el fin del romanticismo, periodo en el que imperó cierta libertad. Antes podemos encontrar a autores hablando sin cortapisas del cuerpo, la maquinaria de nuestro ser, como Montaigne, Rabelais, Diderot e incluso el propio Rousseau. Y hay periodos, como el de Luis XIV, en Versalles, en que se vivía un absoluto libertinaje, en el que todos se acostaban con todos. Pero eso se terminó de golpe al final del romanticismo. La clase burguesa a la que le tocó pagar los platos rotos que dejó Napoleón fue muy estrecha moralmente. Concebían el matrimonio como un contrato económico, y por ese motivo no engañaban a sus mujeres (o a sus hombres) porque eso significaba irse con la competencia.
El autor del diario, una especie de intelectual descreído y gris, que no destaca por nada en particular, tampoco engaña a su esposa. A lo largo de su vida sólo tiene un desliz. Aunque es un hombre que siente una profunda curiosidad a las mujeres. De hecho, en una de sus anotaciones, ya con 50 años y tres meses, dice: "Si tuviera que hacer público este diario, lo destinaría antes de nada las mujeres. A cambio, me gustaría leer el diario que una mujer hubiera llevado sobre su cuerpo. Sólo para levantar una pequeña parte del misterio. ¿En qué consiste el misterio? En esto por ejemplo, en que un hombre ignora todo lo que siente una mujer con respecto a la forma y al peso de sus pechos, y en que las mujeres nada saben de lo que sienten los hombres con respecto a la modestia de los genitales".
- Hay un momento en que sus propios genitales, esta vez de adolescente, sufren una reacción muy curiosa: ¡Llega a tener una erección leyendo el El contrato social. ¿Cómo es eso posible?
- Es que él es un joven muy entusiasta en términos intelectuales, una erección tan potente que incluso le escandalizaría al propio Rousseau.
- ¿Y usted, ha tenido alguna erección leyendo algún libro?
- (Risas) No leyendo, pero es cierto que escribir es una actividad muy sensual, siento al hacerlo una especie de excitación semántica. Pero que quede claro: los escritores no vivimos en estado priápico perpetuo.
- Los escritores, no, pero dice que los políticos, sí...
- (Risas) Es que el ejercicio de su trabajo les obliga a estar continuamente seduciendo a diestro y siniestro, y el problema es que esta necesidad inaplazable no les deja ver cuál es realmente su objetivo: el bien común.