En una de sus infinitas y agudas greguerías, Ramón Gómez de la Serna apuntaba que el único defecto de las enciclopedias radica en que padecen apendicitis: necesitan sin cesar, en efecto, apéndices, suplementos y ampliaciones que las actualicen y pongan al día, porque lo escrito queda pronto superado por nuevos acontecimientos y personajes que deben incorporarse sin dilación a estas obras de consulta. De las llamadas obras completas podría decirse algo parecido, incluso cuando se trata de escritores recientes. Una vez reunidas y publicadas, siempre aparecen textos no descubiertos o no compilados, que a veces son borradores o esbozos de poca importancia, pero otras contienen obras que el autor no quiso o no pudo dar a conocer y nos ayudan a poner su obra en limpio y a completar su perfil. Pedro Salinas no es una excepción. Aún quedan por recoger algunos de sus originales, que se encuentran en los archivos del autor custodiados en la biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard.
En este volumen, Natalia Vara Ferrero publica dos textos de ese depósito, de 1938 y 1946, que se conservan con distintas fases de redacción, escogiendo las versiones más completas y eliminando anotaciones del autor encaminadas a esclarecer algunas alusiones y correspondencias entre el texto y ciertos sucesos coetáneos. Porque nos hallamos ante ejemplos cabales de literatura satírica y combativa, de la que antaño se llamó “comprometida”, necesarios para completar nuestro conocimiento de esa faceta burlesca del autor que ahora, gracias a la publicación de algunos originales no recogidos en vida por Salinas, se amplía considerablemente. Se trata de dos memorables obras cortas en prosa, tituladas A la sombra del paraguas en flor y Los cuatro grandes mayúsculos y la doncella Tibérica. El primero de ellos lleva como subtítulo “Desvarío en clave de ira”, y el segundo “Cuento infantil con una víctima al fondo”.
Los subtítulos sugieren ya la modalidad genérica en que ambas obras se inscriben. El segundo es un texto narrativo, mientras que el “desvarío” de A la sombra del paraguas en flor responde al tipo de discurso que nuestros clásicos denominaron “vejamen”, sátira presente como capítulo obligado y ritual en muchas academias literarias del Siglo de Oro y cuyo espíritu revive, transfigurado y modernizado, en algunos mordaces artículos de Larra. A la sombra del paraguas en flor constituye una diatriba feroz, repleta de pullas hirientes y sarcásticas, contra Neville Chamberlain, primer ministro británico que promovió en septiembre de 1938 el llamado “pacto de Munich” con los jefes de gobierno de Italia, Francia y Alemania, en el que se aceptó la ocupación alemana de Austria y se forzó a Checoslovaquia para que accediese a las pretensiones de Hitler sobre la zona fronteriza del país. Esta política de apaciguamiento (appeasement) de Chamberlain no sólo abrió la puerta al expansionismo hitleriano, sino que destruyó las esperanzas que los republicanos españoles habían puesto en la ayuda de las democracias occidentales, que, según ellos, tendrían que haber valorado la lucha contra el fascismo en la Península.
Los exiliados -y, entre ellos, Salinas- vieron desvanecerse sus esperanzas de una rápida vuelta a España, y se consideró a Chamberlain el principal responsable de la situación. Inspirado en la silueta del político británico -al que Salinas había dedicado ya algún demoledor soneto burlesco no incorporado a los libros del autor-, visto siempre en compañía de su inseparable paraguas, el poeta compone uno de los retratos más destructivos con que cuenta la literatura española. Son innumerables los dicterios que adornan al personaje vapuleado: “viajante de comercio de […] la concepción totalitaria hitlermussolinesca del mundo y sus subproductos”, “fatídica estantigua”, “reencarnación de Salomé”, “garduña”, “Judas itinerante”, “estadista felón”, “esperpento”, “trapacero personaje” o “hipertrofiado monstruo representativo de la concepción egoísta del mundo burgués” son algunos de los denuestos que van salpicando el airado discurso.
Pero la unidad temática radica en la explotación de la imagen del paraguas y de los múltiples valores simbólicos que Salinas le atribuye con zumba para caracterizar duramente la “política paragüera” de Chamberlain: la fertilidad imaginativa y la variedad de ideas y símiles puesta en juego colocan a Salinas en la línea cáustica de satíricos como Swift, Voltaire o Mark Twain, y rozan un nivel de hiriente sarcasmo que anticipa algunos brotes de nuestra narrativa contemporánea posterior, manifestados en pasajes de obras como Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, o Señas de identidad, de Juan Goytisolo.
En cuanto a Los cuatro grandes mayúsculos y la doncella Tibérida, el planteamiento narrativo es el de una parodia de las historias de caballerías trufada con divertidos elementos de ciencia ficción: los cuatro poderosos caballeros que protagonizan el relato -el Aborista, el del Norte, el de las Nieves y el Galiante- y que representan las cuatro potencias triunfadoras de la guerra mundial, cabalgan “Rocitanques”, manejan una “lanza tómica” y “espadas-cohetes”, y sus batidores montan en “motocorceles”. Alguien les pide ayuda para socorrer a la doncella Tibérida, a la que se muestra salvajemente flagelada y maltratada por el malvado Francacaseno -repárese en las resonancias sonoras y literarias del nombre-, descrito como “un tipejo rechonchuelillo, cachigordo, lomienhiesto -sin duda por lo ceñidamente encorsetado- de nariz recorva, papo inflado, manecitas de lindo y color de Judas” (p. 81) y objeto, además, fuera de este texto, de otro furibundo soneto del autor titulado “Paca, la Franca Mona”.
La decisión adoptada por las cuatro potencias en 1946, desentendiéndose definitivamente de España con el pretexto de no intervenir en sus asuntos internos y fortaleciendo así la dictadura, es el motivo que desencadena esta implacable y vitriólica diatriba, en la que las excusas justificativas de los grandes se enmascaran con sutilezas lingüísticas propias del lenguaje diplomático -aquí, las grotescas diferencias entre “acto” y “pacto”, entre “liberar” y “deliberar”-, lo que enlaza con una de las preocupaciones de Salinas, expresada con frecuencia en sus ensayos y en otras obras y que continúa siendo actual: la perversión del lenguaje, su utilización retorcida para ocultar la verdad, su usurpación por una clase política siempre más empeñada en defender sus propios intereses que el bien de los ciudadanos. En conjunto, Los cuatro grandes mayúsculos y la doncella Tibérida es un ejemplo sobresaliente de sátira acerada y también una muestra rotunda de inventiva verbal y de espléndida escritura que confirma, por si aún hacía falta después de narraciones como La bomba increíble, la capacidad crítica del autor. Se entiende que Pedro Salinas, a la sazón profesor en una universidad norteamericana, no se decidiese a publicar algo que iba en contra de la actitud “oficial” de los aliados respecto a España.
Pero ambas obras sugieren también algo más: que la literatura, además de puro entretenimiento, puede ser un arma de combate -un arma incruenta, claro está- sin dejar de ser literatura. No sirve para derrocar regímenes políticos, ni para vencer a ejércitos, pero sí para despertar conciencias aletargadas, para inyectar en los lectores el sentido de la dignidad, el ideal de la justicia y la repulsa de la mentira. Hay, pues, una vertiente moral que a menudo se deja a un lado o se desdeña y que, sin embargo, resulta un factor indisociable de toda obra artística. Y conviene recuperar estas ideas, aunque sea gracias a estos dos breves textos, compuestos hace más de sesenta años como simple desahogo personal y convertidos ahora, con su afortunado rescate, en valioso testimonio de nuestro pasado.