18 Bentinck Street

18 de marzo de 1833

Querida señorita Beadnell:

Sus propios sentimientos le permitirán imaginar, mucho mejor que cualquier intento mío de describirla, la penosa lucha que me ha supuesto tomar la decisión de seguir el camino que ahora escojo, un camino que no puede ser más contrario a mis deseos y sentimientos, pero que día a día se muestra ante mí como inevitable. Nuestros encuentros de los últimos tiempos, por una parte, han sido poco más que simples ocasiones de exhibir una indiferencia exenta de todo afecto y, por otra, nunca han dejado de mostrarse como fuente inagotable de desdicha y tristeza; y viendo, como no puedo evitar ver, que me he embarcado en una búsqueda que desde hace ya tiempo es más que desesperada -y perseverar en ella sólo conseguirá exponerme a un merecido ridículo- he tomado la decisión de devolverle este pequeño presente que recibí de usted no hace mucho (y que siempre he tenido, que aún tengo, en mayor estima que a cualquier otra cosa que yo pueda poseer) así como otros recuerdos que también incluyo de nuestra correspondencia de los últimos tiempos, que estoy seguro apreciará recibir dado que, habida cuenta de nuestras respectivas situaciones, estarán mucho mejor bajo su custodia que en mis manos.

¿Debo decir que nada hay más lejos de mi intención que herir sus sentimientos con las breves líneas que acompañan a este pequeño envoltorio? Soy probablemente la última persona del mundo que albergaría un propósito así. Pero me parece que ni es asunto ni momento para el juego frívolo, deliberado y calculador. [...] Sería mezquino y despreciable por mi parte conservar un regalo de usted o guardar una sola línea de remembranza o de afecto suyo[...]

Tengo solo una cosa más que decirle, y la digo en mi descargo. Para mí, el fruto de nuestra pasada relación ha sido, sin duda, la melancolía. Durante mucho tiempo he sentido cómo iba apareciendo la sensación de total desolación y desdicha que ha sucedido a nuestra correspondencia. Gracias a Dios puedo hablar por mí, y sentir que puedo arrogarme el mérito de haber actuado en todo momento, durante el tiempo que duró nuestro intercambio, de manera justa, clara y honorable.

Bajo una capa de amabilidad y aliento un día, o con un comportamiento totalmente distinto al siguiente, yo siempre he sido el mismo. Siempre he obrado sin reservas. Nunca he pretendido ofrecer expectativas que sabía que no podría cumplir; nunca he consentido, indirectamente, que se albergaran esperanzas que no pretendía colmar. Nunca he servido de falso confidente al que confiar una historia enrevesada para mi propio beneficio y creo que nunca embaucaría (aunque Dios sabe que no es probable que se me presente la ocasión) a nadie mediante falsas esperanzas ni le utilizaría como escudo para impedir el avance a otros más afortunados y que sin duda lo merecieran más que yo. No he hecho nada que se pudiera decir que la ha hecho daño a usted. Y si he dicho (que no lo creo posible) alguna cosa que haya tenido ese efecto, lo único que puedo pedirle es que se ponga por un momento en mi lugar y hallará una explicación mucho mejor que la que yo pueda ofrecerle.

Mi deseo de que sea usted feliz, aún viniendo de mí, no puede ser peor por sincero y honesto. Acéptelo con el valor que tiene, y crea que nada me causaría mayor contento, ni más verdadero, que saber que usted, el objeto de mi primero y último amor, es dichosa. Si es usted tan feliz como yo creo que puede serlo, entonces estará en posesión de todas las bendiciones que este mundo puede darle.

C. D.

18 Bentick Street

Domingo mañana [19-V-1833]

Estimada señorita Beadnell:

[...] He considerado y vuelto a considerar la cuestión, y he llegado a la conclusión, no cualificada, de que no permitiré que sentimiento alguno de orgullo o aversión altanera me impidan expresarme sin reservas. No voy a referirme a nada de lo que ha pasado; no trataré de justificar ninguno de los papeles que me ha tocado representar… Ni volveré sobre lo que alguna vez pasó entre nosotros. Lo único que haré es decir, abiertamente y cuanto antes, que no hay nada que desee más desde el fondo de mi corazón, nada que anhele de manera más sincera y honesta, que reconciliarme con usted. ¿Qué sentido tendría para mí repetir aquí lo que he dicho antes, con tanta frecuencia? Pues igualmente inútil sería mirar a lo lejos y determinar mis esperanzas en cuanto al futuro. Todo lo que puede uno hacer para levantarse con su propio esfuerzo y con asiduidad incesante yo lo he hecho, y lo volvería a hacer.

No tengo guía que me permita garantizar sus sentimientos presentes y tampoco, bien lo sabe Dios, tampoco tengo medios para encaminarlos a mi favor. Nunca he amado y nunca podré amar a ninguna criatura que vive y respira como la amo a usted. Hemos tenido muchas diferencias, y en los últimos tiempos hemos estado totalmente separados. La ausencia, sin embargo, no ha alterado mis sentimientos ni en lo más mínimo, y el amor que ahora le ofrezco es tan puro y duradero como lo fue en cualquier etapa de nuestra anterior correspondencia. Hasta el momento he hecho todo cuanto he podido por subsanar nuestro más desdichado malentendido. El asunto está ahora por completo en sus manos, y ha de ser usted quien decida al respecto, llevada por sus deseos y sentimientos. De mí mismo podría decir mucho, y podría asimismo rogarle que me diera una consideración favorable. Pero me abstendré de hacerlo, porque sólo sería repetir de nuevo una historia muchas veces contada [...]. ¿Es preciso que diga que para mí esto es una cuestión de vital importancia y que me provoca una ansiedad extrema? Me temo que las numerosas alegaciones que deben manifestarse respecto a su tiempo y a sus atenciones para la próxima semana le impedirán responder a esta nota en un plazo de tiempo que mi impaciencia podría comprender. Permítame suplicarle que considere bien su decisión, sea cual sea, y déjeme implorarle que se comunique conmigo lo antes que pueda. Como estoy impaciente por llevar esta nota a la City, a tiempo para que le sea entregada hoy mismo, la concluiré rogándole que me crea cuando digo que quedo

Sinceramente suyo

CHARLES DICKENS

Manuscritos de las cartas de Dickens a María Beadnell

Tavistock House

Sábado diez de febrero de 1855

Estimada Sra. Winter:

Recibo constantemente cientos de cartas con todo tipo de caligrafía, todas ellas desconocidas para mí y, como podrá usted suponer, no tengo especial interés en los rostros que hay detrás de tales epístolas. Pero la otra noche, cuando leía junto al fuego, vi un puñado de ellas apiladas en mi mesa. Las miré por encima y, al no reconocer la escritura de ningún amigo cercano, las dejé estar y volví a mi libro. Sin embargo, advertí que mi pensamiento divagaba de extraña manera, alterado, y volvía a mis años mozos. [...] Así que volví a ellas, y de pronto el recuerdo de su caligrafía me invadió con una fuerza que no sabría expresar. 23 o 24 años se habían desvanecido como un sueño, y abrí la carta como lo hubiera hecho mi amigo David Copperfield cuando estaba enamorado. [...]

Créame: no puede usted atesorar recuerdos más dulces de nuestros viejos tiempos y nuestros viejos amigos que los que yo guardo. No he olvidado nada de aquellos tiempos. Siguen siendo tan claros, perfectos y estáticos como si nada se hubiera movido nunca a su alrededor, como si no hubiera nunca visto u oído mi nombre fuera de aquella casa.

Su carta me emociona más aún porque la asocio con aquel estado primaveral en el que fui mucho más sabio, o mucho más loco de lo que soy ahora, no sé cuál de los dos, y que no conseguiría explicarle ni aunque lo intentara durante una semana entera. Pero no lo intentaré, nada de eso. Responderé con el corazón, y le diré que me encantará tener una larga charla con usted, y me llenará de gozo verla después de tanto tiempo. [...]

Mi querida señora Winter: su carta me ha conmovido enormemente. Y el placer que me ha causado tiene un tinte sutil de dolor. En el tira y afloja de este mundo donde casi todos perdemos a alguien de manera incomprensible, no consigo expresar lo que me supone apartar la vista de los viejos tiempos sin sentir una dulce emoción. Usted pertenece a aquellos días en los que forjé mi carácter con cualidades que crecieron en mi interior, haciéndome mejor de lo que era. Por ello no puedo despedirme de usted sin más. La asociación que mi pensamiento establece con su persona convierte su carta en algo más, y más inmediato, que cualquier otra que yo pudiera recibir. El señor Winter no tendrá inconveniente: a fin de cuentas, todos nosotros navegamos rumbo al mar, y sólo encontramos placeres al pensar en el río que nos lleva, y en lo estrecho y pequeño que era antaño.

Cordialmente, su amigo

CHARLES DICKENS

Los amores de Dickens

Por Amelia Pérez de Villar

En 1908 George Baker, catedrático de Literatura Inglesa en Harvard, editó para la Sociedad Bibliófila de Boston un maravilloso volumen con la correspondencia privada entre Charles Dickens y María Beadnell. Las cartas se descubrieron en Inglaterra y alguien que conocía bien su valor se las compró a una hija de María, de casada Winter. Según Henry Harper, autor del prólogo de esta edición, las cartas “se guardaron como algo sagrado tras su descubrimiento y su adquisición. Al darse cuenta de que su publicación era inviable en Inglaterra la persona que las adquirió las llevó a los Estados Unidos, donde vendió toda la colección”. A ellos debemos la publicación de este material, inédito hasta ahora en castellano, que ha permitido arrojar una nueva luz sobre la vida y obra del novelista victoriano.

No existe ninguna autobiografía de Dickens: en cierta ocasión se lanzó a escribirla, pero interrumpió el proyecto y decidió contar su historia en clave ficticia, escondiéndose tras el pseudónimo de David Copperfield. Estas cartas prueban que los amores de Copperfield y Dora inspiraron los de Dickens y María. Hasta John Forster, biógrafo y amigo personal del escritor, pasa por alto los tres años comprendidos entre 1830 y 1833. En 1860 Dickens quemó en su casa de Gad's Hill todos sus papeles, incluidas las cartas que conservara de su idilio con María y que ella le había devuelto.

El epistolario comprende sólo unas pocas misivas dirigidas por Dickens al objeto de su adoración, alguna escrita con la caligrafía de ella, que la copió antes de devolvérsela a su autor. Tenemos por tanto un epistolario atípico, que comienza con una declaración de ruptura: gracias a otro epistolario con la correspondencia entre Dickens y su amigo Kolle sabemos que corresponde al 18 de marzo de 1833.

A partir de aquí, apenas media docena de cartas da cuenta de una historia ya herida de muerte. De poco sirvieron explicaciones y porfías: los Beadnell enviaron a su hija a París para que se olvidara de un pretendiente con un futuro más bien gris, y dos meses después se puso punto al relato. Pero sólo punto y aparte: veintidós años después María Beadnell, ya señora Winter, inició un nuevo intercambio que duraría sólo unos meses, de febrero a junio de 1855 -donde se encuentran las cartas más interesantes- y que se interrumpió durante otros tres años. En ese tiempo Dickens escribiría La pequeña Dorrit, cuya Flora inspiró la Beadnell madura.

Las últimas cartas nos muestran a un Dickens convulso y presionado por sus obligaciones como escritor y sus asuntos familiares: en 1857 aparecía en escena la actriz Nelly Ternan, que le llevaría a escribir otro capítulo más de su novelesca existencia.