Julio Cortázar
Fórcola ediciones, 107 páginas.
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Nunca tuve ocasión de encontrarme con Julio Cortázar en persona, y es algo que, a menudo, lamento. Nunca coincidimos en ningún acto. Nunca fui a que me firmara alguno de sus libros (y estoy seguro de haber leído prácticamente todos). Nunca le mandé una carta. Ni lo visité en ninguna de sus casas parisinas. La de la rue Martel, o la de la rue de L'Eperon. Un pequeño apartamento en un tercer piso sin ascensor donde había una plaquita con su apellido en el portal, Cortázar, y al que acudían todos los escritores jóvenes que pasaban entonces por París, a quienes siempre recibía, generoso y atento, con sus erres guturales, su mirada melancólica y sus manos, afectuosas, de gigante.
Nunca me crucé con él en el metro. Ni lo seguí, unos pasos por detrás, sigiloso, por un museo o un parque. Así que guardo de él una imagen un tanto legendaria, soñada o ideada, de historias que me han ido contando o que he leído.
Hubo un momento, hace años, en que todos queríamos ser Cortázar. Aquel Cortázar de rostro juvenil, alto y despeluchado, gafas de concha y barba que vivía en el París de las mañanas blancas.
Tenía una gata, Flanelle, que caía de vez en cuando a la calle desde alguna ventana, y perdía, abajo en el asfalto, una o dos de sus vidas (es sabido que los gatos franceses tienen nueve y son con ellas generosos).
Me hablaron hace tiempo de aquella casa cómoda y luminosa, llena de discos y libros, y de un rincón de lectura en el que había un sillón y una mesa con lápices y pipas, un cenicero y una pirámide de cristal azulado. La había comprado en una tienda de antigüedades por la que pasaba casi a diario y ante cuyo escaparate se paraba, distraído. No se había atrevido a preguntar el precio pensando que costaría una fortuna. Pero un día descubrió que ya no estaba, y le sobrevino un extraño, irreparable, sentimiento de pérdida. Cuando por fi n se decidió a entrar a la tienda, seguro de que ya estaría vendida, y preguntó por la pirámide, le dijeron que sólo la habían retirado para limpiarla, y se la llevó en ese mismo instante. Y recordaba siempre, divertido, lo barata que al final había sido y lo pueril de sus cautelas.
Ahora estaba allí, azul, encima de su mesa al lado de un sillón con las patas inesperadamente cortas, y en el que se encajaba, largo y huesudo, sus piernas plegadas como un atril, para leer, fumando y escuchando a Ray Charles.
Cortázar murió en París el 12 de febrero de 1984. Lo enterraron el martes 14 de febrero, un día frío y desapacible, gris como un abrigo de uniforme usado, en el cementerio de Montparnasse, donde a media mañana llegó un furgón funerario oscuro -todos lo son, es cierto-, tal vez azul o gris.
Lo esperaban muchos de sus amigos. También Ugné Karvelis, con quien había vivido, y su viuda, Aurora Bernárdez, que lo atendió en los últimos meses. Los operarios introdujeron el ataúd en la misma tumba donde estaba enterrada Carol Dunlop, su última pareja, que había fallecido dos años antes.
Todavía es costumbre dejar sobre la lápida, como recuerdo, guijarros y notas, flores secas y lápices, cartas, monedas, billetes de metro con una rayuela dibujada, y a veces un libro abierto o un paquete de cerezas.
Nueve años más tarde, en abril de 1993, sus libros, los libros de Cortázar, llegaron a la Fundación Juan March, en Madrid.
Algo más de cuatro mil ejemplares que habían quedado a su muerte en su casa de la rue Martel. La mayoría, leídos y releídos, llenos de comentarios, notas y papelitos utilizados como señaladores.
No sé cómo los libros retratan a sus propietarios. No sé si los defi nen. Decía Marguerite Yourcenar -de quien, por cierto, Cortázar tradujo su inolvidable Memorias de Adriano y a quien, contaba, nunca trató- que una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca, e intuyo que es así. Ese rastro de libros subrayados, esquinas dobladas, apostillas y papeles -hojas de calendario, recortes de periódico, un pedazo de cartulina garabateado- que dibujan un retrato imaginario.
He eludido conscientemente hablar con personas que pudieron conocerlo o tratarlo -muchas de ellas escritores que aparecen mencionados en las siguientes páginas- y que podrían haber aportado un testimonio fidedigno del Cortázar lector. Pero me resultó sugestiva la idea de que este libro llegue a tener algo de hallazgo, de azaroso descubrimiento: un Cortázar inédito, creado o recreado, convertido, a través de sus lecturas, en territorio definitivamente fabulado.
Y recuerdo la emoción irrepetible, eso sí, de aquel libro que abrí al azar, de entre los suyos, y en el que encontré en la primera página, escrito a mano, en negro, esta firma:
Julio Cortázar