Gregorio Marañón retratado por Sorolla en 1920
Era, una vez más, la angustiosa voz del exilio, que reflejaba el profundo dolor con el que algunos de los protagonistas de la gran tragedia española de los años treinta afrontaron el desgarro que les imponían las circunstancias. El propio Prieto, inspirado por una carta de Fernando de los Ríos, su correligionario y amigo, lo había dejado escrito en un artículo publicado en México a comienzos de 1947: "¡No puedo con tanta nostalgia! ¡No quiero morirme aquí!"
Todos ellos se habían empeñado en una lucha por la libertad que había terminado desastrosamente. Una lucha por las libertades políticas que apuntaba más al talante personal que a las formulaciones ideológicas, y que permitió que los intelectuales y políticos del primer tercio del siglo XX buscasen la renovación de la vida política española a través de proyectos muy dispares como eran los del liberalismo, el republicanismo o el socialismo. O que se permitieran la combinación de algunas de esa culturas políticas, como cuando Ortega puso en circulación el concepto de "liberalismo socialista".
Marañón lo dejaría escrito en sus Ensayos liberales de 1947: "El liberalismo es, pues, una conducta y, por lo tanto, mucho más que una política. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio, o como, por instinto, nos resistimos a mentir". La conexión entre limpieza y liberalismo recuerda, inevitablemente, lo que Luis de Zulueta, Eugeni d'Ors, y muchos otros, nos han contado sobre cómo se veía a sí mismo Giner de los Ríos, el creador de la Institución Libre de Enseñanza: "Cada día más radical y con la camisa más limpia".
En algunos de esos testimonios el adjetivo "radical" aparece sustituido por "liberal". Es lo mismo. Se trataba de dar la batalla por la libertad personal y política en una España que trataba de modernizarse.
Una batalla de larga duración, en la que Marañón tomaría partido de una forma decidida, y que se convierte en el hilo conductor de la excelente biografía que le acaba de dedicar Antonio López Vega, un joven profesor de universidad que ha sido director de la Fundación Marañón en los últimos años.
López Vega ha realizado una verdadera biografía intelectual sobre un hombre que tuvo, desde muy joven, un extraordinario reconocimiento científico y la admiración popular. Sus iniciativas para la lucha contra las enfermedades infecciosas tendrían un gran impacto en la mejora de las condiciones de vida de los españoles de su tiempo. En las líneas iniciales de su penetrante prólogo a este libro, Juan Pablo Fusi, ha fijado su atención en el apoteósico entierro de Marañón, una fría y lluviosa mañana de marzo de 1960. Era el tributo a quien había sido una personalidad destacadísima de la vida española durante medio siglo. "Fue, posiblemente, el entierro más multitudinario de los celebrados en la capital española en todo el siglo XX". Una larga vida que López Vega maneja con maestría y con una riquísima documentación. El libro cuenta con un largo índice onomástico, que nos habla de las muchas personas que se cruzaron por la vida de Marañón, y un evocador álbum fotográfico.
Que sea una biografía completa no deja de ser un mérito notable, como también lo es el que los diversos periodos de la vida de Marañón se nos ofrezcan de una forma equilibrada, sin dejar que la atención se desvíe hacia periodos más conocidos de su vida, como los de su oposición a la dictadura de Primo de Rivera o su actividad política en los primeros años de la II República. Por el contrario, los años referentes a la guerra civil están llenos de informaciones sugerentes, de la misma manera que el autor ha sabido dar una imagen muy equilibrada de la delicada situación de Marañón en la España de Franco. Una situación que abordaría con apelaciones a la comprensión y benevolencia de los vencedores y en la que nunca dejó de tender puentes con los españoles del exilio.
Por otra parte, una biografía intelectual como ésta exige de un notable esfuerzo por comprender la inserción de las grandes ideas en la vida ordinaria de los ciudadanos. Se trata, como señalara Isaiah Berlin en una entrevista de 1992, de un tipo de trabajo complejo, impreciso y exigente, que requiere un notable esfuerzo de imaginación. De todo eso hay en la biografía de Marañón que nos ofrece López Vega. De su mano nos adentramos en los afanes renovadores de un joven universitario madrileño de la primera década del s. XX. Experimentará entonces la importancia del viaje de formación al extranjero, antes de convertirse en una de las figuras destacadas de la vida médica española. El ciclo de conferencias que impartió en el Ateneo de Madrid, a comienzos de 1915, marca el inicio de su consagración profesional.
Desde entonces aparece como el gran impulsor de los trabajos endocrinológicos y como un renovador de la lucha contra las enfermedades infecciosas que, en su opinión, empezaba por la mejora de las condiciones de higiene. En ese sentido su actuación más conocida tal vez sea el viaje de Alfonso XIII a las Hurdes en 1922. Pero, detrás de todo eso, hay una actividad de escritor asombrosa, que desbordaba ampliamente sus dificultades en la expresión oral.
Y existe, finalmente, la dimensión del hombre político que se deriva, básicamente, de su sentido de responsabilidad como ciudadano. Al margen de su elección como diputado en 1931 no deja de ser llamativo que su nombre sonase cuando se buscaron figuras de conciliación, como ocurriría cuando se barajaron nombres para el puesto de presidente para la República española o en la oferta que le hizo Alcalá-Zamora para que presidiese un gobierno en la difícil coyuntura de 1935. Por no hablar de una estrambótica ocurrencia del siempre comedido Azorín, cuando estaba a punto de acabar la guerra civil. En todas esas ocasiones apareció como hombre de conciliación. Una postura difícil y arriesgada en una España que aún tendría pendiente, durante muchos años, la difícil labor de reconciliación entre los españoles.