Sergio Pitol. Por Gusi Bejer
Pregunta: ¿Qué supone esta “autobiografía soterrada” en el conjunto de su obra?
Respuesta: Cuando leo la totalidad de mi obra me doy cuenta de las relaciones que existen entre cada uno de los libros que he escrito en mi vida y en mi vida misma, desde la infancia hasta ahora. Autobiografía soterrada es el libro que de manera natural surgió en este momento, la mirada hacia el pasado desde mi presente.
P. ¿Se trata quizás de ajustar cuentas con usted mismo, trata de explicarse como autor?
R. No lo veo como un ajuste de cuentas, sino como el espacio donde convergen los intereses, gustos, dolores, desde una perspectiva en la que la parodia juega un papel fundamental.
P. En el libro explica que jamás se ha conformado con repetirse, que siempre ha intentado crecer, cambiar, pero que ahora descubre en su obra una extraordinaria coherencia… ¿cuáles serían las claves de esa coherencia?
R. El riesgo de un escritor es engolosinarse con una forma en la que se siente a sus anchas. Para mí resulta indispensable cambiar de rumbo cuando siento que acecha el peligro de la repetición. De alguna manera, quizás no del todo consciente, percibo cuando una etapa ya se completó y requiero entonces de nuevos caminos. Sin embargo, me doy cuenta de que aun cuando hay diferencias notables entre las distintas etapas de mi escritura, hay también puntos de unión. De ellos surge la coherencia. Como dicen Matisse y muchos otros pintores, no se deja de hacer la misma obra nada más que de diferente manera.
P. ¿Cómo sería Sergio Pitol de no haber salido jamás de México?
R. Sin duda, mi obra sería distinta si me hubiera quedado en México. Viajar significa conocer entornos, costumbres, historias y, sobre todo, lecturas que de otra manera me hubieran sido negadas. Eso, aunado a la enorme libertad que implica estar fuera de la corriente cultural dominante -no formar parte de grupos ni sentir la obligación de responden a expectativas ajenas-, me ofreció la posibilidad de construir un mundo literario nutrido por polacos, rusos, japoneses, etcétera, que me llevaron a leer de distinta manera a los clásicos españoles, a los grandes autores del Siglo de Oro y a muchos más.
P. ¿Y sin la amistad de Carlos Monsiváis?
R. Las amistades de juventud son profundamente determinantes. Cincuenta y cinco años de amistad no son poca cosa. Las influencias son recíprocas y enriquecedoras. Viví tres décadas fuera de México, pero nunca rompí con México. Mi interés por los movimientos sociales, por las iniciativas de avanzada, por la posibilidad de una utopía que mejorara las condiciones de vida de la población, coincidió con el de Monsiváis.
P. Recuerda en el libro su espanto al releer, treinta años después, sus olvidados poemas de juventud... ¿Cuál de sus libros pasaría el examen implacable del tiempo, que no superaron esos poemas primerizos?
R. Escribí con profundo placer cuatro libros: El desfile del amor, Domar a la divina garza, El arte de la fuga y El viaje. No sé si son los mejores, pero sí sé que el proceso de creación se dio sin trabas, de manera casi natural, y con una felicidad que, creo, se siente al momento de leerlo. Quizá por eso, y sin yo preverlo, tuvieron éxito con los lectores.
P. ¿Qué papel juegan, en su vida y en su obra, la imaginación y el recuerdo que huye y lo disfraza todo?
R. Memoria e imaginación son inseparables. Como se sabe, la memoria no es automática sino que la propia experiencia vital interviene en los recuerdos. Toda mi obra, desde el primer cuento, se construye en el cruce de ambas.
P. ¿Existe algún joven autor mexicano en cuya obra se reconozca hoy?
R. Creo que Juan Villoro, Álvaro Enrigue, Jorge Volpi, Tryno Maldonado... pero la verdad es que no soy yo quien pueda decirlo.