Image: Lagartija sin cola

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Letras

Lagartija sin cola

por José Donoso

10 enero, 2008 01:00

José Donoso. Foto: Alfaguara

Alfaguara

Primera parte

Esta mañana llamó Luisa diciendo que esta tarde, al venir a visitarme, me traería buenas noticias. ¿Pero qué pueden ser, ahora, para mí, buenas noticias? ¿Que ha resucitado Bartolo, que nada de lo de Dors sucedió? ¿Qué Lidia no está convertida en un harapo, a los veintinueve años, perdida en algún sitio de la megalópolis de Los ángeles de California? ¿Que la crítica, por fin, y los marchantes despachan a Cuixart y Tàpies y Saura y Millares como impostores de la pintura, como imitadores, y que entre todos era yo, en el fondo, el único que valía? ¿Qué de alguna inconcebible manera voy a tener mucho dinero, muchísimo? No, que se desengañe la pobre Luisa, incurablemente optimista: para mí ya no hay noticias buenas ni alegría posible. Luisa me dice, y mi hijo también, que salga alguna vez del piso, que cuando haga sol, en la mañana, salga a dar una vuelta, que entre a una librería, a un supermercado a comprar algo que me apetezca y después a estirar las piernas un poco, afirmado en mi bastón. Pero claro, no, es imposible. Quebrar el ciclo necesario que va desde la mañana y la conciencia de haber despertado en el infierno de este piso, que tal como yo quiero está aislado de todo y donde no puede suceder nada, hasta caer el transcurrir el día y aproximarse la oscuridad, en el sobresalto, el miedo, el terror; luchar, al fin de la luz, cuerpo a cuerpo, contra el atardecer para que así nada suceda, para impedir que sobrevenga la tiniebla, esa tiniebla de que ellos hablaban allá como la iniciadora de la vida verdadera, ese atardecer que era el pórtico de la muerte, la hora de los sacrificios y la sangre con que celebraban la muerte del día y el advenimiento de la noche, porque lo que sucede en la noche después de la muerte del día es lo que sucede en la otra vida, la verdadera vida, la vida que no sucede aquí, en esta calle, entre estos coches, entre estas señoras que han dado a luz y creen que por eso ya no pueden conocer la tiniebla que lo hace todo posible y atreverse a entrar a ella por el pórtico del atardecer... Bruno, el italiano, sentado a la mesa de su café en la plaza de Dors frente a la iglesia de San Hilario con su campanario de bíforas románicas que se elevaban más y más alto, me lo explicaba todo, y entonces yo sólo sonreía diciéndome que éste era un carota que se quería aprovechar de la situación y la ingenuidad para dominar a todos los jóvenes y llegar a ser, como sucedió, en dos años, el centro, la figura dominante y más poderosa de Dors. Yo, claro, jamás tuve ese miedo y amor casi religioso al atardecer que los jóvenes de Dors tenían. Pero aquí me ha sucedido este extraño fenómeno -en Barcelona, a dos cuadras de Vía Augusta, a una cuadra de Muntaner, no muy lejos de donde nací y de donde fui al colegio y de donde tenía mi estudio de pintor cuando todos estábamos descubriendo el informalismo como religión, como pasión-; aquí, sí, aquí comprendo lo que el italiano decía y mi lucha diaria es por no pasar por el umbral del atardecer, por no entrar en el mundo de la noche y del sueño que, ellos decían, era y es la verdadera vida, la prolongación perpetua de la muerte.

A veces, sí, me dan ganas de salir: siento, a veces, que lo que quizás podría devolverme mi facultad de sentir placer, mi posibilidad de exaltación y de entusiasmo, no sería tanto una relación programada con una mujer, ni con un amigo, sino, más bien, una relación con una ciudad: pienso en las que he conocido: Madrid, París, Buenos Aires, Nueva York, Munich, Roma... pero Barcelona esta aquí y yo soy de aquí y me gustaría salir a caminar, en la mañana, y sin temor en las tardes, y rehacer esa vieja relación.

Es absurdo, claro: mi adhesión al grupo no se prolongó hasta el momento en que sus rostros comenzaron a salir en las revistas y en los periódicos, cuando hicieron aquella exposición conjunta que produjo pasmo y escándalo y durante unos cuantos años fueron los admirados de todos los continentes. No. Yo los abandoné antes. Mi rostro no es conocido. Pero salir a la calle es exponerme, sin embargo, a que alguien diga: es él, pobre; que se conmisere, que reconozca mi rostro de entonces, que por una de esas casualidades haga la conexión entre mi rostro y los cuadros que pinté, y se acerque a mí y me diga que siente tanto que yo haya abandonado la pintura en el momento culminante del triunfo de los informalistas, que yo era el mejor de todos, el de más talento, que la escuela se sostenía por mí y que cuando yo apostaté todo se vino abajo y se transformó en algo comercial, burdo, pobre... Señor Muñoz-Roa, señor Muñoz-Roa, no huya, no huya, yo tengo un cuadro suyo, me haría un honor tan grande, usted no debía haber dejado nunca... Y sería, claro, como si me estuvieran desollando vivo y aplicando sal y ají y pimienta a mi carne desnuda, sería horrible que alguien me recordara y me dijera, por ejemplo, que tiene la esperanza de que yo vuelva... esperanza es una palabra infernal, el comienzo del horror, de lo imposible. Hay que evitar la esperanza. Hay que evitarlo todo. Por eso nunca salgo de este piso que Luisa me ha prestado, ya que ahora no tengo dinero ni siquiera para pagarme un piso propio, ni con qué comer ni vestirme, y es posible que ya nunca saldré más que, como dicen en el campo, con los pies por delante.

¿Y cómo, entonces, Luisa tiene esperanza, vive de ella, y la esperanza no la destruye completamente? No entiendo cómo es posible que ella no vea la vida como un infierno: o quizás porque acepte que la vida es un infierno no tema a la muerte. Quizás yo tema tanto a la muerte -el atardecer, ese umbral, la vida verdadera después de la oscuridad, el tiempo del sacrificio, y del amor y de los sueños y de las orgías y de los cuerpos- justamente porque, aunque no lo sepa, no me parezca que la vida sea un infierno, sino al contrario. Y espero sentado, aquí, en la luz artificial que me fabrico después que afuera ha anochecido, y duermo lo menos que puedo, y duermo con todas las luces del piso encendidas. Pero pienso siempre en mí, nunca en ella. Y, claro, ahora me doy cuenta, la noticia buena que ella me va a traer esta noche es que si pasa este Papanicolau quiere decir, por fin, que está libre del cáncer y no morirá, no morirá jamás y será siempre luz y siempre día para ella. ésa es la buena noticia que me trae.

Pero pensándolo bien, no, no es ésa la noticia. Jamás, ni siquiera en un caso así, haría tanta alharaca para algo que se refiriera a ella -no por generosidad, ya que su matrimonio falló por su increíble egoísmo y crueldad, sino por vitalidad-, porque auténticamente eso no le importa y no lo considera "noticia". Es otra cosa, algo que se debe referir a mí, aunque no se me ocurre nada bueno que se pueda referir a mí. Al fin y al cabo, si le tengo tanto miedo a la muerte, es porque sé lo que es, lo horrible que es, porque me he suicidado. Sí, fui valiente una vez, y me suicidé. ¿Qué otra cosa fue, entonces, el escándalo que produje hace seis años cuando públicamente renegué de todos ellos, cuando públicamente, en una carta abierta publicada en Destino, decía que el informalismo español era una superchería que se había transformado en un inmundo negocio de pintores, marchantes y críticos? Juré no volver a pintar ni a dibujar más, también públicamente: y aquí estoy, con Tàpies, el gran gato negro capado sentado en mi falda ronroneando, sin hacer nada, con las luces de este piso extraño encendidas a mi alrededor, esperando que se escurran las horas, y sabiendo que podría estar pintando, que quizás debía estar haciéndolo, porque me procuraría ese placer, placer, placer... oh, qué olvidado lo tengo en todo, qué difícil es tocarlo de alguna manera y qué fácil sería si tomara ese papel blanco que tengo en mi escritorio, y un lápiz, o quizás, sí, sí me gustaría más un poco de tinta china negra y una pluma, y un pincel, y hacer una tinta sensacional... placer, hacerlo por placer. Pero no. Renacería la esperanza, con ella el miedo, otro miedo distinto a éste que ya llevo tan conocido, y no quiero. Quizás haya sido heroico al hacer una pública autocrítica, declarándome mediocre y pobre al contestar las cartas airadas de los otros pintores y de los marchantes y de los periodistas. Envidia, dijeron, naturalmente, porque el nombre de Muñoz-Roa es el menos brillante de todo el grupo, el que menos atención ha recibido, cosa que, debo declararlo inmediatamente, era totalmente inexacta. Envidia. ¿Que me suicidé por envidia? ¿Que me retiré del ruedo, que colgué el hábito, que me castré, en realidad, por envidia, por miedo a la competencia? No lo creo. Luisa sabe que no es verdad. No he sentido envidia por nada ni por nadie en toda mi vida. Fue francamente estar asqueado. Ver el informalismo, tan apasionado, tan viril y fuerte en su primer momento, decaer hasta un decorativismo seguro de sí mismo y sin carácter después, hasta llegar a ser sólo una escuela que producía una mercancía fácil de vender aquí y en el extranjero, muebles para la burguesía con pretensiones de sensibilidad, algo terriblemente sin compromiso, sin vitalidad... y, claro, la historia me ha probado que tengo razón, porque se apagaron completamente; llegó el pop y el op, y ¡zas! Señaló su mayor relación tanto con la vida como con la inteligencia y los dejó al descubierto: inservibles, todos, todos quizás menos Tàpies, todos quizás menos yo si hubiera seguido pintando, pero no quise, preferí no hacerlo, y me suicidé: asco, asco, yo no estaba para producir desvitalizados muebles para gente rica, litografías para libros, para millonarios, yo era pintor, pintor -aunque jamás había tenido un entrenamiento académico y me podrían matar antes de poder dibujar un retrato, una naturaleza muerta, un gato-..., sí, era pintor, creaba cuadros, producía obras de arte, no materia prima para mantener en movimiento las grandes maquinarias burguesas y filisteas de las galerías, los marchantes, las exposiciones, los vernissages, los aficionados, los coleccionistas, los decoradores, toda esa raza inferior, todos los chupasangre que terminaron por prostituir y liquidar a aquéllos que en un momento fueron pintores pero que hoy, para seguir pintando, tienen que negarse sus planteos y cambiar, y cambiar significa no evolucionar sino adherirse a otras ideas y escuelas que ellos no inventaron como nosotros inventamos el informalismo, y mentir, falsearse para poder vender, para poder mantener en cartelera su nombre, sus nombrecitos... hace seis años que no veo mi nombre impreso en ninguna parte, lo que es un placer. Primero mi gran autocrítica pública, después, durante un par de meses, cartas polémicas, protestas, insultos, mi nombre y mi retrato por todas partes, para bien o para mal, y generalmente más para mal, y después el silencio total, el meterse en la guarida, el borrarse como ser público para crecer como ser privado en el caldo de cultivo de mis terrores enfrentados, y así reponerme sin dar la espalda a mi esencia, así resucitar ayudándome de todo, aun de los insultos de los amigos que perdí. Quizás recordar -más bien sentirme marcado para siempre por lo que entonces hice- y estar viviendo sus duras consecuencias en esta soledad y en esta pobreza y en este presente desarticulado, es mi gran y mi buen consuelo: hice algo, aunque en ello maté toda una mitad de mi ser, algo que no estuvo mal hecho. 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