Allen Ginsberg y William S. Burroughs. Las cartas de la ayahuasca
Allen Ginsberg y William S. Burroughs
6 julio, 2006 02:00Paul Bowles, Allen Ginsberg y William S. Burroughs, en 1952
En 1953, bajo el pseudónimo de William Lee, Burroughs publica su primera novela, (Yonqui) donde autobiografía, realismo y estilo pulp se alinean para construir una historia obscenamente amoral que conmocionaría a la sociedad de la época. En sus líneas finales se descubre el origen de Las cartas de la ayahuasca: "Me siento dispuesto a irme al Sur en busca del éxtasis ilimitado que se abre en vez de cerrarse como la droga. El éxtasis es ver las cosas desde un ángulo especial. Tal vez encuentre en la ayahuasca lo que he estado buscando en la heroína, la yerba y la coca. Tal vez encuentre el éxtasis."
El viaje hacia la ayahuasca de Burroughs es por eso un viaje hacia una nueva dimensión personal y una huida. Y también la búsqueda de un mito proclamado en esos años según el cual la ayahuasca o yagé poseía propiedades telepáticas o lo que es lo mismo una forma en que lo sobrenatural parecía real. Semejante apropiación de lo sobrenatural en la conciencia humana, en el yo, es lo que buscó Artaud en el peyote entre los indios Tarahumara.
Las cartas de la ayahuasca es fundamentalmente un libro de viaje, pero como en todo viaje es también el rito de una búsqueda. Estas cartas entre Burroughs y Ginsberg, fechadas entre enero de 1953 y agosto de 1963, tienen por eso un aliento que se mueve entre lo novelístico y lo confesional, entre la novela y el diario. Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, itinerarios del viaje, son retratados aquí con este estilo: "Los panameños son probablemente la gente más guarra del hemisferio", "Ecuador lo atravieso con toda rapidez , qué sitio más espantoso, complejo de inferioridad de país pequeño en fase avanzada".
Juicios que no sólo vienen a retratar la realidad miserable de esa parte de Suramérica sino también el estado próximo a la depresión con que están escritas estas páginas, y la incomodidad en que Burroughs se halló en un principio por el hostigamiento policial: "Mocoa tiene unos 2000 habitantes y 60 policías nacionales. Uno de ellos anda paseándose todo el día por las cuatro calles del pueblo a bordo de una moto", ridiculiza con su sentido del humor. Y es que la depresión poco a poco va esfumándose cuando entran en escena sus experiencias homosexuales y sus experiencias con la ayahuasca, la primera con esa perspectiva de chicos que se acuestan con el gringo por unos cuantos dólares. Lo que dará lugar a esa forma tan particular de relatar las escenas picarescas del hampa y la marginalidad donde todo es una transacción y una amalgama de placeres, vicios y miseria: "ésta es una nación de cleptómanos -dice de Perú-. En toda mi experiencia de homosexual nunca había sido víctima de tantos estúpidos hurtos".
También los chamanes le toman el pelo al principio con la ayahuasca, hasta que llega a la esencia del preparado y consigue comprobar esos efectos que los jíbaros del Amazonas experimentan en cuanto a visiones, relación con su vida pasada, con los muertos. Visiones sobrecogedoras donde aparecen seres extraordinarios junto a una gran apertura mental y a un sentimiento del terror. En realidad lo que Burroughs y luego y en menor medida Ginsberg experimentan es una experiencia de estar dentro de Dios.
Y una estructura imaginativa que sobre todo Burroughs convertirá en unas formas narrativas de gran repercusión en la novelística más innovadora del siglo XX. En efecto, Burroughs crea a partir de estas experiencias una literatura de alucinado, de estados psicológicos extremos donde lo importante no es sólo la transmisión de nuevas ideas sino de nuevos estímulos, de nuevas imágenes, de nuevas carnalidades expresivas. Algo muy diferente a lo que hace un poeta tan poco estimulante como Ginsberg, atrapado en el Whitman más inicuo (aquél que nunca leyeron Eliot, Pessoa o Lorca) y donde la tensión del lenguaje es sustituida por una verborrea de compromisos políticos y proclamas éticas insustanciales dedicadas a un público ya dispuesto para ello. Lo que en Burroughs es tensión de la escritura, invención, en Ginsberg es, como en gran parte de la literatura beat más prescindible ( y por cierto la más imitada en España en una falta de solidez textual, de analfabetismo poético sorprendente), un efecto de superficialidad y de facilidad prosódica.Burroughs aprende del mundo imaginativo provocado por la estimulación mental a base de sustancias psicoactivas métodos con los que experimentar sobre la escritura y la expresión de lo real como los ya famosos cup-up ( cortar y pegar), el fold-in o el splice-in o métodos de montaje o inserción que combinan elementos diversos y llegan a producir una realidad imaginativa compleja.
Las cartas de la ayahuasca es por eso un libro estimulante. Donde el humor es capaz de corroer cualquier asomo de transcendencia y donde la ironía y la distancia mantienen una escritura sutil. Donde el viaje está lleno de una visión de la realidad que no hubiera realizado más de un analista político. Y donde la visión de la vida del hombre que fue Burroughs es una mezcla explosiva en la que se juntan deseos extremos, perversiones e inmoralidades como forma de búsqueda de alguien al que se le quedaba pequeño lo convencional.
Los chicos salvajes (novela inédita de Burroughs)
La cámara es el ojo de un buitre que sobrevuela una zona de matorrales, escombros y edificios a medio construir en las afueras de la ciudad de México. Edificio de cinco plantas sin muros, sin escaleras... los ocupas han creado casas provisionales... los pisos están unidos con escaleras de mano... ladridos de perro, cacareos de gallina, un chico en el tejado hace un gesto de meneársela cuando la cámara pasa a su lado.
Cerca del suelo vemos la sombra de nuestras alas, bodegas taponadas con cardos, varillas de hierro oxidado que sobresalen como tallos de metal del hormigón agrietado, una botella rota bajo el sol, cómics de colores manchados de mierda, un niño indio apoyado en una pared, con las rodillas levantadas, comiéndose una naranja espolvoreada de pimentón.
La cámara hace un zoom y pasa por una casa de vecinos de ladrillo rojo llena de balcones donde ondean camisas de chulo de alegres colores: morado, amarillo, rosa, como los estandartes de una fortaleza medieval. En esos balcones vislumbramos flores, perros, gatos, pollos, una cabra con una cadena, un mono, una iguana. Los vecinos se asoman a los balcones para intercambiar cotilleos, aceite de cocina, queroseno y azúcar. Es una antigua pieza folklórica representada año tras año por extras sustitutos.
La cámara se aleja hacia la parte superior del edificio, donde dos balcones destacan contra el cielo. Los balcones no están exactamente uno encima del otro, porque el superior está algo retrasado. Y aquí la cámara se detiene... ESTAMOS EN EL PLATó.
(Así comienza Los chicos salvajes, novela inédita de Burroughs que lanza El Aleph en septiembre)