Cuando Don Quijote llega a Barcelona
Leyendo a Cervantes, no se observan señales de enfrentamiento entre Cataluña y Castilla y los problemas con la Corte eran cosa de los políticos
6 enero, 2005 01:00En la época de los Austrias, España y Cataluña no son entidades contrapuestas y distintas; Cataluña forma parte de España; ser catalán no quita ser español. Ahora bien, ¿tenían los pueblos que integraban la monarquía conciencia de formar parte de una misma entidad política encabezada por el soberano? Se tiene la impresión que lo que predominaba era la pertenencia a la patria chica.
Es lo que se desprende de los datos que nos proporcionan la literatura y la historia, especialmente de la segunda parte del Quijote, en la que, a diferencia de la primera donde escasean las alusiones a la problemática contemporánea, abundan las referencias a algunos problemas vitales de la época: la expulsión de los moriscos, los ataques de los corsarios berberiscos en las costas de Levante o el bandolerismo catalán.
En el capítulo 60 de la segunda parte, al adentrarse don Quijote y su escudero en un bosque, Sancho se espanta de repente al topar con las piernas de unos ahorcados. Don Quijote procura sosegarlo: éstos deben de haber sido sentenciados por la justicia, por donde me doy a entender que debo de estar cerca de Barcelona. Efectivamente, no tardan en llegar unos bandoleros cuyo jefe lleva a la cintura nada menos que cuatro pedreñales. Es el famoso Roque Guinart. Al oír este nombre, Don Quijote no oculta su admiración: “¡Oh valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!” A continuación, Roque le cuenta a Don Quijote los motivos que le han obligado a convertirse en bandolero : “A mí me han puesto en él [este modo de vivir] no sé qué deseos de venganza [...]. El querer vengarme de un agravio que se me hizo [...]. Hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólo las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo”.
En la medida en que la literatura expresa el sentir de los contemporáneos, los catalanes no parecen ser entonces para los castellanos gentes extrañas ni hostiles
Poco después, llegan otros bandoleros de la misma cuadrilla que se han apoderado de un coche con dos mujeres y la escolta que llevaban. Dos de los cautivos explican que son capitanes de infantería destinados a Nápoles donde está su compañía. Una de las prisioneras es mujer principal que va a reunirse con su esposo, magistrado en Sicilia; necesitan el dinero que se les ha robado para gastos de viaje. Roque admite aquellas explicaciones. Acepta devolver el dinero, conservando sólo una cantidad razonable porque el abad de lo que canta yanta. Reparte este botín entre los hombres de su compañía —los más eran gascones— y lo hace con tanta legalidad y prudencia que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Uno de los bandoleros, sin embargo, se permite criticar la generosidad de su jefe. En seguida Roque le parte la cabeza con su espada: “desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos”. Luego da un salvo conducto a los viajeros para que sigan su camino seguros: “No es mi intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que son principales”.
Caballerosidad, generosidad, galantería son pues los rasgos con los que Cervantes caracteriza a los bandoleros catalanes. Lejos estamos de las tintas negras con las que Mateo Alemán, Quevedo y otros autores pintan a los pícaros de Castilla. Para Cervantes, Cataluña no es todavía la comarca mercantil e industriosa que será en la segunda mitad del siglo XVIII. Sigue siendo una tierra áspera y dura en el interior, pero que abriga almas generosas y nobles, con una capital -Barcelona- digna de toda admiración y elogio.
O sea que entre Cataluña y Castilla no se observan, en la época de los Austrias, señales de desencuentros o enfrentamientos. Los problemas que oponen el Principado y la Corte parece que interesan sólo a los políticos y gobernantes. En la medida en que la literatura expresa el sentir de los contemporáneos, los catalanes no parecen ser entonces para los castellanos gentes extrañas ni hostiles, sino todo lo contrario. Ahora bien, sería a todas luces improcedente considerar la literatura como un mero documento de historia social.