Al morir Don Quijote. Capítulo XXIX
por Andrés Trapiello
7 octubre, 2004 02:00Andrés Trapiello. Foto: Mercedes Rodríguez
Una gran pesadumbre recibió el bachiller al enterarle el licenciado que Miguel de Cervantes, a quien se debía la publicación del libro, era un viejo soldado, hidalgo y pobre que se estaba en Madrid padeciendo la pobretería de los ingenios a los que el público ha dado la espalda hace años, y en ese momento, poniendo por testigo al velón de tres luces, en medio de las más serenas y reposadas sombras de la noche, juró el bachiller que a la primera ocasión que pudiera se correría a Madrid para llevarle a un hombre de tan señalado talento el consuelo de algún viático y algunos dineros.Nadie, desde que se inventara la imprenta, ni aun antes, había disfrutado tanto con la lectura de ningún libro como disfrutó aquella noche Sansón Carrasco con la segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Sólo le apenumbraba e impacientaba saber que en su carrera tenía como contrincante al lampo de la aurora, y cada poco tiempo levantaba la vista del libro por ver si se anunciaban al fin en las ventanas las rosadas crines de sus corceles. ¡Y qué contagioso era el mundo de los caballeros andantes, que a él mismo le hacía pensar con tan elevadísimas palabras!
Y aun teniendo sobradas facultades y el bien musculado hábito de la lectura le llegaron las primeras claras del día en el momento en el que el Caballero del Verde Gabán, conocido también como don Diego de Miranda, lo presentaba a su mujer y a su hijo, don Lorenzo, que tan buenos ratos le dio a don Quijote con sus poesías y requiebros de amor, escritos a la dama ideal de los poetas. [...]
Volvió Sansón a su torre, con el ruego de que nadie viniera a molestarle, como no fuese el conde, su señor. Pero no precisó éste de ninguno de los servicios de su secretario en esos días, y pudo llegar al final del libro, que remató con lágrimas en los ojos, tanto porque con el acabóse se le terminaba el gozo de leerlo, como porque en ese crepúsculo desgarrador se narraba la muerte del caballero. Necesitado de encontrar a un compañero con quien comunicar todo lo que había leído, se fue Sansón Carrasco a casa de Sancho Panza, y se lo llevó por ahí, a las afueras del pueblo, a pasear y a dejar que el aire puro y libre le ventilase la cabeza después de haberla tenido durante tres noches enfrascada en la crónica de don Quijote.
-Ningún libro se ha escrito como éste ni más humano, Sancho, y a Cide Hamete y a Cervantes debemos todos nosotros el quedar para la posteridad mucho mejor pintados de lo que somos, lo cual dice bien de su generoso pulso para idealizar las líneas de nuestro retrato. No hay en todo el libro ni una palabra que no haya salido del tintero de la piedad o que no la haya dictado la misericordia, y las cosas y nosotros mismos estamos esquiciados tan a lo vivo que es como si anduviéramos libres por entre sus páginas, y entrárarmos y saliéramos de ellas como de nuestras casas. Y si es cierto que las locuras de nuestro amigo mueven a risa todavía hoy, a mí han dejado ya de hacerme gracia, porque veo lo mucho que incomprendimos a don Quijote los que más decíamos comprenderle, porque sus locuras, siéndolo en la forma, nunca lo fueron en el fondo. Y sí, ahora me doy cuenta de qué equivocado andaba yo queriendo traerlo a casa, con la excusa de apartarlo de las burlas y los agravios que se le hacían en el ejercicio que él llevaba de deshacerlos en otros. ¡Qué necio fui, queriéndolo reducir a mi cordura! El loco fui yo y todos cuantos creen que los libros son cosa diferente de la vida, que se leen y se olvidan! Para él cada libro fue un sol o una luna, que le daban o le quitaban luz, y yo le dejé a oscuras para siempre. ¡Yo sí que fui tonto, por pensar que las burlas menoscaban el honor de nadie, cuando suele ser lo contrario, que quien se burla de alguien suele quedar en esa burla a la postre peor que el burlado! Mi propósito, al querer vencer a don Quijote, fue, como quien dice, humano. El de don Quijote, al querer vencer a los gigantes, sobrehumano y propio de un héroe. Yo me fingí caballero andante, y en eso anduve como impostor. Don Quijote no necesitó fingir con nadie, porque lo que era, lo fue siempre a conciencia, sin engaño. Y por mucho que lo escarnecieran, apalearan y se burlaran, y en el libro se ve, jamás le alcanzaron el corazón, que obraba tan rectamente humillando al soberbio y ensalzando al humilde, que es la única enseña que ha de seguir un hombre de bien, y no al revés, como suele hacerse: decir viva quien vence. Y quiero decirte que si por arte de magia uno de aquellos encantadores en los que él creyó me propusiese el trato de arrancarme un brazo por traerlo de nuevo a la vida, lo haría, y me quedaría con ello igualado a su autor, de quien se diría perdió el suyo no en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venidreos, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Felipe Segundo, de feliz memoria, sino dándolo por nosotros, por ti, por don Quijote, por Antonia y Quiteria y por cuantos en el libro aparecemos, a la manera que de la costilla de Adán salió Eva.