Image: Ensayo sobre la lucidez

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Letras

Ensayo sobre la lucidez

José Saramago

22 abril, 2004 02:00

José Saramago, por Gusi Bejer

Traducción de Pilar del Río. Alfaguara. Madrid, 2004. 423 páginas, 20’50 euros

Desde esa atalaya ecuménica que suele proporcionar el Premio Nobel de Literatura a sus ganadores José Saramago no ha dejado de reiterar sus ideas y convicciones expresadas por oral o por escrito antes de 1998, cuando tal galardón le fue concedido.

Insiste, así, en la responsabilidad de reflexionar sobre el presente y, sobre todo, el futuro de la humanidad, que ve claramente amenazado; en la conveniencia de recurrir de nuevo a la filosofía y en el compromiso de poner la novela al servicio de semejantes objetivos. En este sentido, el título de su obra de 2000 La caverna no es inocente, y otro tanto cabe decir de El hombre duplicado (2003), en la que el novelista portugués arropa sus inquietudes ante la deshumanización alienadora que se cierne sobre nosotros volviendo su mirada una vez más hacia la cultura griega y sustituyendo esta vez el mito platónico por el homérico de Casandra.

Saramago piensa que estamos viviendo una época de gran indigencia intelectual, pero no desdeña combatir las pobres ideas al uso. En el caso de que una de ellas sea, como bien puede serlo, el "fin de la historia" proclamado tan frívolamente por Francis Fukuyama por mor del triunfo definitivo de la economía de mercado y la democracia formal, la última novela del Nobel viene, junto a la ya citada La caverna, a contradecir tan peregrina hipótesis. Las miserias de un sistema económico despiadado, para el que las personas no cuentan, eran el tema de la obra de 2000, mientras que ahora Ensayo sobre la lucidez se las ve con las contradicciones políticas del statu quo imperante en el llamado primer mundo.

El que el escritor ponga en el título de su obra la palabra ensayo no es gratuito, y nos hace recordar Ensayo sobre la ceguera, libro de 1995, con el que está claramente emparentada. La poética novelística de Saramago sigue avanzando en una línea personal e inconfundible. El texto es compacto, el diálogo va inserto en la propia narración y la descripción resulta extremadamente abstracta, lo que redunda en la universalidad de sus mensajes. Y así, cuando en este Ensayo sobre la lucidez aparece una sola referencia a Portugal (pág. 122), el autor narrador deja en suspenso la certidumbre de que fuese allí donde la historia relatada transcurrió. El olimpismo con que esta voz narrativa se produce marca un distanciamiento casi brechtiano. Ello obliga más a la reflexión que a la identificación empática con la trama y los personajes de un discurso nunca remiso a ocultar su condición de tal, sino que se reconoce como un discurso con posibles lectores "atentos", incluso "puntillosos", a los que el autor hace objeto de su ironía en una especie de diálogo metanarrativo muy propio del último Saramago. El autor implícito no deja de referirse a sí mismo como "quien esta fábula viene narrando" (pág. 48), y la autodefinición de fábula para todo el texto se reitera al menos una vez más. Y bien ilustrativa que resulta para definir otra de sus singularidades, que no es sino la de una ficción sumamente artificiosa con la que se encubre una verdad que el lector sabrá desvelar. Siempre me ha parecido Saramago un escritor de estirpe cervantina, especialmente por su voluntad de apurar al máximo la verosimilitud de sus situaciones, de "casar la fábula mentirosa con el entendimiento de los que la leyeren" abriendo con donaire sendas a lo que los conocidos versos de Viaje del Parnaso llamaban "un desatino".

Estamos ante una magnífica novela política, deliberadamente incorrecta y por ello nada eufemística. Su discurso aparece articulado, que no dividido, en dos partes casi de pareja extensión. En la primera se plantea la hipótesis de que más del ochenta por ciento del electorado de una gran capital opte por el voto en blanco en sendos comicios municipales repetidos en semanas consecutivas, abriendo una crisis institucional que el escritor va encadenando con rara habilidad. Los protagonistas son aquí el gobierno y el pueblo, que como en las novelas unanimistas del primer tercio del pasado siglo reacciona al unísono sin que medie lo que desde las alturas se ve como conjura, como "una carga de profundidad lanzada contra el sistema" (pág. 77). Precisamente a raíz de un debate en el seno del Consejo de gobierno se abre la conexión de Ensayo sobre la lucidez con el Ensayo sobre la ceguera. No es necesario haberla leído para seguir el hilo, pues se nos ofrece de ella todo lo que necesitamos saber. Más aún, sus personajes principales, y en especial la única mujer que no encegueciera años antes, cuando toda la ciudadanía se vio sumida en una especie de "blancura lechosa" negadora de la visión que los gobernantes quieren interpretar como antecedente directo de la marea blanca electoral que les aqueja, ocupan ahora el primer plano junto al ministro del interior y su policía, a la que se encarga de encontrar un chivo expiatorio, un responsable de aquella inexistente conspiración que no son capaces de endilgar al anarquismo internacional ni a la intervención de ninguna potencia extranjera.

¿Estamos ante una novela política de mensaje pesimista? No lo creo así. De hecho, de la boca del ministro de justicia dimisionario sale la afirmación de que "el voto en blanco puede ser apreciado como una manifestación de lucidez por parte de quien lo ha usado" (pág. 226) y el comisario del que se esperan pruebas convincentes de que aquella mujer era tan responsable de esta anomalía como lo fuera de la "ceguera blanca" se niega a inventarlas, y lo paga con su vida, otro crimen de Estado igual al que se comete también con la que se presenta públicamente como "el rostro de la conspiración" (pág. 376), la "presunta culpable de la nueva ceguera" (pág. 378). La fuerza narrativa con que el novelista impone la secuencia de causas y efectos constitutivas de la trama crea en esta novela un universo obsesivo, que hace fácil presa en el lector. Ensayo sobre la lucidez resulta por ello, en cierto modo, una novela de intriga, y no falta un homenaje al propio Chandler. Estilísticamente encierra un cumplido repertorio del lenguaje político, tanto el modulado en torno a los discursos del presidente de la República, el primer ministro o el ministro del interior como el resultante de los debates en el seno del gabinete, sin olvidar la retórica de la Prensa y la jerga propia de la policía en su comunicación con las autoridades gubernamentales. Todo ello en clave de una lógica carente de principios y ajena a la justicia y razón.


Saramago y los políticos
Ya lo había anunciado el novelista días antes de la aparición de Ensayo sobre la lucidez: "Este libro va a causar una polémica del demonio. Si no, es que las personas están tan adormecidas que cuestionar la democracia no es algo que las afecte".

Y la polémica que Saramago pedía, llegó. En la presentación en Lisboa Mário Soares dijo que sería preocupante para todos los partidos un alto porcentaje de votos en blanco. Sin embargo, la presentación más polémica ocurrió en Oporto. El más virulento fue Miguel Veiga, militante histórico del PSD, en el gobierno, quien calificó de "aberrante" la crítica de Saramago a la democracia. Veiga, quien afirmó ser "fiel lector" de Saramago, lamentaba "la puerta abierta a la amargura" por el novelista, que recuperaba "mitos caducos". Saramago respondió que "también los sótanos de las democracias están llenos de esqueletos". Alguien del público le dijo a Veiga que su discurso parecía de Fidel. "Es sobre Fidel sobre quien hablo", respondió. Un socialista, Jorge Strecht Ribeiro, acudió en auxilio de Veiga. "Este libro -dijo-, tendría sentido si estuviéramos en una pequeña dictadura suramericana". Lurdes Pintassilgo, la única mujer ministra tras el 25 de abril, contestó que "el libro no es ajeno a la práctica política de los últimos treinta años". Saramago concluyó que "cuanto más viejo, más libre me siento y cuanto más libre, más radical" y que "no faltará quien diga que acabo de hacer demagogia barata. La demagogia siempre nos parece cosa de los otros", en clara alusión a Veiga.


Votos en blanco sin ficción
Lo cierto es que la ficción del triunfo del voto en blanco que narra José Saramago en su última novela ya se hizo realidad una vez. Ocurrió en Argentina en las elecciones de 1957. La Revolución Libertadora había prohibido mencionar al general Perón. Los militares habían derogado la Constitución peronista del 49, habían repuesto por decreto la de 1853, y aspiraban a reformarla. El peronismo estaba proscrito, y por eso el gobierno optó por hacer como ni no existiera y convocó las elecciones sin permitirle participar, pese a tratarse del partido mayoritario. Desde el exilio, Perón pidió a los peronistas que votasen en blanco. Y así lo hicieron, y de hecho fue el voto en blanco el que salió vencedor en las urnas. 2.115.861 votantes optaron por esa alternativa. Cerca quedó la Unión Cívica Radical del Pueblo, con 2.106.524 votos, y más lejos la Unión Cívica Radical Intransigente, con 1.847.603; los Conservadores, con 582.589; la Democracia Cristiana, con 420.606; la Democracia Progresista, con 263.805, y el Partido Comunista, con 228.821votos. Claro que no fue exactamente lo mismo que plantea Saramago en Ensayo sobre la lucidez: el voto en blanco era un voto a Perón.

Saramago afirma que él no apoya el voto en blanco, simplemente plantea esa alternativa. Quienes sí lo defendieron fueron los escritores nicaragöenses Gioconda Belli, Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez en las elecciones al congreso de su país en 2001.

En España, en las últimas elecciones al Congreso, fueron emitidas un total de 406.620 papeletas en blanco, un 1’57% del total, record de nuestra democracia reciente. La cantidad de votos en blanco se ha multiplicado por nueve desde las primeras elecciones democráticas, celebradas en el año 1977.