Castillos de cartón
Las tres últimas novelas de Almudena Grandes nos habían acostumbrado a esperar de su autora narraciones torrenciales de largas proporciones en su extensión. En ellas se acomete, actualizando los más genuinos modelos del realismo tradicional, la minuciosa exploración psicológica en el acceso de una joven a la experiencia durante el franquismo (Malena es un nombre de tango, 1994), la radiografía sentimental femenina de la generación de la escritora madrileña representada en las cuatro protagonistas de Atlas de geografía humana (1998) o el naufragio existencial de unas vidas rotas en la plenitud completado con la profunda introspección psicológica de sus criaturas y una lograda recreación de espacios y ambientes en Los aires difíciles (2002), su mejor obra hasta la fecha.
Sin embargo en Castillos de cartón Grandes ha puesto el listón más bajo, no ya por la extensión, mucho más reducida, lo cual no condiciona su mayor o menor mérito literario, sino por la falta de ambición artística en su elaboración, como se ve, por ejemplo, en la insuficiente tensión estilística de este texto menor, sobre todo si se compara con la riqueza e intensidad de la anterior novela.
El conflicto novelado recrea el pequeño laberinto de pasiones de sexo y amor vivido por tres jóvenes estudiantes de Bellas Artes y aprendices de pintores en el Madrid de los años ochenta. La narración comienza con la llamada que María José recibe de Miguel para comunicarle el suicidio de Marcos. A partir de aquí, desde un presente narrativo coincidente con la actualidad, ella rememora la común experiencia amorosa compartida por los tres, hace unos veinte años, en los tiempos de liberación y bohemia de la movida madrileña, cuando “teníamos veinte años, Madrid tenía veinte años, España tenía veinte años y todo estaba en su sitio, un pasado oscuro, un presente luminoso, y la flecha que señalaba en la dirección correcta hacia lo que entonces creíamos que sería el futuro” (pág. 74). Desde el momento de la fatal noticia y el entierro al día siguiente la narradora va rememorando en cuatro partes la íntima aventura amorosa y artística de este singular trío de amantes que compitieron en aspiraciones de pintores y compartieron sexo y drogas juntos en la misma cama.
La primera parte y la última son las mejor acabadas: aquélla, bajo el epígrafe de “Arte”, por su variedad léxica (con acertado empleo de los tecnicismos necesarios), las atinadas observaciones acerca de cómo mirar (y apreciar) la pintura y por la riqueza de sugerencias y matices en el afán de los aprendices de pintor en su primera andadura por los caminos del arte y de la vida. La cuarta parte, con el título de “Muerte”, sobresale porque en ella sí se consiguen, a veces, la intensidad emocional y la tensión estilística que el triple fracaso existencial, amoroso y artístico requiere, con el notorio contraste de las cualidades de cada componente (uno sin talento pero con ambición, ella sin ambición mas con talento, otro con talento y ambición).
Las partes segunda y tercera, con epígrafes referidos a “Sexo” y “Amor”, resultan más desvaídas, con rápidas referencias a la movida madrileña de los ochenta, considerada como marco que se da por sabido, y con demasiados lugares comunes en la recreación de una situación nada tópica como es la de este triángulo de amor, celos, envidias y rencores que tiene múltiples implicaciones en la doble vertiente sentimental y artística.
Por ello creo que, aun siendo una novela que se lee con facilidad, Castillos de cartón no ha encontrado las proporciones adecuadas, ya sea porque la íntima frustración afectiva y artística de sus personajes reclamaba más tensión y profundidad, con menos reiteraciones, ya porque una elipsis de 20 años entre el presente narrativo de soledad y los ardores pasados impone una distancia excesiva que merma la capacidad de conmover en la rememoración de la narradora. En otras ocasiones Almudena Grandes ha demostrado mucho mejor que aquí su talento novelístico y, con seguridad, volverá a renovarlo en entregas futuras.