El rostro de la guerra
Izqda: Martha Gellhorn durante la Guerra Civil española. Dcha: en España junto a Hemingway
De la guerra civil española en los años 30 a la invasión de Panamá en los 80, pasando por las guerras de Java, Oriente Próximo o Vietnam, Martha Gellhorn, tercera esposa de Hemingway, fue corresponsal de guerra durante más de cincuenta años. Así recaló, por ejemplo, en el Madrid acosado de 1937. Es una de las historias que componen El rostro de la guerra, suerte de memorias que lanza la próxima semana Debate en versión de Cari Baena.
Noviembre de 1937
Al caer la noche, el viento de las montañas se abatió sobre Madrid y arrancó los cristales rotos de las ventanas de los edificios bombardeados. Llovía sin parar, y las calles adquirieron el color mostaza del barro. Llovía, y la gente hablaba de la próxima ofensiva, preguntándose cuándo, cuándo... Alguien dijo que iban a llegar alimentos y munición; otro que las tropas del Campesino estaban en el norte o en el sur; muchos pueblos (de aquí, de allá) habían sido evacuados; la unidad de transporte estaba a punto, "¿te has enterado?". Se había llamado a todos los soldados para incorporarse al frente, los permisos se habían suspendido. "¿Quién te lo ha dicho?¿Cómo lo sabes?" Así estaban las cosas, y comenzó a llover de nuevo. Y todos esperaban. La espera es parte importante de la guerra, algo difícil de soportar.Finalmente, llegó el cumpleaños de alguien, o una fiesta nacional (y seguía haciendo frío y no ocurría nada, sólo la lluvia y los rumores), y decidimos celebrar una fiesta. Dos de los nuestros vivían en ese hotel de la ciudad y el tercero estaba de visita, un soldado americano de la Brigada Abraham Lincoln. Una bala de ametralladora le había herido en la cadera, y éste era su primer permiso desde que había salido del hospital de la brigada. Sacamos toda la provisión de latas del fondo del cajón de la cómoda -sopa de lata, sardinas en lata, espinacas en lata, carne en lata y dos botellas de vino tinto joven- y decidimos calentarlas y comérnoslas mientras charlábamos de cualquier cosa que no fuera la ofensiva. Hablamos de actores de cine y de los lugares bonitos que conocíamos, y celebramos una fiesta en condiciones. Todo fue bien hasta el café (una cucharadita en una taza de agua caliente y a remover). Entonces cayó el primer obús en la puerta de al lado, una lluvia de cristales se desplomó sobre el patio interior y sacudió la máquina de escribir que estaba sobre la mesa.
El chico de la cadera rota movió la pesada escayola de su pierna y preguntó por sus muletas. Ya con ellas, avanzó hasta el punto intermedio entre las dos ventanas, que abrimos para poder oír mejor y para que no se rompieran; apagamos las luces y esperamos.
Sabíamos bien lo que venía: el vociferante torbellino de los obuses acercándose, el rugido enorme y sonoro de su caída y luego preguntarse adónde iban, de dónde venían, cronometrarlos, contarlos, apostar sobre su tamaño. El soldado estaba triste. Estaba acostumbrado a la guerra del frente, donde podías defenderte, no a esta desesperante guerra urbana; pero él ya no regresaría al frente porque su pierna había quedado más corta, y no se puede ser soldado de infantería con bastón. La habitación estaba llena de polvo y el hotel había recibido varios impactos, así que cogimos nuestros vasos de vino y nos trasladamos a la habitación de al lado, aplicando la consoladora y tradicional teoría de que si caía un proyectil en la habitación delantera no se molestaría en penetrar hasta la habitación del fondo, atravesando de paso el cuarto de baño.
Contamos seiscientos obuses hasta que nos cansamos, y una hora más tarde todo había terminado. Comentamos que había sido un bombardeo breve, y que tal vez eso era una señal del comienzo de la ofensiva. Y con este pensamiento nos comimos la última tableta de chocolate y nos marchamos.
Al día siguiente volvió a llover, y Madrid se recuperó como tantas otras veces. Los tranvías traqueteaban lentamente por las calles recogiendo ladrillos desprendidos, cristales rotos y pequeños fragmentos de madera y muebles. Los que iban de camino al trabajo se detenían a contemplar los agujeros recientes. Cada vez quedaban menos elementos de la fachada del hotel. El ascensorista, aficionado a modelar el bronce, recorría las habitaciones a la caza de proyectiles sin explotar para fabricar lámparas. Su amigo, el portero de noche, pintaba escenas bélicas en papel de pergamino que luego convertía en pantallas de lámparas, de modo que estaban siempre ocupados. La camarera nos dijo que la acompañáramos a la habitación en la que nos alojábamos, así que entramos divertidos en un lugar donde no quedaba nada, excepto la coqueta con su espejo intacto y el capuchón del obús que encontré entre la madera rota de la cómoda. En el cuarto piso, junto a la barandilla de la escalera, había un proyectil grande y largo que no explotó. Sólo había arrancado media pared y destrozado los muebles de la habitación 409, echando la puerta abajo y allí se había quedado, en el pasillo, presa de la admiración que suscitaba en todos su nueva forma. Algunos amigos nos telefonearon, "uf, así que no estáis muertos". Yo estaba como antes. Como la última vez, como la anterior y como las otras veces. Todos nos preguntábamos por qué los fascistas habían atacado aquella noche en vez de cualquier otra. ¿Quería decir algo? ¿Teníamos alguna idea al respecto?
En Madrid convive el servicio de primeros auxilios para heridos con un equipo de socorro para edificios heridos. Los profesionales que lo integran son arquitectos e ingenieros, albañiles y electricistas, además de otros trabajadores que sólo se dedican a sacar los cuerpos de entre los escombros. Siempre están trabajando porque, cuando no están apuntalando, reparando, tapando agujeros y desescombrando, proyectan esa ciudad nueva y hermosa que construirán sobre las ruinas cuando la guerra haya terminado. Así que aquella mañana lluviosa me uní a ellos para ver los destrozos de la noche anterior y el modo de resolverlos.
En uno de los mejores barrios, en la esquina de una calle, la policía instaba a la gente a no agolparse y circular. Un obús había estallado en el piso superior de un bonito edificio, arrancando las barandillas de hierro del balcón y empotrándolas en el tejado de la casa de enfrente, con lo que aquél se había quedado sin apoyo y podía desplomarse en cualquier momento. Un poco más adelante, un obús había roto una conducción general de agua y la calle se estaba inundando a gran velocidad. Uno de los arquitectos llevaba consigo, envuelta en papel de periódico, su ración diaria de pan. Durante toda la mañana, mientras trepaba por los escombros y saltaba entre las tuberías inundadas había tenido mucho cuidado de no perder su pan; tenía que llevarlo a casa, donde le esperaban dos niños pequeños, y en tiempos de muerte, destrucción y cosas semejantes, el pan era crucial.
Subimos al ático y entramos con cuidado en una habitación con la mitad del suelo a la intemperie. Saludamos con un apretón de manos a todos los amigos y a las visitas que se habían acercado. En el piso vivían dos mujeres, una mujer mayor y su hija, que se encontraban en la parte interior de la casa cuando el proyectil reventó la fachada. Estaban recogiendo lo que se había salvado. Un recipiente en el que no quedaba salsa, un cojín del sofá y dos cuadros con el cristal roto. Conversaban animadas sobre la suerte de estar vivas, y todo les parecía bien. La parte interior de la casa aún era habitable: tres habitaciones no tan luminosas ni bonitas como las que había destruido el proyectil, pero seguía siendo una casa en la que vivir. ¡Ojalá la fachada no cayera a la calle e hiriera a alguien! [...]
Mujeres de rostro silencioso y pálido y niños silenciosos contemplaban de pie, junto al lavadero, una casa, o lo que quedaba de ella. Los hombres se habían acercado un poco más. Un obús había dado de pleno en una endeble chabola en al que se habían refugiado 5 personas en busca de calor; charlaban animadamente en busca de consuelo y ahora no quedaba más que un montón de astillas y tierra. Desenterraron los 5 cadáveres en cuanto amaneció.