Leer a Balzac
Balzac, 200 años
16 mayo, 1999 02:00"t odos sus libros no forman más que un libro, un libro vivo, luminoso, profundo, en el que vemos ir y venir, andar y moverse con un no sé qué perturbador e inquietante que se mezcla con lo real, toda nuestra civilización contemporánea, un libro prodigioso que el poeta tituló Comedia y que hubiese podido titular Historia". Así hablaba Victor Hugo, que tampoco era manco a la hora de escribir novelas, en el entierro de Balzac. Más allá del ditirambo obligado en semejante ocasión, hay que retener la idea de que Balzac es el notario de nuestra época contemporánea, la que empieza con él, sigue con Flaubert, Zola y Dostoievski, y se prolonga con nosotros, sin haber perdido ni un ápice de su vigencia.
Con decir que a lo largo del centenar largo de títulos que escribió, organizó y articuló en lo que, finalmente, fue la Comedia humana, Balzac creó, no sólo la novela moderna, sino sobre todo la novela total ( en el sentido en que Wagner creó la ópera total), la que amasa la realidad con la visión profética, se justificaría sobradamente una lectura y relectura que mucho quisieran para sí muchos autores de nuestro finiquitado siglo XX y que el siglo XXI probablemente olvidará sin grandes traumas. Pero hay más: más allá del mero desglose sociológico, la Comedia humana se presenta como un combate titánico, de dimensiones y alcance míticos, entre el bien y el mal, que remite, por ello, a valores perennes del espíritu humano, y explican el alcance universal de la obra. Bajo la pluma de Balzac, todo cabe; los dramas íntimos, matrimonios desunidos, soledades amargas que inclinan a la malevolencia, dramas sociales, familias arruinadas por los buitres financieros o la marcha imparable de los tiempos modernos, dramas psicológicos que arraigan siempre en una concepción dinámica del espíritu del mal, el mal absoluto que habita las sociedades y las mentes, y es, en definitiva, el único motor de los cambios profundos que siempre nos pillan desprevenidos. Los personajes más depravados, satánicos, irrecuperables por la moral al uso, como el fantástico Vautrin, y los más funcionales, despersonalizados y feroces como el banquero Nucingen, resultan poderosos porque la sociedad no tiene medios ni armas para luchar con ellos, y su desamparo hace que ellos sean los verdaderos amos del mundo, cosa que sonará familiar a cualquier aficionado a los escándalos político-financieros de nuestra cansina modernidad. Los sosos corderitos que Balzac alinea frente a las fuertes personalidades de su jungla despiadada, no dan la talla; y si da mucha rabia ver con qué facilidad se le puede engañar a cualquiera cuando se conocen los mecanismos adecuados, las trampas de la ley, las leyes de la trampa, etc., no deja de resultar harto inquietante que la virtud pueda resultar tan aburrida, y que la energía que fascina, la belleza que atrae, la rebelión que mueve el mundo, en una palabra la verdadera superación del hombre, estén siempre en manos de las criaturas menos fiables. La moral al uso se nos antoja una ñoñería embobada, y la novela de aprendizaje acaba siendo lo que debe ser, un aprendizaje destinado al lector.
Porque Balzac invita a abrir los ojos. A comprender que convertirse en adulto es haber comprendido que en nuestra sociedad burguesa y capitalista, la juventud sólo puede sobrevivir al precio de infinitas desilusiones, desesperaciones, chaqueteos, abdicaciones y otras traiciones al puro ideal que toda sana adolescencia alumbra. La sociedad engaña a los jóvenes, los decepciona, les corta las alas. Es su dinámica propia: "Si los jóvenes no fueran ignorantes y tímidos, la vida social sería imposible", leemos en Papá Goriot. Método: dar una enseñanza perversa, destinada a destruir los vínculos sociales haciendo pensar lo bastante para que se abandonen las creencias religiosas y morales que cimientan el ejercicio del poder, pero no lo suficiente para que se eleve a la teoría de la obediencia y del deber. Entre Pinto y Valdemoro, entre sus derechos pisoteados y sus deberes rechazados, la juventud ve reprimidas sus energías revolucionarias. Se vuelve pasota (¿nos suena?), festiva, desabrida. Pero quien suscita el trasnochar y el perder el tiempo, es la sociedad porque tiembla ante las fuerzas vivas de las nuevas generaciones. El mejor truco: formar ingenieros de caminos, y hacerlos trabajar como peones. Y dice la víctima: "Siento en mi algo grande que se está muriendo" (El cura de pueblo).
Otra cuestión de actualidad, según se lee en los papeles: la familia. La de ayer ya no existe, la de hoy, tampoco. Hace más de ciento cincuenta años que Balzac nos viene anunciando la destrucción moderna de la célula familiar. Lo achaca primero a la muerte del padre por excelencia, el rey guillotinado de la Revolución. "Ya no hay familias, sólo individuos". Y el espíritu de clan ha dejado sitio al fisco que acaba de parcelar y roer, lo que las leyes de sucesión modernas ya han reducido a migajas. Lo peor de estos feos asuntos, es la insolidaridad, que hace las naciones débiles, a las que "les da igual obedecer a un ruso o a un corso, a siete hombres o a uno solo. Vamos hacia un estado de cosas horrible, ya no habrá más que leyes penales o fiscales, la bolsa o la vida. Y para empezar, la envidia universal: se confunde la igualdad de las apetencias con la igualdad de las competencias..."(Memorias de dos recién casados), y nos gobierna la mediocridad, lo que Balzac ya llamaba la Mediocracia cuyas dos ubres son la enseñanza y la burocracia. La primera porque "si el gobierno tuviese capacidad para pensar, le acusaría de tener miedo de los seres verdaderamente superiores que, si se pusieran en movimiento, entregarían a la sociedad al poder de la inteligencia. Luego, el cometido de los profesores es fabricar mentes de luces limitadas" (Louis Lambert). En cuanto al crecimiento canceroso de las administraciones, cuyos salarios decrecen al mismo ritmo que la consideración social que se le otorga, se leerá en Los empleados que los funcionarios públicos, mal pagados y peor considerados, se portan con la sociedad y el Estado que la representa como una prostituta con un amante viejo: se entrega por lo que se la paga. "Y con la sola ilusión de no perder el empleo, de cobrar el sueldo, y de llegar al retiro, el empleado público cree tener todo el derecho de conseguir este resultado; luego sólo quedan o acuden los perezosos, los ineptos o los idiotas".
Para acabar este autorretrato del presente a la luz del pasado, quedaría el becerro de oro, es decir el dinero. No sólo el dinero en sí, el oro fascinante, sino lo que conlleva, el interés personal, el egoísmo, la lucha despiadada para avasallar y amontonar, los mecanismos tramposos del crédito, las letras de cambio, los pagarés, toda la parafernalia de la banca, Leviatán que engulle a los débiles y sirve a los poderosos. Dice Gobseck: "Las llanuras aburren y las montañas cansan. El hombre es el mismo por doquier. Por doquier se ve el combate entre pobres y ricos; luego más vale ser explotador que explotado..."
Y si no bastasen estas buenas razones para leer y releer a Balzac, todavía quedaría ésta. Los años cincuenta vieron la resurreción de Stendhal, que los lectores finos habían empezado a entender hacia 1880, según él mismo había vaticinado, y que los universitarios encumbraron entonces. Los años sesenta y setenta, vieron desatarse todo tipo de pasiones para con Flaubert y sus anatomías de la estupidez irredenta. Hoy sabemos que el mundo de Stendhal, a fin de cuentas, es un universo paralelo, un mundo soñado, imposible y real, en el que Stendhal, que no quería ser Henri Beyle, se refugia. Sabemos también que el mundo de Flaubert, como el de Racine, no tiene remedio. La crisis ya ha tenido lugar, alea jacta est, las cartas estaban marcadas y los dados trucados. Nos explica películas de después del holocausto nuclear: miseria y compañía. Balzac, en cambio, presenta un mundo que está por hacer, por determinar, por pulir. Todavía se puede luchar. Naturalmente hay que ser fuerte y valiente. Pero, en puertas del tercer milenio, prefiero la idea de que todo no está perdido para el hombre moderno, de que cabe la posibilidad de regenerar lo degenerado, de inyectar una buena dosis de razón a lo irracional, y a falta de saber por qué morimos tan tontamente, descubrir que con la fuerza moral de algunos principios sencillos, caben suficientes esperanzas para abordar al futuro que nos aguarda.
Alain Verjat