"En época de guerra, cualquier agujero es trinchera". Aunque ahogado con el paso del tiempo en la semántica sicalíptica, este refrán explica el sentimiento de buena parte del campesinado español en los años duros del franquismo. En realidad, la guerra había acabado, pero las secuelas económicas que dejó en el país fueron devastadoras. Un clavo ardiendo sería, por seguir con la jerga popular, la mejor solución —y a veces la única—para la gente del campo —¿quién nos negaría que entonces no utilizaran estas expresiones?—, que se introdujo literalmente donde pudo para sobrevivir.
Amén de las infinitas interpretaciones acerca del régimen, el dictador ha salido normalmente bien parado en lo que concierne a su gestión del entorno rural. ¿Pero realmente las reformas agrarias impulsadas por el Instituto Nacional de Colonización (INC), dependiente del Ministerio de Agricultura, fueron un éxito? El historiador Antonio Cazorla Sánchez escruta la realidad de los pueblos de colonización, de la inversión en grandes obras hidráulicas y sobre todo las verdaderas intenciones del franquismo en su libro Los pueblos de Franco (Galaxia Gutenberg), que acaba de llegar a las librerías.
Si lo que se pretendía era el aumento de la producción agraria a través de la expansión del regadío, un dato resulta muy revelador: en 1940 hasta 4,8 millones de personas trabajaban en el sector agrícola; en 1970, solo 2,9 millones. Si se quería detener el apabullante éxodo rural, lo cierto es que la tendencia del fenómeno en los municipios de nueva planta construidos bajo el auspicio de la Ley de Colonización de Grandes Zonas discurrió muy similar al resto de territorios: los que podían, se marchaban.
La autarquía seguía asfixiando las paupérrimas economías de la gente humilde con su régimen de exclusivo autoabastecimiento. Sin embargo, convencidos de que el regadío aumentaría con creces la productividad de los cultivos, construyeron por doquier pantanos, acequias, canales... Tantos que mermaban ostensiblemente las extensiones de tierra que habrían de trabajar los campesinos. Incluso el Banco Mundial dictaminaría después que el gasto público había sido muy elevado, por más que Ángel Zorrilla, director general del INC, hubiera sostenido tantos años lo contrario.
Cazorla Sánchez no obvia el testimonio agradecido de muchos colonos, que de no tener nada pasaron a encarar un proyecto de vida en los nuevos pueblos, pero esgrime una crítica feroz hacia la connivencia entre el Movimiento y los terratenientes. Estos se habrían visto beneficiados de unas prácticas corruptas escondidas bajo el velo de una supuesta "justicia social", mientras que los campesinos fueron poco más que una mano de obra necesaria y la vida de la mayoría de ellos se tornó en una constante de sacrificios que no siempre dieron los frutos esperados.
Las tierras que cultivarían los colonos procedían de los latifundistas. Los vencedores de la Guerra Civil desahuciaron a los campesinos que las habían ocupado durante la República y se las devolvieron a los propietarios originales como muestra de agradecimiento por su apoyo al levantamiento militar. El régimen adquirió después muchas de ellas por un montante casi siempre superior al precio de mercado. Según explica el autor de Los pueblos de Franco, "ser expropiado suponía ceder menos de un tercio de la tierra propia a cambio de ver el resto enormemente revalorizada" gracias al gran proyecto puesto en marcha, pues las tierras de secano pasaban a ser de regadío, o sea, más productivas.
Desde 1939, el INC se puso manos a la obra para revertir la precaria situación en el campo. Además de las obras públicas, se emprendió una colosal tarea que consistía en el arrendamiento de una tierra a un campesino para que la cultivara y fuera devolviendo al ministerio parte de sus beneficios hasta poder asumir su propiedad. Los menos pobres, a menudo arrendatarios y aparceros, pagaban antes el 20%; el resto, entre los que se incluyen los obreros agrícolas —jornaleros, braceros...—, ingresaban en la categoría "periodo de tutela": durante los primeros cinco años, pagaban con la mitad de la cosecha.
Se les proporcionaba una casa y una cría de ganado, de cuya rentabilidad tenían también que dar cuenta. Con el título de propiedad, se seguía pagando al INC un 5% anual del precio de parcelación de la tierra, además de un interés creciente, impuestos y otras tasas. Más allá de las duras exigencias tributarias —algunos abandonaban al poco tiempo porque no podían esperar tanto para lograr los primeros beneficios o porque la tierra que se les había asignado no era fértil—, los colonos eran asesorados, pero también vigilados, por los mayorales, subordinados a su vez a los ingenieros y peritos del INC.
Hasta 53.572 familias, según fuentes del propio régimen, se asentaron en los pueblos de colonización hasta 1970, aunque Cazorla Sánchez recela del dato; sospecha que fueron menos y apunta que durante la II República muchas de esas familias ya estaban instaladas. Y es que, además del mito que sostiene a Franco como "el gran benefactor del campo español", el autor también desmonta la idea de que el régimen fuera pionero en la reforma agraria. Además de la República, que propuso la redistribución real de la tierra, Miguel Primo de Rivera ya intentó la expansión del regadío. Incluso antes, en la Restauración borbónica, hubo conatos de colonización, relata.
Por mucho que el objetivo fuera instalar en los nuevos pueblos al mayor número de familias posibles, la selección de los colonos estaba determinada por la consigna ideológica del Movimiento. Sobre el asentamiento con el que, según el discurso del régimen, se fomentó "la solidaridad" y se combatió "el absentismo" y "la usura" también se cernía la sombra de las triquiñuelas y enchufes tan propios de la España profunda y caciquil. Un pasado de izquierdas era motivo suficiente para no optar al trozo de tierra que te hubiera correspondido. "Labrador no será quien quiera, sino quien pueda", como dijo Ángel Martínez Borque, uno de los directores del INC.
Cuando se consideró pertinente, se recordó a los campesinos no adeptos a la dictadura su "falta de formación moral". El propio Franco les conminaba a trabajar duro porque era la manera de "hacer grande a España". "Dar a vuestras manos, callosas de apretar los arados [...], tierras para labrar los surcos; redimir al proletariado agrícola", manifestó el dictador en un discurso pronunciado en Extremadura en 1945.
Entre las artimañas de manipulación y propaganda, el régimen no renunciaría al asidero moral con el que había justificado su cruzada contra el marxismo: el nacional-catolicismo. El levantamiento de iglesias formaba parte del irremplazable proyecto que supuso evangelizar las poblaciones. Tampoco se olvidaron de las escuelas "de orientación" para que los hijos de los campesinos fueran, cómo no, campesinos que crecerían bajo los fundamentos de la moral cristiana.
Bien es cierto que la iglesia y el colegio serían centros neurálgicos del sentimiento comunitario. Ahora que muchos de estos pueblos han desaparecido o han sido despoblados, resulta conmovedor atender a las voces de los antiguos lugareños, muchas de ellas recogidas en la encomiable investigación de Cazorla Sánchez, que recuerdan la complicidad entre los vecinos, la ayuda que se prestaron en tiempos tan difíciles, y algunas anécdotas impagables.
Este mismo año, recordarán algunos, el Museo ICO programó una exposición comisariada por Ana Amado y Andrés Patiño que se hacía cargo de la misma cuestión aquí abordada. Las imágenes que jalonan esta pieza corresponden a la muestra, que pone en valor la modernidad de su arquitectura y, de algún modo, rescata a aquellos pueblos del olvido.