Vladímir Putin y la grotesca manipulación de la historia
Cómo el mito detrás de un 'blockbuster' de Hollywood dirige la guerra del presidente ruso en Ucrania.
En 2001, la Paramount estrenó la película Enemigo a las puertas, una adaptación del innovador relato que, en 1973, William Craig escribió sobre la batalla de Stalingrado, acontecida entre septiembre de 1942 y finales de enero de 1943. En aquella película, una batalla de cinco meses, en la que estaba en juego la victoria estratégica en el frente oriental entre la Alemania de Adolf Hitler y la Unión Soviética de Iósif Stalin, se reducía a una única trama: la historia de un francotirador.
Jude Law interpretó a Vasili Záitsev, el francotirador más famoso de la guerra, un campesino siberiano que se alistó en el Ejército Rojo. La película narra la historia de un Vasili que infligió cientos de muertes al enemigo, con lo que logró aterrorizar a las tropas alemanas de la ciudad y ofrecer un héroe de carne y hueso a una nación que estaba en peligro de perder su ciudad y, tal vez, la guerra.
En la vida real, durante la batalla, Záitsev estuvo en primera línea de una campaña soviética cuyo objetivo era atemorizar, física y psicológicamente, a los alemanes que se abrían paso a través de Stalingrado, casa por casa y habitación por habitación. Pero, como muchas de las historias legendarias de heroísmo y sacrificio en tiempos de guerra que aparecen en la gran pantalla, el argumento central de la película, la historia de un duelo a muerte entre Záitsev y un oficial alemán (el mayor König, que dirigía la escuela de francotiradores de la Wehrmacht en Berlín), es una invención.
Pero no es una simple licencia artística a la que Hollywood hubiera recurrido para dramatizar una batalla militar. Más bien, la historia en sí era propaganda rusa, propaganda de la que el propio Záitsev se hizo eco en sus memorias de posguerra, publicadas posteriormente en inglés en los años noventa. Desde entonces, se ha convertido en un pilar de la historia de Stalingrado, batalla que sigue desempeñando un importante papel en la propaganda rusa.
De hecho, hace unas semanas, el presidente ruso Vladímir Putin y el Ejército ruso estuvieron en la ciudad (ahora rebautizada como Volgogrado) para tomar parte en una sesión fotográfica de alto copete frente a una impactante y emotiva estatua en honor de tales sacrificios e historias. La Madre Patria es la estatua más grande de Europa, más alta que la Estatua de la Libertad de Nueva York.
Escenario de muchos discursos conmemorativos importantes en los que Putin ha alabado el sacrificio del país, la estatua rememora los enormes sacrificios de los soviéticos en su defensa de la ciudad. Comprender este aspecto de la mitología rusa nos recuerda que, desde los tiempos de la guerra civil, que terminó hace un siglo, su pueblo ha soportado luchas, penurias y sacrificios mientras se le decía que estuviera alerta frente los enemigos externos. Putin pretende aprovecharse de esta historia.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética sufrió pérdidas terribles: más de 27 millones de muertos y la destrucción de en torno a 78.000 aldeas, pueblos y ciudades en todos los territorios europeos de la URSS, incluida Ucrania. Una ciudad, y una batalla en el sur de Rusia, es un elemento central de esta memoria histórica, aún grabada en la mente de los rusos que perdieron familiares durante la guerra: Stalingrado.
La batalla, que duró cinco meses, fue testigo de una carnicería sin parangón: más de 1,5 millones de combatientes muertos (incluidos más de 65.000 civiles) y una ciudad que se extendía más de 30 kilómetros a lo largo del río Volga, arrasada. En el transcurso del choque se lanzaron sobre Stalingrado 2,9 millones de bombas aéreas, proyectiles de artillería y ráfagas de mortero, que destruyeron el noventa y cinco de los edificios civiles, 110 escuelas y 15 hospitales. Al norte, los tres grandes complejos industriales que formaban el Distrito Fabril (escenarios de los combates más encarnizados) fueron arrasados, con un coste colectivo de 600 millones de dólares. Tal fue la devastación que, tras la victoria, las autoridades soviéticas se plantearon seriamente dejar la ciudad en ruinas y construir una nueva más río arriba.
Una Rusia de mitos
Stalingrado fue un punto de inflexión en la guerra. Demostró a Hitler que el imperio de Stalin simplemente era demasiado grande y sus fuerzas, demasiado fuertes. La gigantesca invasión iniciada por Alemania el 22 de junio de 1941 (también conocida como Operación Barbarroja) no había logrado sacar del combate a la Unión Soviética en una campaña estival. La derrota del Eje en Stalingrado al año siguiente devolvió la iniciativa en el frente oriental a los soviéticos, por lo que la derrota de Hitler en la guerra era segura.
La rapidez y rotundidad con que se produciría esta derrota se decidió en el verano de 1943, en la batalla de Kursk, que continúa siendo el mayor enfrentamiento blindado de la historia moderna. Esta segunda derrota de las fuerzas alemanas significó que el desenlace de la guerra supondría la victoria total de Stalin, y que su Ejército Rojo no se detendría hasta llegar finalmente a Berlín veinte meses después. Stalingrado se considera el punto de inflexión y, por tanto, las leyendas que han surgido de él son sacrosantas.
Pero una cosa es la guerra y otra, cómo se la recuerda.
La ficticia batalla de francotiradores entre Záitsev y König, recreada en Enemigo a las puertas, es uno de los elementos de un relato más amplio, relato en el que los rusos hacen suyo la mayor victoria y el sacrificio más sangriento de su país. Záitsev fue un hábil tirador que se labró su reputación como letal asesino de alemanes durante la batalla (las cifras varían de 150 a 200 o más muertos).
El siberiano nunca se topó con un oficial enemigo llamado Mayor König, comandante de una escuela de francotiradores con sede en Berlín. El oficial, interpretado por Ed Harris, y la escuela desde la que supuestamente viajó a Stalingrado no existieron en realidad. Ningún informe del Ejército alemán de la época lo registra oficialmente, y se ha demostrado que la historia del propio Záitsev es imprecisa.
Pero el mito surgió con un propósito militar concreto: durante el punto álgido de la batalla en aquel invierno de 1942, cuando en un momento dado las fuerzas de Hitler habían conquistado casi toda la ciudad, los defensores necesitaban un héroe en que creer. A los corresponsales de guerra del Ejército Rojo se les pidió que encontraran cualquier buena noticia para levantar la moral. El estatus de Záitsev pasó de celebridad local a nacional y, finalmente, internacional. Su fotografía apareció en los periódicos aliados y, al final de la guerra, era un héroe de la Unión Soviética con multitud de condecoraciones, y su rifle se expone ahora en el museo de la ciudad.
Del mismo modo, para Putin, Stalingrado es la piedra angular de una política que vincula el sufrimiento y la gloria de la Segunda Guerra Mundial a una Rusia más grande. Los mitos y leyendas que surgieron de la batalla y perduraron durante los años de la Guerra Fría deben recalibrarse para adaptarse a la narrativa del régimen respecto a Ucrania, la de una Rusia que reclama el lugar que le corresponde en Europa y el resto del mundo. Abatida, abandonada y atacada por Occidente, se levantará de su postración, según la retórica de Putin, que suena como un eco de los años treinta.
El plan maestro de Putin está en la cuerda floja. Ha redoblado la violencia y ha preparado al país para un mayor derramamiento de sangre en los combates por las ciudades y pueblos de Ucrania, combates que recuerdan a los de Stalingrado en 1942-1943. Prepárense para presenciar nuevas escenas de destrucción que recuerdan a cuando el mundo observaba cómo la Segunda Guerra Mundial se decidía en el este.
Lo que las potencias occidentales tienen que decidir es si proporcionan suministros vitales a los ucranianos, como Roosevelt y Churchill hicieron con Stalin en la guerra anterior. La actual toma de decisiones de las potencias de la OTAN parece sugerir que lo harán y que la historia se repetirá, solo que esta vez el valeroso y heroico defensor no es ruso.
*** Iain MacGregor es miembro de la Royal Historical Society y autor de El faro de Stalingrado, ensayo que publicará el próximo junio Ático de los Libros.