Recordaba anoche Blanca Portillo la primera vez que se dejó caer por Almagro. Fue en 1986. Entonces tenía un novio que era técnico de luces y le tocaba currar en el festival manchego. Ella en cambio estaba en el dique seco, una época de esas en que el teléfono no sonaba. “¡Sí, Javier, me voy contigo Almagro!”, le dijo a su partenaire entonces. Portillo, en su rememoración, cargó esta frase de sorna melodramática. Lo hizo desde el mismo punto en que en aquella ocasión, con su chorbo luminotécnico, recitaba versos de El perro del hortelano de Lope mientras este trabajaba en sus cosas. Hablamos de las sacrosantas tablas del Corral de Comedias.
Esta anécdota tiene más miga de lo que parece. “Subirme a ese escenario fue la prueba definitiva de lo que era: una actriz”, confesaba en su discurso (en su carta, mejor dicho) previo a la entrega efectiva del Premio Corral de Comedias, que ha merecido por su trayectoria siempre proclive y predispuesta al repertorio clásico. El problema es que entonces no había nadie. Ausencia total de público.
Sabía Portillo que para consagrarse en su oficio algún día debía oficiar allí pero con el recinto rebosante de gente, como estaba anoche cuando Miquel Iceta, ministro de Cultura, le entregó el galardón en una gala conducida por la periodista de RTVE Machús Osinaga en la que participaron, con sendas laudatios, la también periodista Rosana Torres y la directora de escena Carme Portaceli, con la que Portillo hizo Mrs. Dalloway de Virginia Woolf y con la hará la próxima temporada, en el TNC, La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes.
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“Luego nunca he actuado aquí”, apunto, de nuevo con sorna, la actriz, directora y productora. Eso sí, ha estado presente en siete programaciones de Almagro. En el pueblo del Campo de Calatrava, por ejemplo, presentó La vida es sueño de Helena Pimenta en la que encarnó, con su audacia y profundidad habitual (Torres dijo, en acertada metáfora, que se metía como un alien en el alma de los personajes), a Segismundo (lo de encarnar varones, por cierto, no era nuevo para ella: ya la habíamos visto en la piel de un Hamlet manufacturado por Tomaz Pandur y del Conde Duque de Olivares en la película de Alatriste de Agustín Díaz Yanes).
Aquel papel fue un punto de inflexión en su carrera. Concitó las miradas y la proyectaron a la posición que ocupa en la actualidad, como una de las más respetadas y cotizadas intérpretes de la escena española. Un logro que se asienta en sólidas bases, las que le procuró, ya de vuelta de su exilio, Pepe Estruch en la Resad, alguien cuyo recuerdo se va disolviendo pero que asentó una escuela en nuestras tablas. Todavía quedan teatreros que no lo olvidan: Ernesto Caballero tuvo un retrato de Estruch en su despacho del María Guerrero durante todo su mandato al frente del CDN.
Portillo, que también ha trabajado a las órdenes de José Luis Gómez o Miguel Narros, destacó el amor por la palabra que les inculcó y les bridó los resortes técnicos necesarios para mimarla y ponerla en primer término en cada espectáculo. Y eso es lo que ha hecho en todo este tiempo. Ella lo explicaba así: “Al verso hay insuflarle mucha emoción, calentarlo a fuego lento y que tenga verdad y vida”.
El camino hacia uno mismo
Es lo que hizo anoche también, en el mismo espacio, Lluís Homar, que se presentó ante el personal descalzo y con indumentaria propia de un yogui para erigir El templo vacío. Recordaba de hecho a su admirado Rafael Álvarez ‘El Brujo’, pero no solo por el atuendo, también por la materia sobre la que asentó su recital: la poesía mística, tan del gusto también del actor de Lucena. En la veta mística ya había picado el director de la CNTC hace unos años, cuando, acompañado de Adriana Ozores, estrenó Alma y palabra, un montaje sostenido por la viga maestra de San Juan de la Cruz. Esta vez Homar no tenía a nadie que le tomara el relevo o le diera la réplica en el recitado. Aunque sí contaba con un cuarteto vocal (Manon Chauvin, Simón Millán, Clara Serrano y Lluís Frigola) que le flanqueaba y le permitía recuperar el resuello mientras fraseaba piezas corales de Bach.
Homar fue más allá de San Juan. También sacó a relucir a Santa Teresa, Ibn Arabi, Calderón, Ramón Llull, Miguel de Molinos y Jacint Verdaguer. Y a un par de teólogos alemanes: Maestro Eckhart y Angelus Silesius. La búsqueda de Dios sin Dios, fue una de las paradojas (y parábolas) que entregó en su parlamento, y la noche, realmente, adquirió en el Corral de Comedias una verdadera temperatura mística. El vaciamiento de uno mismo para ser más uno mismo. Otra paradoja más de estos buscadores de la verdad espiritual que, en buena parte de los casos, fueron repudiados por sus coetáneos y por lo dogmas de fe institucionalizados.
Fue un viaje hacia dentro, que son lo viajes más valiosos, azuzado por versos que se dan la mano con el budismo o el sufismo. Y que proponen una vía de fuga del cepo de la mente. Un regalo que hay que agradecerle a Homar, que también desgranaba interludios autobiográficos sobre su propia exploración de la condición humana a través de las múltiples máscaras que ha debido ponerse a lo largo de más de cuatro décadas actuando. "El actor sube a escena para servir a su público, no para servirse a sí mismo. En este sentido, he podido constatar que la persona es más importante que el actor. Y después de muchos años de trayectoria, me doy cuenta de que ser actor ha sido, para mí, hacer un viaje hacia uno mismo". Quedó dicho, para quien quiera tomar nota.