Cuando Catalina de Erauso regresó a España en 1624, después de su fascinante peripecia en América, ya era una celebridad. Su historia se propagaba por el rudimentario método del boca-a-oído a una tremenda velocidad. Juan Ruiz de Alarcón, el dramaturgo novohispano, también tuvo conocimiento del desconcertante travestismo de la novicia que terminó siendo alférez gracias a sus gestas en el campo de batalla. Movido por la querencia de los autores áureos por las confusiones en la identidad sexual, se abalanzó sobre la historia.
Se colige de los últimos versos que terminó de escribirla en 1626, cuando Catalina acude a Roma a fin de solicitar permiso al Papa Urbano VIII para vestir ropajes de varón, gracia que le es concedida y que denota la popularidad del personaje. ¡Hasta el sumo pontífice le dio audiencia! Ruiz de Alarcón apostaba pues por un caballo ganador. No sabía que con el tiempo su texto, sin embargo, le sería escamoteado en el baile de autorías difusas en que todavía se mueve buena parte del legado dramático barroco.
“Las cuatro copias antiguas que se conservan de La monja alférez son unánimes en la atribución a Juan Pérez de Montalbán”, apunta a El Cultural Germán Vega, catedrático de Literatura en la Universidad de Valladolid y especialista en el repertorio aurisecular. Pero él, junto a su colaborador Álvaro Cuéllar, decidieron pasar la obra por el filtro de Etso (Estilometría aplicada al Siglo de Oro), una herramienta creada por ambos que identifica el número de palabras y expresiones coincidentes entre distintas piezas (en la base de datos tienen digitalizadas cerca de tres mil de 359 autores). Un punto de partida para chequear la titularidad verdadera de cada comedia.
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“Los resultados fueron muy reveladores. Las repeticiones arrimaban La monja alférez a Ruiz de Alarcón. Eso nos hizo sospechar. Y ahí empezó otra clase de investigación: documental y filológica”, explica Vega. Encontraron a posteriori una escritura de 1627 en la que el responsable del patio de comedias del Hospital de Málaga se comprometía a escenificar 36 obras en la ciudad, entre las cuales se podía leer con claridad: “La monja alférez de Juan de Alarcón”. La hipótesis se granjeaba así un respaldo que iba más allá de la estadística léxica. Ulteriormente, fue rematada con el rastreo de coincidencias en el estilo, en el uso de metáforas, en la métrica, en el tono, en las perspectivas…
A este respecto es interesante escuchar la opinión de Zaide Silvia Gutiérrez, la directora mexicana que la va a subir a las tablas del Festival Clásicos en Alcalá el viernes y el sábado (1 y 2 de julio) con la Compañía Nacional de Teatro de México. “Sí son muy reconocibles ciertos conceptos, sobre el deseo, la honra y el tratamiento de los criados, con una función más de amigos y consejeros que la que tienen en sus predecesores”.
Se desmorona así la asignación tradicional a Pérez de Montalbán, hijo del editor de Lope. Señala Vega que Montalbán es un nombre que los libreros e impresores estampaban a los ejemplares porque tenía tirón comercial. Por esa razón se le han ‘endosado’ obras que no son de su cosecha. Fue una práctica que él mismo denunció.
El cátedro leonés expuso su tesis en el Festival de Almagro de 2019, que tuvo como país invitado precisamente a México. Luego el director artístico de Clásicos en Alcalá, Mariano de Paco, volcado en forjar alianzas con Iberoamérica, tejió la que ha dado origen felizmente a una coproducción que une las dos orillas en el más alto rango institucional, con la ciudad complutense y la Compañía Nacional de Teatro de México acompasados para dar proyección a una perla del acervo común. Una asociación que los hacedores de teatro de aquí y de allí echan de menos que sea más regular.
“Es también un ejemplo de sintonía entre la academia y las gentes de las artes escénicas, que no siempre están de acuerdo porque desde la primera se ven con recelo ciertas derivas”, admite Vega. Entre los filólogos hay, claro, un mayor apego a la literalidad original que, en cambio, para dramaturgos y directores contemporáneos no es sacrosanta. De la libertad del creador da muestra el propio Ruiz de Alarcón. Aunque presuntamente manejó papeles del mismo Alonso Díaz Ramírez de Guzmán (nombre masculino que adoptó Catalina de Erauso), se acabó tirando al monte de la invención. No hay un afán por construir un biopic con fidelidad a los hechos reales sino más bien el deseo de armar una trama en la que la verdad y la imaginación se confabulen para ofrecer al público un jugoso entretenimiento: con escenas de acción, amor, honra y confusión por mor del travestismo de la audaz Catalina.
Gutiérrez resalta, además, “el ritmo del verso, tan fluido que se asume como coloquial, lo que nos indica la maestría de su pluma”. Para ella es “un regalo” tener un material así entre sus manos. “Es la oportunidad para saborear la riqueza y la gran belleza de nuestra lengua materna, de acercarnos al genio de los dramaturgos de la época y darnos cuenta de la cercanía de los temas y lo que hemos o no superado en términos histórico-sociales”.
Advierte a sí mismo que su puesta en escena se mueve en el “medio tono”, dado que la historia “no es de una comedia brillante sino más seria, sin llegar al aliento de la tragedia”. El espacio diseñado es neutro y dúctil, adaptable a las diversas atmósferas. También incorpora distintas alturas para inducir una sensación de tridimensionalidad. Y el vestuario se inspira en la baraja española, idea conectada con la afición por este juego de la peculiar protagonista, que a fe que se tomó su vida como una partida de cartas.